Akito, mi pequeña gran mascota...
Sucedió una tarde de verano, cuando yo apenas tenía cinco años.
Era la hora de la siesta. Mamá dormía y papá trabajaba afuera; mis hermanos y yo, mirábamos una película.
Cada día lo mismo...
Pero ese día fue diferente...
En mi casa había un perro, que según mis hermanos era de ellos porque eran varones.
Lloriqueando le contaba a mamá, quien me decía que no me preocupara, que no era para tanto. Papá me decía que ya lo solucionaría.
Y esa tarde la solución a mi falta de mascota quedó solucionada y nuestras vidas cambiaron de rumbo.
Papá llegó del campo más temprano que nunca. Me entregó una rara especie de animalito, muy pequeñito, de cuello y cola larga, minúsculas orejas en una cabeza, también, bastante pequeña. Destacaba su enorme bocaza, que parecía estar siempre sonriendo.
Yo me emocioné al verlo y saltaba jubilosa hasta que me detuve de golpe y pregunté:
- ¿Qué es esto, papá?
- No lo sé- replicó- Lo encontré solito junto a la rueda del tractor. Parecía esperarme.
- ¿Solito? ¿Sin mamá? - pregunté
- Sí... solito. Por eso te lo traje de regalo.
Volví a saltar, demostrando mi alegría.
Mis hermanos se reían de mi mascota, pero le hice caso a mamá y no les di corte.
- Vamos a darle leche! - dije
Mas cuando le acerqué la leche, Akito (así le puse de nombre), la olfateó y se alejó.
Le dimos carne picada... Tampoco la probó.
Lo llevamos al patio y comenzamos a darle hojitas y ¡se las devoró!!! Ya supimos algo de ese extraño ser: era herbívoro.
Durante el resto del día y toda esa noche, Akito no dejó de comer. En el jardín de mamá no quedó nada verde.
Al otro día me llevé una gran sorpresa: ¡Akito había crecido muchísimo! Y continuaba con mucho apetito.
El jardín estaba en ruinas por lo que debía salir a buscar alimentos para mi mascota. Con papá trajimos lechugas y hojas de calabaza, pero un cajón de lechugas y otro de hojas verdes, fueron devorados por Akito en menos de un minuto. Papá salió en el camión y volvió con una tremenda carga de diferentes ramas de árboles.
Akito comía y crecía... crecía y comía...
Ya no sabíamos qué hacer para satisfacer su enorme apetito, pues a medida que crecía, necesitaba alimentarse más.
Al sexto día de estar en casa, Akito estaba enorme y casi no podía moverse, el patio de casa le resultaba muy pequeño.
Mi mascota y yo nos entendíamos con solo mirarnos. Esa mañana Akito me miró y comprendí que quería subir a la azotea. Con pasos torpes comenzó a subir los escalones, haciendo saltar las baldosas. Cuando llegamos a la azotea arqueó su larguísimo cuello y con su pequeña cabeza comenzó a empujarme hasta que comprendí que quería que me subiera a su lomo. Sin pensarlo dos veces me trepé a él y me prendí con mis dos brazos a su cuello. En ese momento, se desplegaron dos enormes alas de sus costados, alas que nunca había visto, y comenzó a elevarse cada vez más alto.
Papá nos llamaba con desesperación, pero al ver que Akito no se detenía, comenzó a perseguirnos con el camión.
Yo no sentía miedo; volaba alto con Akito y veía a papá en su camión. Gritos y carcajadas de alegría salían de mi garganta. Aquello sí que era una mascota de verdad. ¡Ya se los diría a mis hermanos!
Llegamos al campo de la aviación y Akito comenzó a descender. Una vez en el campo, se acercó a mí y me abrazó con sus alas. Yo quedaba perdida entre ellas pues él estaba enorme. Me miró, miró a papá y se fue retirando. Yo entendí que debía irse solo.
Cuando ya dejamos de verlo, regresamos a casa. Yo lloraba...
- Mañana vendremos de nuevo.
- No - me dijo papá - vendremos el sábado.
- ¿Recién el sábado? ¡Son muchos días, papá!
- El sábado - repitió papá
Llegó el día tan esperado y partimos todos a la aviación. Papá al volante y yo a su lado; mamá y mis hermanos en el asiento trasero.
Mis hermanos se burlaban de mí, pero mamá ponía orden.
Al llegar al lugar empezamos a buscar a Akito pero no aparecía por ningún lado.
Mis hermanos se aburrieron y se fueron a jugar a la pelota.
Yo seguía llamando a mi mascota, cada vez más angustiada.
De pronto la tierra comenzó a abrirse a mi lado.
Se hizo un pozo profundo y en su boca grité:
- ¡Akitooooooo!!!
Junto con mi grito... mis lágrimas cayeron sobre una plantita y como por arte de magia, la planta comenzó a crecer hacia abajo, formando escalones.
Sin dudarlo comencé a bajar por ellos. Parecía no tener fin...
De pronto apareció una enorme cueva y en ella... ¡Akito!
Lo abracé y lo miré a los ojos... ¡estaba tan grande!
Me contó que ese era su hogar. Un hogar lleno de magia. Con temor le pregunté si no corría peligro. Me dijo que no, pues el pozo se abría solo si percibía sinceridad y la plantita crecía solamente en presencia de amor verdadero.
Me fui feliz de la cueva y regresé cada sábado.
Pasado un tiempo y en un día de visita, noté algo extraño en Akito.
- ¿Te pasa algo? - le pregunté
En su mirada leí que sí.
Me indicó que subiera a su cuello y me llevó por pasillos oscuros hasta que divisé una enorme sala iluminada por los rayos del sol, que se colaban por invisibles grietas. Allí, en el centro de la sala, había un ser muy parecido a Akito y dos pequeñitos, tan pequeños como el Akito del día en que papá me lo llevó en su bolsillo.
¡Akito había formado una hermosa familia!
En algunas ocasiones llevé a mis hermanos a la cueva. No podían disimular su asombro... y ya nunca más me molestaron con el tema de las mascotas. Admiraban a Akito y yo me sentía muy orgullosa de mi enorme mascotita.
¡Ah! Olvidé decirles que Akito es un hermoso dinosaurio.
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