SEIS
Me amo a mi misma, te amo, te amo,
me amo a mí misma, soy tu amante,
ven a mi lado, abriré la puerta a tu amor.
La función terminó en medio de ovaciones, muchas veces se sorprendía al ver el recinto completamente lleno después de tantas presentaciones consecutivas. Por algunos diarios, se había enterado de que muchos de los espectadores provenían del interior de país, y otros de algunas partes del mundo. Consagrando poco a poco el éxito internacional.
Había obtenido algunas propuestas para el cine, pero hasta ahora no se animaba, su pasión era el teatro, estar compartiendo con el público en vivo y directo, llenarse de esa energía que ellos desprenden, y que a través de una pantalla sería imposible percibir.
Karen lo retuvo un momento detrás del telón, pidiéndole el favor que la llevase a su casa, porque su esposo no podría pasar por ella, y necesitaba llegar temprano.
—Es que mi suegra no puede dormir a Lucas, tiene algunas mañas —le comentó su compañera de escena y amiga.
—Está bien, puedo llevarte, así aprovecharé y jugaré unos minutos con mi ahijado.
—¡Vaya! Recuerdas que es tu ahijado, yo pensé que lo habías olvidado —le dijo la chica con burla.
—No exageres Karen.
—Solo estoy bromeando, que amargado que eres Nicholas, no sé cuándo vas a cambiar ese carácter —acotó palmeándole un hombro y salieron del teatro.
Al llegar a la casa de Karen, se encontraron con el niño de un año, y cabello oscuro, dormido en los brazos de su abuela paterna, por lo que Nicholas no pudo cumplir su cometido.
Terminó por despedirse y en el quicio de la puerta saludó a Rodolfo, el esposo de Karen que justo llegaba, y quien aún siseaba al hablar algunas palabras por su acento español.
El castaño de ojos zafiro se despidió y subió a su auto, sabía que aún estaba a tiempo para ir a la cita de Audrey, pero había desistido, no podía seguir alimentando el fuego con el que jugaba porque podría quemarse, sabía que Audrey era peligrosa y no quería ser una vez más su víctima.
Su mirada se fijó en la caja que reposaba en el asiento trasero de su vehículo.
—Esta vez no tengo nada que perder, no tengo a quién perder... si ya nada importa, qué más da si termino por caer aún más bajo —se dijo mientras conducía a la dirección que estaba en el membrete de la tarjeta, que sin querer había memorizado.
Su mirada incrédula y sorprendida se posó en el edificio, según la dirección que recordaba.
Bajó del auto y elevó la cabeza para admirar el tétrico lugar que parecía estar abandonado, tal vez desde hacía algunas décadas, ya que la pintura estaba desconchada y estaba infestado de hongo. Realmente se encontraba bastante deteriorado; se encaminó al auto y abrió la caja. Sacó la tarjeta y verificó la dirección, era ese edificio, pero ¿por qué ese? Y no en el de al lado, el del frente o del fondo, este estaba deshabitado y producía espanto.
—Te has tomado el tema en serio —se dijo, y sin darse cuenta tragó en seco.
Nicholas se armó de valor, sacó la capa y la máscara, se encaminó sin colocarse ningún atuendo y subió los tres escalones, la puerta crujió fantasmagóricamente.
—¡Maldita loca! —exclamó en voz muy baja.
Al entrar, como era de esperarse, estaba completamente vacío atestado de polvo y telarañas. El piso de madera gruñía a cada paso que él daba, era como si se quejase por su peso.
Su mirada captó en el primer escalón de la escalera una vela encendida y a su lado un ramillete de gladiolos, según algunos supersticiosos asociaban a la flor con la muerte, otros con el erotismo y sensualidad, él no se iba por ninguno de los dos.
Debajo del tallo se encontraba una nota.
A la muerte se le toma de frente con valor
y después se le invita a una copa.
Nicholas sabía que era una frase de Edgar Allan Poe y que en ese caso él era la muerte, lo que quería decir que ella le estaba invitando a pasar y después tomarse una copa, su mirada se dirigió a la posdata.
P.D: Cuidado con las escaleras, podrías terminar en el sótano y no te quiero abajo, te quiero arriba, eso incluye mi cuerpo.
