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Capítulo 34: Cambios

—Lale, mi niña, discúlpanos —me dijo mi mamá mientras caminábamos a casa—. En verdad, no tenía ni idea de que en el fondo lidiaba con mis propios problemas.

—Ana, es verdad que te pasaste. Lo que le dijiste de irse de la casa fue muy duro —mi papá dijo sin pelos en la lengua—. Es verdad que es solo una adolescente, pero esas palabras fueron fuertes. Yo tampoco sé manejar mis emociones, no había reaccionado.

—Lo sé... Discúlpame, Lale. No sé qué más decirte —mi madre hizo una mueca de desesperación y miró hacia otro lado.

Tomé un suspiro.

—No te preocupes, mamá. Yo los perdono, al final ustedes son mis padres, siempre han estado conmigo... Y esto solo fue una tontería.

En este momento, no supe si lo dije porque en verdad lo había superado, o si era una consecuencia de negar mis sentimientos. De cierta forma, las heridas siempre dejarán cicatrices que te recordarán que estuvieron ahí.

—No mi niña, nos portamos mal contigo. Debemos cambiar, Ana. Me sentí bien cuando el doctor reconoció mis emociones, eso de alguna forma u otra reconforta: el saber que alguien de entiende, y que no eres la mala persona de la historia.

—Estoy de acuerdo contigo, papá. 

Llegamos a casa, y ellos decidieron darme mi espacio en la habitación. Me miré al espejo, y de pronto enfoqué mi muslo, me deshice de la tela que lo cubría y descubrí que efectivamente, la herida había dejado una cicatriz. Diablos. 

Lo bueno es que estaba en un área poco común, digamos que con el tiempo no resultará importante. 

¿Hasta dónde llegué?

Llegué a odiarme tanto a mi misma, tanto que quise desaparecer, que mis emociones me daban asco, que verme en el espejo como lo hacía ahora parecía una tortura. Pero gracias a la vida, ya encontré la raíz del problema, ya la sacamos, ahora solo falta sanar con el tiempo, algo que estoy segura que voy a poder hacer.

La confianza empezará a volver, así como la felicidad. Quizás nada vuelva a ser como antes, pero sí puede ser mejor. 

Al día siguiente, me levanté haciendo labores del hogar. Era sábado, y si quería que las cosas cambiaran, también debía poner de mi parte. 

—¿Lale, cómo está Mateo? —de inmediato se me cayó el trapeador que tenía entre mis manos y rebotó sobre el suelo ante la pregunta de mi madre.

—Ehhh... —me agaché y mi mano temblorosa trataba de tomar el trapeador en varios intentos fallidos—. ¿Mateo? ¿Mateo, el que fue a la playa con nosotros?

—Si, tu novio. 

Espera, ¿QUÉ?

Me levanté abrupta y casi me resbalo con las chancletas. Me aguanté del trapeador y luego me apoyé en la pared. Casi termino en el suelo.

—Espera, mamá, creo que te estás confundiendo... —le sonreí un poco nerviosa—. Te estás confundiendo porque yo no tengo novio.

—¿Cómo? ¿Y entonces qué es lo que hay entre tú y Mateo? —mi padre se aproximó a mi con una ceja elevada, pero divertido esta vez.

Por Dios, el corazón me estaba latiendo muy rápido.

—Ehh... 

Realidad a Lale...

Reconectando...

Desconexión del servidor...

Reconectando...

—Ehh... Papá... —le sonreí—. ¿Cómo te explico? Mateo y yo solo somos amigos...

—¿Y cuándo te va a decir algo? Vamos que se nota que ustedes sienten algo el uno por el otro.

El calor de todo un desierto subió a mis mejillas, veía borroso y empecé a reírme por los nervios.

—Papá, por favor... —le dije entre risas.

—Que no sea cobarde, yo no tuve miedo de confesarle mi amor a tu madre —la miró de forma pícara y ella empezó a reírse. 

