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1-Bandida

                        En medio de la nada Tellus creó un gigante ser, un coloso con un poder que solo rivalizaba con su tamaño, pero el coloso experimentaba una enorme soledad.

Miró el sol para calcular la hora, no le gustaban los relojes; el único adorno en su muñeca era una enredadera de la planta Noctis, que utilizaba como pulsera. Notó que todavía tenía tiempo antes de su cita, así que se encaminó hacia un sendero bordeado por un río, rodeado de árboles de gran tamaño con flores blancas y rosadas. El viento agitaba las ramas, otorgándoles un aire majestuoso, como si estuvieran bailando al compás de una música imperceptible.

Para la joven de baja estatura, la vista de flores y plantas coloridas era un gran deleite. Se sentó en el camino a contemplar las flores hasta que el sol le indicó que era mediodía y que su esperada cita se acercaba.

Suspiró y continuó su camino. Más adelante, divisó un parque infantil, su destino. Se sentó a esperar, sabiendo que su interlocutor solía llegar tarde, por lo que no se sorprendió por la demora. A lo lejos, notó a una mujer que la observaba disimuladamente, pero no lo suficiente como para escapar de la perspicacia de Epify, quien se dirigió hacia ella.

—Kopiatu, hoy tienes un rostro encantador —dijo la joven.

—¿Qué hubieras hecho si te hubieras equivocado de persona? —respondió burlona la mujer.

—Estabas mirándome. Si no fueras tú, habría sido un enemigo y me habría tocado pelear.

—Si otro gudariak te encontrara, querría matarte —dijo la mujer mirando a Epify —. ¿Sabes que podría vender la información de que eres una gudariak? Eso me daría muy buenas ganancias.

—Hazlo si quieres, no me queda mucho tiempo de vida. No veo sentido en cuidar cosas efímeras.

—Qué fría.

—En realidad, no me importa eso. Aquí tienes el dinero, dame lo que prometiste —dijo Epify, extendiendo una bolsa de tela.

—Aquí lo tienes: una identidad falsa, un pasaporte y un billete de dirigible a Aidnaliat. Son tres mil urreas —dijo la mujer, entregando un sobre con el contenido.

Epify revisó el sobre para verificar el contenido y entregó la bolsa. La mujer mostró una mueca de desagrado. Epify, que solo podía conseguir dinero robando, sabía que las personas raramente llevaban billetes de alto valor en Salanti.

—Bueno, supongo que no me queda más remedio que aceptar tu pago en forma de limosnas.

—A ti no te importa cómo consigo el dinero, siempre y cuando pague la cantidad acordada. Míralo como si te hubiera dado suelto para comprar dulces.

—Muy graciosa. Si eso es todo lo que necesitabas, me voy —dijo la mujer —. Lo mismo de siempre: no le digas nada a la anciana, no quiero problemas.

—De mi boca no saldrá ni una palabra sobre ti. Todo lo que hago es para escapar de esa mujer, y si ella supiera que hago tratos con un demonio, primero me mataría a mí antes de ir por ti —dijo Epify para sí misma mientras la mujer se alejaba.

Caminó por las calles de la enorme ciudad, teñida de gris como el cielo nublado que presagiaba una tormenta. Los rascacielos se alzaban desafiantes, como desafiando a los dioses. El aire era pesado y asfixiante, impregnado del humo de la quema de carbón. No había prados en la zona urbana; era una ciudad que parecía haber perdido su alma, al igual que sus habitantes, absortos en sus asuntos y ciegos a los desvalidos que los rodeaban.

Epify regresó a su refugio, una antigua librería con las paredes agrietadas y descoloridas. Antes de entrar, tocó su mejilla, aún amoratada por el golpe de la noche anterior. Al entrar, vio que estaba vacía como siempre, con estanterías cubiertas de polvo y el suelo crujía bajo sus pies. Avanzó hacia la trastienda, donde una anciana la esperaba con una mirada que la hacía sentir como una presa ante su cazador. Apresuró el paso hasta llegar a unas escaleras que llevaban a un segundo piso, convertido en un modesto apartamento.

En la sala encontró a Sunan, un niño con la piel más oscura que la suya y el cabello negro.

—Hola, Sunan —saludó Epify.

—Hola —respondió escuetamente.

A pesar de su evidente timidez, Epify no encontraba desagradable al niño. Era la persona que mejor la había tratado en mucho tiempo, aunque tampoco tenía mucho contacto con otras personas, solo con su abuela, Sunan, Argent y los dragones del consejo, sus médicos y profesores.