Una parte traicionera del cuerpo de Nicholas reaccionó con una pulsada de dolor y excitación, ante las letras expuestas en la nota.
Prosiguió con su recorrido, haciéndolo con precaución, mientras se preguntaba mentalmente: en qué piso se encontraba. Su camino era iluminado por las débiles llamas de algunas velas y el lugar cada vez era más tétrico.
Estás en el tercer piso, es el quinto.
Otra nota con otro ramillete de gladiolos no pudo evitar que una sonrisa curvara sus labios y prosiguió.
Ya en el quinto piso al final pudo ver como una débil luz se colaba por debajo de una puerta, y un aroma cargado de sándalo lo inundaba todo, lo que le hizo respirar mucho mejor; sin siquiera pensarlo, dejándose llevar por el morbo y el jugueteo, se colocó la capa y la máscara roja.
Acortó la distancia y antes de girar el pomo, inhaló profundamente y después exhaló rápidamente, sabía que ya no había marcha atrás y que debía afrontar el momento. Abrió y sus ojos recorrieron lentamente la escenografía, maravillosa.
El lugar era exactamente igual a como lo describía Allan Poe en el cuento. Cubierto completamente con colgaduras de terciopelo negro que abarcaban techo y paredes, cayendo en elegantes pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad, apenas tenía dos ventanas como de tres metros de alto y de ancho un metro y medio, los cristales eran escarlatas, el escritor los había denominado color sangre, en ese caso el autor describió la iluminación en la caldera del pasillo y que atravesaban los cristales, pero como las dos únicas ventanas que habían daban hacia afuera, Audrey optó porque la iluminación fuese interna.
Velas que se desgataban lentamente sobre candelabros góticos en los puntos cardinales de la habitación, lo que más le cautivó fue el gran reloj de ébano, que marcaba las diez en punto.
—La muerte de la máscara roja es inglesa —se dejó escuchar la voz cargada de sarcasmo de Audrey, quien se encontraba parada observando el exterior a través de una de las ventanas.
La pelirroja se dio la vuelta y se mostró ante Nicholas, llevaba un vestido negro con algunos bordados rojos, que se ceñía perfectamente a su cintura, con un escote que lo hizo tragar en seco, al ver las medias colinas de sus senos expuestas y relucientes que los incitaban a ser besados, un antifaz negro, con brillantes y plumas, era la guinda del pastel.
No recibió respuesta, solo lo vio ahí parado con la capa y la capucha que poco le dejaba ver la máscara roja, pero para ella era una muerte imponente, con una elegancia que lograba que sus piernas temblaran bajo su vestido.
Mientras se la comía con la vista a medida que se acercaba a esos ojos zafiros que brillaban fieramente a través de los orificios de la máscara, y si Nicholas fuese la muerte no sabría cómo controlarse, posiblemente su mirada ya la hubiese fulminado ante la intensidad, provocando que su vientre se contrajera ansioso.
Audrey se puso de puntillas y besó los labios de yeso rojo barnizado, con las yemas de los dedos acarició el borde de la mandíbula del mismo material, y la muerte no se inmutaba solo la miraba fijamente, como buscando algo en ella.
Nicholas, definitivamente se encontraba bajo un hechizo. Sentía su corazón latir como no lo había desde hacía seis años, se estaba sacudiendo el polvo y las telarañas, estaba bombeando ante un sentido, ante un sentimiento al cual no quería prestarle atención, no quería hacerlo. Era lo que su cabeza le gritaba, pero este no paraba en su desenfreno y sus nervios se alteraban en el mejor de los sentidos.
Se acercó y con sus nuevos labios de yeso, rozó la mejilla femenina, la cual le activó una alarma los sentidos y las pulsaciones de excitación, cuando ahogó un jadeo en su oído, ese sonido primitivo, junto al calor, el color, las texturas y el aroma a sándalo en el ambiente era lo más erótico que alguna vez hubiese experimentado, todo ese juego escalofriante le hacían hervir la sangre.
