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Calma del corazón


Mi sobrino siguió hablando de todo un poco mientras me "ayudaba" a recoger y ordenar las cosas del cuarto para dejar todo listo. No tardó mucho en llegar una enfermera para llevarse a Iván a realizar otros estudios. Con una sonrisa amable, me invitó a acompañarlos. De nuevo, envié un mensaje para avisar, ya que aún no aparecía nadie de mi familia.

Iván continuó su charla, esta vez dirigiéndose a la enfermera, a quien le contó sobre los regalos que había recibido y hasta le ofreció un pedazo de rosca. Ella estaba encantada con él. El camino fue ameno y el proceso rápido; tardamos más en ir que en regresar a la habitación del niño.

Consideré que ya era momento de alistarlo, así que lo bañé para vestirlo con la ropa nueva.

Todavía disfrutaba del agua como cuando era bebé. Terminé empapado, pero satisfecho de lo guapo que quedó. Me cambié por ropa seca y terminé de alistarlo justo cuando su papá entraba.

—Vaya, ¿quién es este niño tan bonito? —preguntó mirando a su hijo.

—¡Soy yo, papá! —exclamó Iván, corriendo hacia él.

—Cómo extrañaba verte correr —dijo mientras se agachaba para recibirlo entre sus brazos.

—Ah, pero si ya estás listísimo —comentó el doctor entrando a la habitación.

—¿Ya me voy? —preguntó Iván ansioso desde los brazos de su padre.

El doctor sonrió ampliamente y le mostró un papel.

—Adivina qué tengo aquí —respondió moviéndolo. Iván soltó un grito de emoción y Andrés lo besó.

—Solo faltan algunos detalles de papeleo —añadió el doctor, rompiendo un poco el ánimo—, pero eso lo resolvemos tú y yo, Andrés.

Mi hermano soltó un suspiro resignado.

—Ya están abajo esperando —me indicó, pasándome a Iván.

—Bueno, pues vamos, pequeño. Tu público te espera —le dije. El niño se rió emocionado.

—¡Quiero ver a mis Vitos! —exclamó, moviéndose entre mis brazos.

—¡Pues vamos! —tomé su maleta y la mía, nos despedimos de los que quedaban y salimos.

Iván seguía hablando conmigo. En el elevador, me pidió que lo bajara. Acepté porque ansiaba verlo caminar de nuevo, brincando como cualquier niño de su edad.

En cuanto salimos del elevador, escuchamos gritos de júbilo que hicieron voltear a más de uno. Nos acercamos al grupo de personas que levantaban la mano y gritaban.

Apenas estuvimos a su alcance, comenzaron los abrazos. Mariana fue la primera en atraparlo, lo cargó y lo apretó como si fuera un oso de peluche.

—Ayuda —escuchamos su vocecita ahogada entre los brazos de mi hermana. Fue inevitable reírnos.

—Ya está bien, lo vas a poner azul —intervino Andrés, apareciendo de repente.

—¡Jesús, qué susto! —chilló.

—Me toca abrazar a mi niño lindo — exigió mi madre. Mariana, a regañadientes, lo liberó, pasándolo a los brazos de su abuela, quien lo llenó de besos mientras Iván reía. Papá aprovechó para también darle muestras de cariño.

—Bienvenido, pequeño —lo saludó con una amplia sonrisa.

—¿Y Joaquín y Leo? —pregunté al notar su ausencia. Mariana se encogió de hombros.

—Se fueron por la noche.

—Déjenme saludar a mi bisnieto — demandó la abuela, levantándose de su asiento.

—¡Abu Dora! —exclamó Iván con emoción, como si ya la conociera de siempre. Sonrió complacida ante el saludo y extendió sus brazos. Nuestra madre la miró un poco recelosa, pero acabó entregándole al niño.

—Cómo te extrañé, mi niño —dijo en un tono telenovelesco mientras le jalaba una mejilla. Iván ya no parecía del todo cómodo, sin embargo mantenía una sonrisa dulce.

—Abuela, ¿me dejas saludarlo? —pidió Gus, intercediendo. La señora lo miró un momento, torció la boca y se lo extendió.