¡Me va a dar algoooo!

—¡Me voy que tengo que seguir limpiando! —cogí la cubeta y me dirigí a mi cuarto.

—Pero si no has terminado la cocina, Lale —gritó mi madre.

—Déjala, Ana —llegué a escuchar cómo mi padre le decía y luego escuché los pasos de ambos alejandose de mi.

¿Y a estos qué moscos les picó?

¿Mateo mi novio? ¡Por favor!

He estado tan desconectada del mundo romántico que ni siquiera sé en qué quedó lo de Mateo. Ni siquiera sé si aún siento algo por él, es más, ya creo que Mateo salió de mi corazón. Tampoco he sabido más de Rosalía y Anelía, me he encerrado tanto en mi mundo que me he olvidado de socializar. 

Sin embargo, una llamada lo iba a cambiar todo… Y parte de mi modo de vida iba a depender de cómo actuara en este momento.

Mi teléfono comenzó a sonar con el nombre de Anelía brillando en la pantalla. Fruncí el seño ante esta extraña sorpresa. Anelía no me llamaba desde la vez que discutimos por el movil, y eso fue hace varias semanas. 

Suspiré y deslicé el dedo por el celular para contestar. No estaba contenta, para nada, me sentía... ¿Resentida? 

—¿Sí? —contesté con tono neutral.

Pude escuchar sollozos al otro lado de la línea.

—Lale... Lale, no sabes lo que pasó... —su voz estaba entrecortada por el llanto. Sin embargo, esta situación hizo que me hirviera la sangre.

—A ver, dilo de una vez. Estoy ocupada —le mentí, siendo totalmente seca.

—¡Me dejó! ¡Me dejó, Lale! —empezó a llorar más fuerte — ¡Sebastián me dejó!

Comencé a mirar mis uñas, para ser sinceros, me daba igual y no sabía por qué. 

—Aja. —dije tras un silencio breve.

— ¿"Aja"? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? —pude sentir el desespero en su voz— ¡Estoy destrozada!

La sensación que creí desaparecer para siempre me golpeó, dejándome asqueada por estar siquiera contestando esta llamada. 

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que te prepare un té y te dé palmaditas en la espalda? —refuté con un tono que rosaba el asco.

—¡Se supone que eres mi amiga! —me gritó indignada.

—¿Amiga? —dije con sarcasmo y entre risas—. Qué curioso que te acuerdes de eso ahora.

—¿De qué estás hablando? —no podía creer que su voz denotara confusión. ¿Acaso nunca le importó cómo me sentía que ni siquiera sabe de lo que estoy hablando?

—¿De qué estoy hablando? —entonces elevé un poco mi voz— ¡De cuando me decías que dejara de llorar y que aguantara como una mujer cuando estaba sufriendo por la situación con mis padres! ¿Te acuerdas de eso, Anelia?

—Lale, yo... —bajó el tono de su voz.

—"Lale, yo", nada. —la interrumpí, comenzando a presionar mis puños —. Me permitiste quedarme en tu casa, sí, pero eso no significa que me apoyaste. Me dejaste sola con todo mi dolor, y ahora vienes llorando porque tu noviecito te dejó.

—Lale, por favor... —dijo suplicando.

—¿Por favor qué? —la frialdad que nunca conocí salió a la luz— ¿Que me ponga a llorar contigo? ¿Que sienta lástima por ti? Lo siento, Anelia, pero ya no tengo lágrimas para derramar por los problemas de los demás.

—No sé qué hacer... —empezó a llorar desconsoladamente. Esto me parecía una estupidez.

—¿Reírme? Porque eso es lo que se me antoja hacer. Pero no, no me rebajaré a tu nivel —le contesté con un tono casi cruel.

—No puedo creer que me estés diciendo esto...

—Pues créelo —le respondí cansada—. Ahora, si me disculpas, tengo cosas más importantes que hacer que escuchar tus lamentos.