Audrey elevó sus cabellos con una mano, para darle mayor libertad a Nicholas, ofreciéndole su cuello para que lo recorriese de la misma manera que lo hizo con su mejilla. Recibió de él una profunda mirada, esa en la cual ella quería ahogarse y morir, sintiendo su corazón latir rápidamente, estrellándose de manera brusca contra su pecho, él se dio cuenta porque fijó la mirada en el subibaja intenso y desesperado de sus senos en el escote.
Y cayó en la tentación, rodó cuesta abajo, arrastrado por el pecado, se acercó al cuello femenino y acarició con labios y nariz de yeso, la piel suave como el mismo terciopelo que los envolvía, dejando la respiración tibia en las pulsaciones en su cuello. Su mirada zafiro se ancló en los latidos descontrolados que se apreciaban en la vena, y sin poder resistirse más, elevó la mano y la posó en la parte posterior del cuello, presionando con su pulgar el conducto de torrente sanguíneo, sintiendo los latidos palpitar contra su yema.
—¿Esto a qué se debe? —La voz de él se escuchaba ahogada por la máscara.
—También me gusta jugar, usted es la muerte y yo soy la reina.
—Egocéntrica, el de la obra es un príncipe. —La voz de él denotó cierta alegría, a causa de la gracia que lo embargó ante las palabras de ella.
—Sí, lo sé perfectamente, pero prefiero ser reina... gobernar absolutamente todo—. Llevó su mano entre la capa y tanteo el miembro del chico—. ¡Esta muerte tiene más vida de lo que pensé! —La carcajada se ahogó en el oído de Nicholas, provocando que él se estremeciera ligeramente—. Digamos que, si puedo provocar una erección en la muerte, podría gobernar el universo.
—Menos a la muerte, la reina tendrá que someterse a las torturas que en este preciso momento improvisaré. —Le advirtió con el tono más sensual que alguna vez hubiese poseído.
—Eso suena muy interesante. —La voz de ella fue un estallido sensual, y Nicholas caminó lentamente alrededor de ella, admirando el lugar y buscando su mejor método de tortura hasta que lo vio en las ventanas, pasó un brazo por encima de los hombros, cubriéndola con la capa y la guio.
Cuando contaba con catorce años la curiosidad lo dominaba y quería saber por qué su padre tenía reuniones los viernes por las noches y regresaba los sábados entrada la tarde. Esa era la rutina que marcaba Edward Mansfield, desde que él tenía uso de razón.
Dispuesto a enterarse, un viernes por la noche lo siguió a lo que era una especie de abadía, donde lo esperaron dos hombres que le ofrecieron una capa y una máscara parecida a la que él lleva puesta en ese momento, pero la de su padre en ese entonces era negra y dorada.
Su gran destreza, era escabullirse, por lo que buscó una entrada fácil, por uno de los lados laterales, rompió un vidrio y logró entrar, escondiéndose detrás de las esculturas de mármol. Absorto ante el lujo que reinaba en el interior, y como muchos hombres al igual que su padre, llevaban capas y máscaras, a ningún les supo el nombre, pues se llamaban de otra manera y Edward Mansfield en ese mundo era conocido como "La Fiera".
Ellos entraron a un salón y él subió las escaleras, al percatarse de la gran cúpula de cristal, desde ese lugar observó claramente el salón donde se llevaba a cabo una reunión.
Todos se quitaron las máscaras y eran en su mayoría hombre de poder, contó cinco duques entre otras personalidades influyente del Reino Unido, los símbolos y esculturas las grabó en su memoria y con el tiempo supo que era de la orden de los Illuminatis.
La reunión terminó, se colocaron nuevamente las máscaras y ellos se dirigieron a otro salón, por lo que él corrió alrededor de la cúpula, tratando de hacer el menor ruido posible, lo que presenció por más de cinco horas, lo dejó sin palabras y sin poder creer que su padre perteneciera a esa secta donde llevaron a cabo una orgía salvaje, en medio de torturas a las mujeres que ahí los esperaban, Edward Mansfield, quien siempre se mostró ante él como un ser justo, no era más que un enfermo.
Con esto terminó de erradicar el poco respeto que sentía hacia él, fue por eso por lo que decidió largarse a América a buscar a su madre, y alejarse definitivamente de su padre porque temía que terminará involucrándolo en ese mundo.
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