—¡Patrino! — gritó Iván con entusiasmo.

—¿Cómo estás? Te extrañé, ¿sabes?

—¡Y yo a ustedes! ¡Me trajeron rosca! — contó Iván, mirándonos a todos.

—¿Quién? —preguntó confundida Boo.

—¡Los Reyes! —respondió con obviedad.

—Ah mira, qué niño más consentido, en la casa también llegaron —respondió papá, sonriendo.

—¿En serio? —chilló emocionado.

—Claro, mi amor —respondió mamá—. Apresurémonos para verlos, ¿sí?

—Antes —exclamó Iván, deteniendo los pocos movimientos que comenzamos a hacer para irnos—, quiero ir a un lado.

—¿A dónde? —quiso saber su papá.

—A dar gracias a papá Dios.

Nos miramos entre nosotros, confundidos.

—¡Ella dijo que papá Dios me sanó! —explicó Iván, dejándonos aún más perplejos.

—¿Quién? —preguntó Gus.

—La enfermera que se sentaba a rezar conmigo, una señora como mi Vita.

Las miradas recayeron en Andrés, quien palideció.

—Entonces vayamos a agradecer — aprobó con voz temblorosa.

—¿Pueden dejarme en la terminal de camino? — solicitó la abuela, que estaba ajena al momento.

—Pero, antes de nada, Alan debe ir a comer y descansar —intervino mi madre—. Iremos por la tarde.

—Por la tarde está más fresco —dijo Andrés.

—Yo puedo llevármelo — medio Gus—. Ustedes lleven a Iván y a la abuela, yo me encargo de este —añadió, señalándome.

Mamá miró a papá y luego a nosotros, y acabó asintiendo.

—Muy bien, pues eso haremos —concluyó.

No me agradaba la idea de quedarme a solas con mi hermano. Mi estado de ánimo aún era inestable, pero tenía el pretexto del desvelo para poder encerrarme en el cuarto y evitarlo. Nos despedimos sin muchas emociones de la abuela y partimos a tomar un taxi. En el camino, fingí quedarme dormido. Gus me acomodó la cabeza en su hombro para que estuviera más cómodo, lo que me hizo un nudo en la garganta y unas lágrimas amenazaron con salir. Debía mantener la templanza.

Al llegar a casa, mi hermano me obligó a desayunar, aunque no tenía apetito. Hambre, sí, mucha. Comí lo más que pude ante su mirada, hasta que no pude comer más.

—¿Puedo irme a acostar? —pedí, temiendo que me hiciera comer más.

Gus me examinó, miró mi plato, analizó lo que había comido y asintió con resignación.

—Aunque no deberías acostarte recién comido —observó.

—Dudo que mi cuerpo quiera esperar a hacer la digestión —dije, tratando de mantener los ojos abiertos. Mi hermano sonrió.

—Me recordaste a cuando, aun cayéndote de sueño, querías quedarte a recibir a mamá. ¿Te llevo?

—Aún me funcionan los pies.

La verdad es que estaba a punto de apagarme. El cansancio me venció, y, a trompicones, me trasladé al segundo piso y, sin siquiera cambiarme, me dejé caer en la cama.

No fue un sueño placentero. No tenía claras las imágenes con las que soñaba, pero sentía una angustiante sensación hasta que me desperté de golpe. Me quedé mirando el techo; no sabía cuánto tiempo había pasado. El cuarto estaba medio oscuro porque la cortina estaba corrida, y parecía que mi familia todavía no había llegado. Me senté en la cama, mirando a mi alrededor. Aun con los ojos entrecerrados, vi un bulto. Sentí que el alma se me iba. El bulto giró y caminó hacia la puerta, abriéndola. La luz exterior iluminó la habitación. El bendito bulto solo se trataba de mi hermano. Poco a poco empecé a respirar y mi corazón se fue calmando.

—Gustavo, me acabas de meter un susto tremendo —le reclamé. Él giró para verme y me sonrió enseñándome los dientes.