Epify observó a Sunan, sabiendo que si quería escapar de ese lugar, tendría que hacer algo desagradable con él. La vida le había enseñado que la virtud solo traía dolor y sacrificio no retribuido.

—Sunan, ¿ya has almorzado? —inició Epify para romper el hielo.

—No... nunca he sido muy bueno... cocinando —balbuceó el niño.

—Entiendo. ¿Quieres que te enseñe a preparar algo y, de paso, te hago algo para comer?

El chico no contestó con palabras, pero asintió con la cabeza, su rostro encendiéndose de vergüenza.

—Deberías aprender a cocinar. Es una habilidad básica para sobrevivir.

—Lo sé... es solo que... a mi mamá nunca le gustó que me acercara al fuego —dijo Sunan, enredándose con sus propias palabras.

—No hay problema. Te puedo enseñar a preparar arroz. No es muy difícil y es algo que te puede sacar de un apuro.

—Sí...

Epify se dispuso a hervir el agua con cebolla, ajo y sal, mientras explicaba cómo medir las cantidades y cuándo agregar cada ingrediente. Al ver que el chico se relajaba, decidió que era el momento de iniciar su plan.

—Mencionaste a tu madre. ¿Cómo era ella? Me da curiosidad, ya que nunca tuve una —preguntó Epify.

—Era muy amable y buena persona. Cuidaba mucho de mi hermano y de mí.

Epify reprimió un gruñido; eso no era lo que le interesaba.

—Ella era una cazadora de bestias, ¿no es así? —dijo, guiándolo hacia su objetivo.

En ese momento, Epify aprovechó su don de dragón. Podía sentir las emociones y sensaciones de los demás como si fueran propias y hacer que los demás sintieran las suyas cuando tenían algún tipo de contacto. Con esa habilidad, podía influir en las acciones de otros, pero no podía obligarlos a hacer algo que realmente no quisieran.

—Todos éramos cazadores de magia; es decir, nos dedicábamos a matar criaturas mágicas que podían ser peligrosas para los humanos cerca de la capital agrícola de Alaya, Aidnaliat. Por los lados de una reserva natural al oeste de la ciudad, suelen aparecer bestias.

Epify había conseguido la información que necesitaba. Ya sabía dónde se concentraban la mayoría de las bestias, lo que significaba que tenía una idea de dónde se encontraba un portal al continente Tártaro, su destino. Desde que fue llevada a Salanti, había estado planeando su escape a Tártaro, donde vivió su más tierna infancia y donde, como último deseo, anhelaba morir.

Fingió seguir atenta a lo que Sunan decía mientras continuaba cocinando, aunque ya había perdido el interés.

—Hoy viene Argent a entrenar con nosotros en la tarde —comentó Sunan mientras se sentaba frente a ella para comer, una vez terminaron de cocinar.

—Hoy toca verle la cara al engreído ese —dijo Epify desganada.

—Él es... buena persona, no sé por qué lo odias tanto.

—Odio a todos los vigías, él es un viator, es decir otro vigía.

—Pero los vigías protegen al mundo de seres oscuros como bestias, demonios y muertos. No creo que nadie pueda odiarlos realmente.

—Los odio por ser la autoridad. Los poderosos solo se disfrazan de justicia para perpetuar su superioridad y minimizar a los demás. La autoridad solo sirve para abusar de su poder en base a sus prejuicios.

Aquellos que eran "la autoridad" mataron a sus amigos frente a ella, lo más desagradable era cuando la tocaban, para torturarla. Por su don, los sentimientos de esas personas quedaban dentro de ella como si fueran propios. Al ver a un amigo siendo torturado, le producía satisfacción. Eso le hizo generar un autodesprecio que nadie podría entender nunca.

—No estoy de acuerdo... Olvídalo, perdón. —Sunan se sintió intimidado por la mirada violeta de la chica —Ustedes dos son de las islas de Hic Sunt y ambos son dragones celestiales, ¿no deberían llevarse bien por eso?

—No creo que tú te lleves bien con todos los humanos de Aidnaliat, es más, estoy segura de que, si nos encontráramos con un gudariak, aunque fuera humano aidnaliatense, a él no le importaría nada y trataría de matarnos. Ser de un mismo país y raza no es más que una etiqueta que te hace sentir parte de un grupo, pero al momento de la verdad de nada sirve, la etiqueta se disolverá en las aguas del egoísmo.

—¿Tú estás dispuesto a matar a otros para ganar? ¿Tú realizarías una acción egoísta incluso en contra de tus iguales?

—Soy capaz de sacrificar lo que sea con tal de saciar mis deseos egoístas, pero dada la situación en la que estoy, no. Es imposible que pueda ganarles a tantos seres elegidos por dioses en esta guerra estúpida. Ni siquiera entiendo por qué un dios me eligió a mí.