Y con eso colgué el celular. Me quedé mirando el aparato, con una mezcla de rabia y alivio en mi rostro. Solté un largo suspiro y me alejé de este, de alguna u otra forma, ella se lo merecía. 

—Llorando por un novio —dije en voz alta y empecé a reirme—. Que aguante como una mujer.

Fui a visitar a Gabriel, para contarle como se había “solucionado” el conflicto, o al menos una parte de él. No era justo que solo escuchara mis quejas y no mis avances. Caminé hasta su casa y lo llamé, el chico me recibió y empezamos a caminar.

—Vengo a agradecerte por darme el empujón, el psicólogo me ha ayudado mucho. Ya me arreglé con mis padres.

—¡Qué bueno, Lale! —gritó y chocó ambas palmas de sus manos con las mías —. ¡Magnifico todo! ¿Viste? Sabía que esa sería una buena opción para ti.

—La mejor, Gabriel. Gracias en verdad. Hoy incluso mis padres empezaron a decir que Mateo y yo eramos novios. ¿Puedes creerlo? 

Nos reimos a carcajadas después de tantos llantos. 

—Me alegro mucho que al final estés bien.

—Si pero… Ay Gabriel, sucedió algo con Anelía y tengo que contártelo…

Le comuniqué la situación, el chico estaba con la boca abierta.

—Lale, creo que fuiste muy dura con ella. Le tienes mucho rencor, definitivamente —contestó sin pelos en la lengua.

—Lo siento pero se merecía huir sus verdades. Además, ¿sufrir por amor? ¡Por favor, Gabriel!

—Ehhh… Lale… —el chico me puso la mano en el hombro —. Tú estabas pasando por algo similar, entiendo que estés enojada con Anelia porque no estuvo contigo en esos momentos difíciles… Pero, su dolor es válido. Su novio rompió con ella, además, me parece que la amistad de ustedes se está desvaneciendo poco a poco.

Suspiré dandome cuenta.

—Si, tienes razón. Su dolor es válido… Pero, ¡ash! Gabriel, me dio tanta rabia… ¡Le dije cosas horribles! No tuve compasión, la ira me cegó. 

—Lale, el rencor no es nada bueno. El rencor te carcome el alma, y la venganza puede ser dulce pero con el paso del tiempo solo trae enemistad… No te vayas por ese camino, por favor. Sigue mejorando como la persona buena que eres, no dejes que la ira te consuma. 

—De todas formas, ya creo que la amistad se acabó —decir esas palabras en voz alta fueron como un balde de agua fría, entonces reaccioné ante la verdad —. Murió una amistad de años, Gabriel… 

***

Estaba sentada en mi cama, mirando fijamente al techo. El recuerdo de la llamada con Anelia me estaba atormentando. En un momento, la inquietud y la culpa me dominaron. Me levanté y caminé hacia la ventana, mirando la naturaleza sintiendome totalmente sola.

—¿Qué hice? ¿En qué me he convertido?

Entonces recordé aquella noche de piyamadas en mi casa, lo bien que lo estábamos pasando y como nos divertíamos…

—¡Anelía! —Le grité en medio del silencio, justo cuando la película pasó exactamente a segundo plano. 

—¡¿Qué?! 

—¡Te he llamado mil quinientas veces! 

Ella desvió la vista de su teléfono, pero como un perfecto autorreflejo de alguien que no puede vivir sin mirarlo durante cinco segundos, devolvió la mirada hacia este. —Oh, perdón. Estaba roleando.

Resoplé. 

—¿Roleando? —La boca me llegó al suelo y mis ojos casi se salen de mis cavidades, incrédula. —Dame acá ese maldito teléfono, —Me lancé a ella y traté de quitarle el celular, llegando así a un pequeño forcejeo. 

—¡No!

—Anelía, que me lo des. 

Se acercó el móvil hacia sus senos y casi se le caen las gafas que siempre lleva puesta.