—Perdóname, ¿te desperté?

—No, yo me desperté cuando te vi ahí como el monstruo del clóset.

Se acercó a la cama.

—No me dio tiempo de bañarme; vine a sacar ropa —explicó.

—No hagas eso después de una noche en el hospital.

—Ay, no pasa nada. Creo que tuve una noche más tranquila allá que aquí, con los ronquidos de Leo y los lamentos de Mariana.

Me quedé mirando mis pies, pensando si la mala noche que pasé había sido por el hospital o por lo que sucedió antes.

Gus se sentó en la cama.

—¿Qué te pasó? —preguntó sin rodeos—. Y no me digas que nada. No se te olvide que soy el que peor te ha visto, así que sé muy bien cuando algo te sucede.

Me quedé callado, mirando mis pies mientras los movía debajo de la sábana.

—Al, ¿hasta cuándo vas a entender que estoy aquí para ti? —preguntó, poniendo su mano en mi pierna.

Eso me llegó al corazón. Sentía un peso aplastante, como siempre, había llegado al punto en que ya no podía más y acabé confesándolo todo.

—Quizás me acabé involucrando más de lo que debía —admití finalmente.

La reacción de mi hermano fue la esperada: puso los ojos en blanco, echó la cabeza hacia atrás y se agarró el cuello, como cuando algo le angustiaba.

—Ay, Alan, lo primero que te dije. Ya lo sospechaba, estaba renuente a que fuera a domicilio. Y tú también, que la casa es muy chica, ajá. Ay, Alan, Alan, Alan —se lamentó.

Me sorprendió que ni siquiera fue necesario que le explicará nada.

—Se más de lo que tú crees—añadió deteniendo un momento su crisis, trague saliva, el soltó un largo suspiro—, me suponía que ibas a acabar dándole techo.

—Fue una cuestión de agradecimiento — dije buscando defenderme —. Me dio techo cuando me fui de aquí.

—Sí, eso pudo solucionarse si me hubieras hablado —reclamó, acompañando sus palabras con un ligero golpe en mi pierna.

—Bueno, sí, pero como sea, me extendió la mano siendo un desconocido. Fue mi manera de corresponderle.

—¿Desde cuándo? —quiso saber.

—¿Octubre? —respondí dudando, ya que no recordaba con exactitud; mi mayor referencia era su cumpleaños.

—Ay, Alan, Alan, Alan —volvió a lamentarse—. ¿Y qué ha pasado, eh?

—¡Nada! —aclaré—. He evitado cualquier interacción con él, excepto su cumpleaños, la ofrenda de su mamá, Ikki y Navidad.

Tarde me di cuenta de que me había delatado.

—¿Navidad? —exclamó—. Ya decía yo que eso de que se le cayó la abuela a un "amigo" sonaba muy soso.

—¡No fue planeado! Se quedó afuera, no pude dejarlo en una fecha así, además Mariana me convenció —me defendí.

—Mariana ... esa niña. Ahora entiendo muchas cosas... ¿Qué pasó en Navidad? —preguntó con brusquedad.

—¡Nada! —exclamé.

—¿Nada? Me vas a decir que aparece en mi oficina de buenas a primeras a renunciar a todo tras meses batallando por ¿nada? Y luego vuelve a aparecer, dándose por vencido, ¿qué explicación tiene?

—¡No tengo ni la menor idea! En Navidad le dejé claro que no le guardaba rencor y que ya todo había quedado en el pasado, hasta ayer, que al señor se le ocurrió abrir su gran bocota y volver a arruinar todo —solté con rabia.

Mi hermano me miró, moviendo los ojos de un punto a otro, como buscando qué decirme. Finalmente cerró los párpados un momento, tomó aire y los abrió mirándome fijamente, como si me encontrara muy enfermo.

—¿Por eso estás así?

—¿Por qué creíste que era?

—Temí que finalmente te acabara afectando el hecho de que no se divorciara.

Eso me causó un ardor en el estómago como si me hubiera tragado un habanero entero. Me levanté sobresaltado.

