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• Reglas •

«¿Cómo llegué siquiera a pensar que podría importarle a alguien como él?».

Había señales claras de solo ser una herramienta para estar más cerca de mi mamá y monitorear todo lo que hacía.

«¿Realmente creí que había algo más?».

Jamás me había sentido tan sola y desamparada, pero en el fondo, debo admitir que merezco cada cosa que ha estado pasando.

Por más que luche contra el destino, es indiscutible que al final, la mejor decisión que puedo tomar, es asumir las consecuencias de mis malos actos.

Visité después de muchos años, el parque al que solía venir cuando era solo una niña. Todo se ve tan pequeño, viéndolo desde la perspectiva de una adulta y no de esa niña ingenua, despreocupada y soñadora que solía ser. Por mucho tiempo lo consideré el paraíso en la tierra. No necesitaba amigas, ni siquiera la compañía de mis padres, para divertirme y pasarla bien aquí.

«Quisiera volver a ser esa niña».

Alguien se sentó al lado mío en el mismo banco y me extendió un pañuelo blanco de tela. No había visto quién era, pues no pensé que conocía a la persona. Lo que me hizo reconocerlo fueron las iniciales que tenía bordadas el pañuelo. Me sorprendió que fuera Fabián. La realidad es que lo único que podía oler era sangre, por eso no reconocí su perfume.

Dudé en tomar el pañuelo, tal vez porque aún estaba resentida por todo. Odiaba que una parte dentro de mí se sintiera feliz de verlo ahí, pero más odiaba el hecho de seguir siendo tan ingenua e ilusa como para creer que sí está ahí es porque le preocupa cómo estoy. Seguramente quiere asegurarse de que no vaya a la policía.

«¿Por qué otra razón más podría ser?».

—¿No te vas a limpiar? Tienes asustados a los niños con tu aspecto.

Tomé el pañuelo e intenté limpiarme la nariz, pero me dolió mucho tocarme el área.

—¿Quién te hizo eso?

—¿Por qué actúas como si te importara? No tienes que actuar delante de mí. Aquí no está mamá para que asumas el papel de padrastro preocupado.

—Eres tremenda ingrata.

—Lo dice el mismo que no le importó dejarme atrás y sola.

—En primer lugar, te recuerdo que quien quiso largarse de la casa fuiste tú. Si estabas tan decidida a irte, asumí que fue porque ya tenías un plan y un lugar a donde ir. ¿Quién soy yo para arruinar tus planes?

—Tuviste razón y odio tener que dártela. Creí que tenía un lugar seguro, donde siempre tendría las puertas abiertas. Se suponía que sería así, pero ya ves.

—¿Dónde están tus maletas?

—Probablemente no se salvaron de ir al contenedor de basura…

—¿Qué vas a hacer? ¿A dónde irás?

—No lo sé. No tengo a nadie.

Se levantó del banco, guardando sus manos en los bolsillos.

—Ese es tu grandísimo problema. Que cuando tienes a alguien no lo aprecias. Las personas como tú, terminan así; solas—se alejó, caminando a pasos lentos, hasta que se detuvo de golpe—. ¿No te vas a mover?

«¿Está esperando que lo siga?». No lo entiendo. Pensé que con lo que dijo antes era una manera de dejarme saber que no iba a ayudarme.

Lo seguí a paso lento hacia su auto, sin atreverme a alcanzarlo.

«¿Y si lo que busca es dejarme atrás como esta mañana?».

—¿Tengo que decirte todo lo que vas a hacer o qué? —me abrió la puerta del auto, invitándome a entrar—. ¿Se te reinició el cerebro con el golpe?

—¿Cómo sabes que fue un golpe?

—Porque una pared no se te va a atravesar. Sube.

Terminé subiéndome al auto. Es irónico que he buscado la manera de huir de él a toda costa y ahora aquí estoy.

—Te llevaré a la casa, pero hay ciertos puntos que debemos tocar antes. Si vas a quedarte en mi casa, quiero que tengas presente que de hoy en adelante habrán reglas.

—¿Qué reglas?

—Ya eres una mujer adulta. Debes tener aspiraciones, ser más responsable e independiente. Tu madre siempre estuvo buscando tenerte en una maldita burbuja, pero yo no estoy de acuerdo con eso. Es tiempo de que madures, busques superarte y consigas un trabajo. Sé que quieres seguir estudiando, pero puedes hacer ambas cosas.

—Entendido.

—Hay otras cosas importantes. No quiero amistades visitando la casa, mucho menos hombres. Si vas a verte con alguien, al menos hazte la difícil y pídele que te lleve a un hotel. Si quieren ahorrarse el dinero, hay otros sitios, pero en mi casa no. 

—Bien.

—No embarazo.

—¿Qué?

—Si sales embarazada, te irás a vivir con el padre del bebé, porque no pienso mantener hijos ajenos.

—En ese aspecto, puedes estar tranquilo.

—Bien. Y lo último, pero no menos importante; no importa lo que veas dentro de las cuatro paredes de nuestra casa, tienes prohibido abrir la boca.

Esa regla fue la más extraña de todas y me generó cierto desconcierto, aunque no me atreví a preguntar.

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