—Eres la nieta de un dios, es natural que alguien te escogiera. Además, a pesar de tu enfermedad, eres fuerte. Yo, por el contrario, soy un ciervo en una jaula de leones.

—Pero ni mi abuela me eligió. Ella te eligió a ti y no hay día en que mi abuela no me recuerde cuán inútil soy y que preferiría a alguien como tú o Argent de nieto.

Unos pasos sonaron avisando que otra persona se les uniría, por las escaleras apareció un chico de unos catorce años. Sus ojos celestes parecían cristales, similares a los de Epify, característica típica de dragones celestiales y sus huevos.

—Hola, Epify, Sunan —saludó el recién llegado.

—Hola Argent, ¿cómo estás? —Sunan lucía contento de ver al nuevo.

Epify solo movió su cabeza a modo de saludo, intentaba ser cordial, pero no quería seguir compartiendo lugar con el vigía. Se levantó y caminó hacia su habitación, pero fue seguida por Argent.

—¿No puedes tan siquiera saludar bien?

El recelo a los vigías nacía de algo horrible que le hicieron a un ser que alguna vez fue su amigo. Lo arrestaron por una cosa que fue culpa de unos ángeles, lo torturaron de formas similares a las que hicieron con ella y sus otros amigos, cuando los capturaron hace seis años.

—A ti no te importa lo que tenga que contar y yo no quiero estar ante alguien que me trata con condescendencia y lástima. Te pavoneas de tu superioridad moral, pero eres igual que aquellos que ven personas pasando hambre y se sienten la epitome de la bondad por tirarles una moneda, cuando esa moneda no solucionará los problemas reales de esas personas.

—Solo trato de ser comprensivo dada tu condición. —Él miró las prótesis en brazo y pierna de la chica, además de hacer referencia a su enfermedad.

—Si tanto me cuidas, ¿por qué nunca haces nada cuando la bruja me golpea? —Epify se llevó la mano a la mejilla para mostrar su hematoma.

—Ella es tu tutora legal, no puedo entrometerme cuando te castigan.

—Básicamente es un "si te golpean es porque te lo mereces", por eso me desagradan los vigías. Nunca me has preguntado por qué me castigaron, solo asumes que si la bruja lo hace es por causa justa. ¡Así son para todo! Si alguien hiere a una bestia o demonio, es porque se lo merecen, nunca escuchan la otra versión de la historia.

—Por lo que veo te sigues considerando una bestia, tú eres un dragón celestial. ¡Es diferente! —Argent dudó —. Más bien un glainne de dragón celestial, no un terrible monstruo como las bestias.

—Ahora ya me rebajaste, ni a dragón llego, solo soy un glainne. Un maldito huevo de dragón.

—No lo dije a mal, yo también lo soy.

—Pero convertirse en un dragón real es mejor que ser un simple huevo incompleto.

—Si, si nos convertimos en dragones tú sanarías y yo sería más fuerte.

—Y una vez obtengas ese poder, ¿qué harás? —La chica intentaba arrinconarlo.

—Quiero ser un héroe que pueda proteger a todo el mundo, representar un signo de esperanza para todo aquel que pase por un momento difícil.

—Aburrido —dijo con voz socarrona.

—¿Qué es lo aburrido?

—Tus mentiras. Dices que protegerás a todos, pero ese todos no incluye a las bestias y demonios, solo protegerás a aquellos que está bien visto que protejas, eso no es un héroe y nunca lo será. Yo soy basura, pero al menos lo acepto. El bueno es recompensado con desventuras, todos se aprovechan de él y le dejan las migajas de todo lo que dio. En contraposición, el malo es castigado con opulencia, amasa riquezas y puede llegar a tener tanto poder que está por encima hasta de la ley. Al menos yo reconozco de frente que quiero estar en el segundo grupo, tú solo buscas pertenecer al segundo grupo mientras predicas como si estuvieras en el primero.

—No es verdad y tú eres un ser desagradable.

—Ya lo dijiste, ahora sal de mi cuarto, que un chico invada la habitación de una chica para incordiarla es muy poco caballeroso de tu parte, para ser un héroe. —Lo último lo dijo con un toque de burla.

El chico se retiró, lo cual ayudaba a Epify a estar más tranquila, se reconfortó pensando: «Hoy es la última vez que lo trato». La niña sabía que existía algún portal para ir hasta Tártaro en Aidnaliat, pero no tenía idea de donde hasta ese día que le había sacado la información a Sunan, también tenía listo todo para escapar.

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