—¡Me da igual lo que haga o no con su vida! ¿Me decepcionó la elección que al final tomó? Sí. ¿Porque yo esperaba algo de él? No. Desde que lo recibí en mi casa, tuve claro que no iba a volver a involucrarme con él. —Intenté calmarme, volví a sentarme y resoplé—. Además, tengo a Braulio. ¿Por qué debería importarme lo que haga?

—Ese es otro tema que me preocupa —admitió—. ¿Sabe? —preguntó. Negué con la cabeza.

—No he sabido cómo planteárselo.

Gus torció la boca.

—Ay, Al, en lo que te metes por buen samaritano. A veces ser tan noble no es tan bueno.

—Ni que me lo digas.

—¿Quieres helado?—soltó de repente

—¿Helado? ¿En pleno invierno?

—¿Quieres o no? No hay ninguna autoridad cerca —dijo guiñándome el ojo. Acabé aceptando.

Mi hermano desapareció un momento y regresó con un bote y dos cucharas.

—¿Recuerdas que siempre te invitaba un helado?

—Cada viernes, desde que entraste a trabajar —recordé con añoranza—. ¿Acaso no eres el culpable de que siempre me anduviera enfermando? —cuestioné.

—Alan, a ti te daba un mal aire y ya te estabas enfermando —repuso. No lo contradije porque tenía razón; de menos tenía seis faltas al año por la gripa.

La conversación se apagó un momento. Simplemente seguimos cuchareando el helado. Me entretuve mirando a mi alrededor. La habitación permanecía casi como siempre. Aún había afiches que pertenecieron a Leo en su época adolescente, de futbolistas y cosas así. En cambio, la pared detrás de nosotros estaba limpia, sin el menor detalle.

—¿Cómo es que Leo y Andrés acabaron llevándose tan bien? —pregunté. Quería conversar con Gus. Por fortuna, aunque su reacción fue la esperada, dijo poco, por lo que deseaba cambiar de tema.

—Fue en una de las primeras discusiones que tuviste con Andrés.

Lo miré curioso. Gracias a una plática que tuve con él, sabía el tiempo aproximado desde cuándo comenzamos a alejarnos. Sin embargo, no podía recordar con exactitud cuál fue nuestra primera discusión.

—Fue por un pantalón —añadió al verme pensativo.

—¿Un pantalón? —pregunté incrédulo.

—Papá lo regañó como nunca en su vida. Llegué más tarde a la casa porque ya trabajaba y me encontré con el drama en pleno. Papá nunca fue de regañarnos ni mucho menos de ponernos la mano encima, pero esa ocasión lo ameritó.

No comprendía cómo un pantalón hubiera ocasionado algo así.

—¿En serio no te acuerdas de nada? —cuestionó al ver mi evidente cara de confusión.

Muchos de mis recuerdos infantiles los tenía como en negro. Solo recordaba que un día Andrés era como mi mejor amigo y al día siguiente me trataba con indiferencia, y si me hablaba era para pelear por algo, a la par de que dejé de compartir cuarto con él.

Mi silencio fue la respuesta a su pregunta.

—Pues ese día, cuando llegué, aún se oían gritos. Subí a ver qué sucedía; papá sostenía un cinturón en la mano y Andrés...

Detuvo su relato porque oímos ruido abajo. Ambos nos miramos y luego el bote. Si mamá se enteraba, nos regañaría. Si Mariana nos veía, nos reclamaría. Estábamos buscando cómo esconder la evidencia cuando escuchamos pasos subiendo las escaleras. Antes de poder hacer nada, la puerta se abrió.

—Qué silenciosa está la casa —comentó Leo.

—Ay, solo eres tú —exclamé.

—¿Por qué tan nerviositos? —cuestionó, observándonos—. ¡Ajá! —exclamó al notar el bote de helado que Gus había intentado esconder detrás de él sin éxito—. Comiendo a escondidas de los demás. ¿No acaba de aliviarse Alan? —dijo mientras metía su dedote en el bote.

—¡Usa una cuchara! —le grité. Me observó, sonrió y tomó la que aún sostenía en mis manos.