—Aunque te parezcas a tu mamá no te lo voy a dar; déjame terminar de escribir este maldito diálogo.

— ¡Anelía Rodríguez! Que me des el teléfono. 

Ella solo me miró, refunfuñó un poco pero luego lo apagó —No te lo doy porque tú eres peligrosa. —dijo colocándolo tras la almohada.

Una lágrima empezó a rodar por mi mejilla, la limpié con rapidez. 

— ¡Lale, a tu izquierda! —Anelía me gritó desde atrás. Venía corriendo tras de mí.

— ¡Ay gracias! —y corrí hacia el baño.

— ¡Estás más loca! — Anelía rió siguiéndome el paso.

— ¡Y tú que me sigues el ritmo! 

Corrí y llegué a otra puerta blanca cerrada. Tomé el cerrojo y estaba frío, y lo abrí. 

— ¡Oh por Dios! —exclamé sorprendida.— ¡Me muero!

—Pero no has visto la mejor parte. Voltéate. 

Me di la vuelta y me topé con nada más y nada menos que el espejo, se llevaba toda la pared y reflejaba en baño entero. Pero yo no perdí mi tiempo y me acerqué al espejo. Empecé a hacer muecas y a sacarme fotos.

—Yo no dejo a mi amiga hacer locuras… sola. —Anelía se me unió a un par de fotos, de varias muecas que luego subiría a Whatsapp.

—Lale, nos falta el clásico.

—Oh, cierto.

Devolví mi vista al espejo y comenzamos a sacar el trasero. El pie en punta y traserito para arriba, consejo de chica.

Anelía se comenzó a reír como ganso, pero luego se me unió. ¡Por un buen trasero!

Comenzamos a hacer posiciones divertidas frente al espejo.

— ¡Foto! ¡Foto! —Anelía sacó su teléfono y comenzó a tirar fotos.

—Tremendos cuerpos —le dije a Anelía cuando me enseñó la foto.

—El que tenemos. —me reí.

— ¡Otra! ¡Pero así! —hice una pose y cuando íbamos a tirar la foto la puerta del baño se abrió.

— ¿Qué carajos están haciendo ustedes? — Preguntó Rosalía incrédula con la mano sobre el picaporte de la puerta.

Como dos robots, automáticamente miramos a Rosalía. No pude más y estallé en risas.

—Un clásico de Lale y yo: vacilarnos frente al espejo. —dijo Anelía a lo que Rosalía rió.

Comencé a reirme. Estábamos más locas. Entonces me empezó a pesar este momento, todo era de colores, ahora todo es gris. Estoy más sola… 

— Perdí a mi amiga... 

Me senté de nuevo en la cama, abrazándome a mí misma. El vacío se apoderó de mi alma por un momento. De repente, tocaron a la puerta. Me sequé las lágrimas con rapidez y abrí, llevandome una mano a la boca cuando me quedé totalmente atónita al ver a Silvia, la mamá de Anelia.

— Lale, ¿puedo pasar? —me dijo con una mirada serena.

Los nervios me atacaron.

— Silvia... ¿Qué haces aquí?

Ella entró en la habitación, me quedé mirándola con nervios.

—Vine a hablar contigo. Anelia me contó lo que pasó.

Bajé la mirada de inmediato, qué vergüenza.

— Lo siento... No debí... —Silvia me interrumpió.

— Lale, conozco a Anelia desde que era una niña. Sé que a veces puede ser impulsiva y decir cosas hirientes, pero en el fondo es una buena persona. Y sé que te quiere mucho.

— Yo también la quiero... Pero me dolió tanto lo que me dijo cuando...

Ella se acercó y tomó mi mano.

— Lo sé, mi niña. Y tienes todo el derecho a sentirte dolida. Pero la venganza no lleva a nada bueno. Solo te hace daño a ti misma.

— Pero es que... — estaba desesperada— No sé cómo perdonarla.

Silvia sonrió con ternura.