—¡Pero no la mía! —exclamé, horrorizado.

—Ten —me dijo después de lamerla.

—Eres un puerco —exclamé, asqueado. Me sonrió con travesura.

—Te noto más feliz que en los últimos días —observó Gus.

—Bueno, solo necesitaba unos días lejos de casa —contestó mientras seguía comiendo el helado con la cuchara que ya había dado por perdida—. Además, me tiene muy feliz que por fin se va la vieja bruja —añadió con un tono más serio—. Por fortuna, no la vamos a volver a ver hasta que alguien muera y, siguiendo el orden natural de la vida, ella sería la siguiente, así que... —se encogió de hombros, aliviado.

—¡Leonardo! —lo reprendió Gustavo—. No digas esas cosas.

—Es la verdad. Todos estaremos más en paz cuando ella deje este mundo.

No pudimos contrariarlo porque ambos sabíamos, en el fondo, que tenía razón.

—Por cierto, ¿y Joaquín? —pregunté, cayendo en cuenta de que Leo había llegado solo.

—Tuvo que quedarse en su taller. Llega más tarde, está ansioso por ver a Iván —respondió Leo mientras seguía comiendo el helado.—¿De qué hablaban?

Gus fue quien contestó, ya que yo me distraje viendo cómo mi hermano ignoraba por completo la cuchara y se comportaba como un salvaje, lamiéndose las manos de manera despreocupada.

—Del día del pantalón de Alan —respondió Gus.

Por un momento, el semblante de Leo se volvió extrañamente sombrío, por lo que dejé de lado su falta de modales y volví a prestar atención a la conversación

—Sí, lo recuerdo, pero son temas escabrosos. No quiero hablar de eso —dijo con un insólito tono serio—. Veo que ya te has confesado con el padrecito Gustavo —observó, desviando el tema—. Ya no se te ve tan fruncido el entrecejo.

—Leonardo —lo reprendió una vez más Gus—, no me digas "padrecito".

—Ay, vas que vuelas, hermano. Yo no sé por qué no te entregas al Señor. Ya casi llevas vida de sacerdote.

—Bueno, ya se va desempolvando; ha salido con una mujer recientemente —comenté, aún intrigado por el cambio tan repentino en la conversación, teniendo en cuenta que a Leo le encantaba contar los chismes familiares . Gus me fulminó con la mirada.

—¡Estás de vuelta! —exclamó Leo.

—Solo hemos conversado —aclaró Gus.

—Ya lo decía Luis Enrique, hermanito.

—¿Quién? —preguntó Gus, pero no recibió respuesta porque Leo comenzó a cantar:

—De un café pasamos al sofá, de un botón a todo lo demás...

—¡Leonardo! —exclamó Gus, molesto.

—Ya me duelen las orejitas —se quejó Leo.

No pude retomar la historia del pantalón porque comenzamos a escuchar ruido en la planta baja. Los tres nos miramos, luego miramos el bote de helado y comenzamos a comerlo con rapidez, ya sin importarme que Leo metiera el dedo o que yo estuviera usando una cuchara que él había lamido. Lo terminamos justo en el momento en que Mariana entraba con el niño.

—¡Tío Leo! ¿Dónde estabas? ¡Quería verte! ¡Hay regalos! Pero quería que estuvieran todos. ¿Y mi tío Pato? —dijo Iván, bombardeando con preguntas sin tomar tiempo para respirar.

—¿Qué le dieron? —preguntó Gus, alarmado.

—Ningún estimulante, es la simple emoción de su libertad —respondió nuestra hermana, mientras nos observaba con desconfianza. En sus ojos, podíamos notar que sabía que algo estábamos ocultando.

—Tienes batida la nariz —dijo, pasándole la manga a Leo—. Traidores, huele a helado —murmuró solo para que la oyéramos nosotros.

—¡Vamos! —insistió el niño, impaciente.

—Luego te traigo un bote de esos de cinco litros, pulga —prometió Leo, en un intento de calmarla.

—Más te vale —dijo Boo con una pequeña sonrisa.

—¡Tío! —pidió el niño, tomándolo de la mano y jalándolo hacia la salida—. Estás pegajoso —observó con inocencia.

—Son mocos —bromeó Leo.

—¡Diug! —exclamó Iván, soltándolo rápidamente. Leo se carcajeó y lo cargó en brazos.

—Es broma, vamos a ver qué te trajeron los Reyes.

—¡Me trajeron una rosca! ¡Pero ya me la comí! —dijo Iván con entusiasmo.

Los dos bajaron mientras Iván seguía hablando sin parar. Gus los siguió, y yo me dispuse a hacer lo mismo, pero Mariana me detuvo.

—¿Hablamos al ratito? —preguntó.

—Sí, claro —respondí, sabiendo a qué se refería—, pero por ahora solo quiero disfrutar del regreso de Iván.

Mariana sonrió, se acercó y me dio un beso en la mejilla.

—Convencí a mamá comprar cuatro roscas. Una es tradicional, otra de Nutella,ootra de zarzamora ¡y otra de crema pastelera! —me contó con el mismo entusiasmo con el que el ñeñe platicaba mas abajo mientras bajábamos las escaleras, sonreí con ternura ante su esencia infantil que aún preservaba.

Una vez que todos estuvimos reunidos alrededor del árbol, Iván empezó a abrir sus regalos, aunque no parecía muy convencido porque esperaba a Joaquín. Este llegó poco antes de que terminara. El niño recibió otro rompecabezas, un escritorio a su medida, más ropa, libros y una especie de tableta con juegos de aprendizaje.

Luego procedimos a las roscas. Ni para eso tuve buena suerte; me tocaron tres niños por cada rosca. No sé si fue mala pata o por tragón.

Después de la cena, nos quedamos un rato más haciendo sobremesa y conversando. Iván aguantó lo más que pudo, pero finalmente se quedó dormido, por lo que su papá lo llevó a la cama. Todos comenzamos a levantarnos de la mesa, y tras dejar medianamente recogida la cocina, nos dirigimos al segundo piso.

Papá y mamá nos desearon buenas noches, y nosotros nos quedamos en el pasillo, aún conversando. Andrés salió de su habitación con una mirada severa y nos señaló el cuarto que estaba detrás de nosotros. Entramos, y él nos siguió. Una vez que cerró la puerta, nos reprendió.

—Me costó mucho trabajo convencerlo de dormir. Qué ocurrencias de platicar en medio del pasillo.

—Bueno, ya que estamos reunidos aquí, ¿jugamos algo? —preguntó Leo, ignorándolo.

—¡Monopoly! —exclamó Mariana con emoción.

—¡Pido ser el banco! —gritó Leo.

—¡Pero bajen el volumen! —exigió de nuevo Andrés.

Sacamos el juego que guardábamos en el clóset y comenzamos a jugar. Leo no consiguió ser el banco, pero se designó como secretario del banquero, ya que Joaquín fue el elegido para llevar el dinero.

No recordaba que este tipo de cosas lograban hacernos olvidar el lazo de sangre. Nadie mostró piedad, ni siquiera Joaquín, quien nos hipotecó propiedades y nos cobró íntegro lo que pedía el juego; como dicen, no dejó títere con cabeza.

Terminamos el juego cuando comenzaron a cometerse "actos ilícitos", como los llamó Gus, concluyendo que nadie ganaba. Mariana se mostró frustrada con el resultado y exigió otra ronda. Sin embargo, después de una semana agotadora entre idas y venidas al hospital, todos comenzamos a sentir los párpados pesados.

Con la poca energía que me quedaba, me apropié del lado izquierdo de la cama antes de que alguien más lo hiciera. Sentí cómo los resortes se movían cuando alguien más se acostó. El bulto me fue empujando hasta que quedé aplastado contra la pared. Quise averiguar quiénes eran para quejarme, pero acabé sucumbiendo al sueño.

Aunque no tuve la oportunidad de hablar con mi hermana, estar de nuevo con toda mi familia reunida me dio el confort que necesitaba. El calor del hogar siempre es sanador.

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