— El perdón no es algo que se hace de la noche a la mañana. Es un proceso. Pero el primer paso es estar dispuesta a perdonar.

—¿Y por qué debería perdonarla? — le dije confundida—  Ella no me apoyó cuando yo la necesitaba.

—  Porque el rencor te está consumiendo, Lale. Y tú eres una persona demasiado buena para dejar que eso te pase. Recuerda todos los buenos momentos que has compartido con Anelia. Recuerda por qué son amigas. Y pregúntate si vale la pena perder todo eso por un momento de rabia.

— Tienes razón... 

Silvia sonrió por un momento.

—  Lo sé, mi niña. Ahora, ve y habla con ella. Dile cómo te sientes. Pídele disculpas si crees que debes hacerlo. Y escúchala a ella también.

—  Gracias, Silvia. No sé qué haría sin ti.

Ella me abrazó de inmediato, apoyé mi cabeza en su hombro.

— Siempre estaré aquí para ti, mi niña. Ahora, ven y arregla las cosas con Anelia. Te sentirás mucho mejor.

Llegué con Silvia al departamento de Anelia. El corazón me latía con fuerza cuando esperaba unos segundos, que parecían una eternidad. Finalmente, Anelia abrió la puerta. Sus ojos estaban rojos e hinchados.

— (Sorprendida) Lale... ¿Qué haces aquí?

— (Nerviosa) Vine a hablar contigo.

Anelia me mira con desconfianza, pero se hace a un lado para dejarme entrar. El departamento está en desorden, con pañuelos de papel esparcidos por todas partes.

— (Mirando a mi alrededor) Lo siento por venir sin avisar.

— (Cruzándose de brazos) No tienes nada que sentir. Tú no eres la que me dejó plantada.

Me acerco a Anelia y le tomo las manos. Anelia intenta zafarse, pero la sujeto con firmeza.

— Anelia, sé que te hice daño. Y lo siento muchísimo. No debí haberte hablado así por teléfono. Estaba resentida y enojada.

— ¿Daño? Yo no te hice daño. Yo solo te estaba diciendo la verdad. Alguien tenía que decírtelo.

—¿La verdad? —me quedé totalmente incrédula— ¿Qué tenia que aguantar como una mujer? ¿Eso es lo que piensas? 

Anelía se encogió de hombros.

—Es lo que me ha enseñado mi mamá. Que hay que ser fuerte. Que la vida no es fácil. 

Negué con la cabeza, recordando todos las consultas a las que fui, y que no fueron en vano.

—Pues yo no quiero ser fuerte así. No quiero reprimir mis sentimientos. No quiero fingir que todo está bien cuando no lo está… —disminuí mi tono de voz, y miré sus ojos empañados—, como te está pasando ahora a ti…

—Lo siento, yo… No entendía por qué te ponías así. Pensaba que era solo un chico, que ya ibas a encontrar otro… Ahora resulta que soy yo la que está llorando por justamente un chico.

—No se trataba solo de Mateo, Anelía. Se trataba de mi familia, de cómo me sentía conmigo misma. Se trataba de la gente que juzgaba y minimizaba mis sentimientos.

—Yo no te estaba juzgando, solo quería que fueras feliz.

—Entonces, tenemos que aprender a escuchar. No decirnos cómo tenemos que sentirnos. No decirnos que tenemos que aguantar. Solo… apoyarnos.

— Lo siento, Lale. No debí haberte dicho que aguantaras como una mujer. No sabía lo que estabas pasando.

— (Sonriendo suavemente) Ya pasó, Anelia. Lo importante es que estamos aquí ahora. Y quiero arreglar las cosas contigo.

— (Confundida) ¿Arreglar las cosas?

— (Asintiendo) Sí. Esta amistad no debe perderse por un error.

Anelia me mira con incredulidad. Las lágrimas corren por sus mejillas.

— (Con un hilo de voz) No sé como hacer eso…

— Podemos aprender juntas. Podemos empezar por escucharnos de verdad. 

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