Capítulo 39 {Ojos Tristes}
"Tanto contigo y nada sin ti,
Es tu ausencia que me pone así.
Hoy te recuerdo con mi soledad"
-Ramona
El amanecer había llegado tras una larga noche de insomnio. Los párpados le cosquilleaban con el cansancio producido por un interminable vaivén dentro de la cama. El poder de la culpabilidad medraba con las intenciones de conseguir un sueño plácido.
Tal vez esperar lo complicaría, pero era el tipo de cosas que se tenían en enfrentar en persona, reflexionó Carolina. Ignoró el consejo de Manuel de llamarle a su papá y decidió mejor visitarlo en su casa al día siguiente. Aunque conociéndolo, la probabilidad que ya estuviera en su oficina era alta. Tras la muerte de su mamá, él se había refugiado en el trabajo. Ahí parecía haber encontrado la distracción necesaria para que sus días fuesen llevaderos y no hundirse en la miseria y el desconsuelo. Pese haber alcanzado la resignación nunca volvió a ser el mismo. Cualquier atentado por rehacer su vida era considerado una irreverencia a la memoria de su amada esposa. Nada ni nada la podrían sustituir, decía él cada que se tocaba el tema. Había amores que jamás se superaban y se llevaban consigo la esencia de un hombre extraordinario. Así de grande y puro fue el amor que se profesaban, y ella aspiraba tener algún día.
Manejó con prisa, la escasez de tráfico le permitió presionar el acelerador más de la cuenta. Cuando la luz del semáforo cambió de ámbar a rojo apenas tuvo tiempo de frenar y fue entonces cuando se dio cuenta que estaba siendo imprudente sin ninguna razón. Lo último que deseaba era llegar a su destino.
La naturaleza de su trabajo demandaba viajes constantes, y alternar su estancia entre San Luis Potosí y la Ciudad de México resultó, además de conveniente, en la adquisición de un departamento en la capital. El edificio donde vivía su padre se encontraba en Lomas de Chapultepec, una de las zonas más antiguas y exclusivas de la ciudad. Él tenía gustos excéntricos, pero aquello caía en la exageración, demasiados metros cuadrados para un hombre viviendo solo. Aunque tenía que admitir que el garden roof que poseía el inmueble era un atributo que te hacían pasar por alto la suntuosidad que imperaba de esquina a esquina.
Se lo podía imaginar sin dificultad usando su sofisticado telescopio y haciendo anotaciones de sus averiguaciones. Las estrellas se habían convertido en sus compañeras y confidentes más comprensivas durante las noches que dormía abrazado a su soledad.
Carolina no pudo decidir si se trataba de buena o mala suerte que él se encontrara en la ciudad. Exhaló con desánimo y se enfiló hacia la entrada.
Saludó al portero con media sonrisa e inclinando levemente su cabeza. Román o algo así se llamaba, no lo recordaba, pero al parecer él sí sabía quién era y a dónde se dirigía.
No hubo necesidad de tocar el timbre, el ama de llaves estaba esperándola en la puerta con su eterna y amable sonrisa que la caracterizaba.
—Mi niña, ¿qué haces acá tan temprano? —preguntó Sol al tiempo que la engullía entre sus brazos regordetes.
A esa mujer le debía todo. Ella se integró a la familia Arias el mismo día que nació su hermana Celina y había estado cuidando a Eduardo a partir de que enviudó. No podía imaginarse qué habrían hecho sin ella. Por supuesto, él lo negaba y se escudaba alegando que por respeto a los años de haberles servido no podía quitarle el trabajo. Si Julieta viviera lo habría puesto en su lugar de inmediato.
—Lo mismo digo yo —aclaró con exagerada preocupación—. Por lo que veo sigues siendo la primera en levantarse y la última en irse a acostar. ¿No has pensado en jubilarte?
Sol sacudió su mano, como si fuera algo absurdo o una ofensa siquiera insinuarlo.
—Don Lalo no me avisó que vendrías, si no te habría tenido listas las trenzas con chocolate que tanto te gustan. Estás muy flaca y ojerosa, chamaca —dijo antes de estudiarla de pies a cabeza—. Espero que no estés haciendo una de esas ridículas dietas con licuaditos de pasto y semillas que solo te ayudan a chuparte los cachetes y quitarles el color. Te vas a enfermar...
—No estoy haciendo dieta, Solecito, es que no he dormido bien —explicó y enseguida estornudó. Algo que no le ayudó a su caso porque la mujer la miró con desaprobación mientras colocaba sus brazos en jarra—. ¿Mi papá está en su despacho?
—No te pases de lista —le llamó la atención y entrecerró los ojos ante el repentino cambio de tema. Después su mirada se suavizó. Esa mujer no sabía cómo estar enojada—. Pásale, pero primero prométeme que dejarás que te prepare un desayuno decente antes de que te vayas.
No pretendía ser una maleducada, pero quedarse estática o discutiendo su salud solo lograrían aumentar sus nervios y hacerla cambiar de opinión. Aceptó el ofrecimiento con todo el entusiasmo que pudo. Pensar en ese momento en comida le provocaba náuseas.
Le sonrió y se adentró por la estancia. La puerta del despacho se encontraba al final del corredor; estaba cerrada y la golpeó sutilmente con sus nudillos antes de abrirla.
Entró de puntitas para no hacer ruido, su padre estaba en una llamada telefónica, y apenas notó su presencia se apuró a terminarla. Aprovechó esos minutos para sentarse en una de las sillas tapizadas de cuero frente al escritorio y lo observó manejar sus asuntos. No dejaba de asombrarse cómo él llenaba una habitación con su presencia y su voz grave. Los gallos no parecían haber cantado aún y él ya vestía un elegante traje azul marino y despedía su tradicional colonia con notas de cedro y almizcle —listo para dar órdenes—.
—Hija, qué sorpresa tan grata me has dado. Aunque a decir verdad no sé si deba preocuparme. ¿Sucede algo? Tú no eres lo que se llama una persona madrugadora —A Eduardo Arias difícilmente algo se le escapaba, y Carolina lo resentía.
Desde la esquina del escritorio donde él se había recargado, notó cómo la inspeccionaba para intentar determinar a través de su lenguaje corporal la gravedad de la situación. Lo toleraba, pero jamás se acostumbraría a ese examen. Carolina sabía de sobra que era inútil andarse por las ramas o endulzar los argumentos; tenía que ser directa y sin rodeos. Entre más tardara en explicarse más probabilidades tenía en delatarse.
Aspiró todo el aire que pudo y lo soltó lentamente.
—Papá, mi antiguo jefe me está demandando por fraude.
Para tranquilizarlo, de inmediato, Carolina le explicó a grandes rasgos lo sucedido alrededor del robo y lo que Manuel estaba haciendo para manejar su caso. Pero al observar la severidad instalada en su mandíbula le indicaba que no lo estaba consiguiendo. De hecho parecía estar logrando un efecto contrario.
Su padre la miraba sin mostrarse afectado y no podía saber qué tan disgustado estaba. Hasta ese punto solo había abarcado la parte fácil de contar. Eran datos, hechos y soluciones. En cambio, la parte de cómo había llegado a donde se encontraba, la estaba aplazando lo más posible hasta que fuera inevitable hacerlo.
No la mataría, solo lo decepcionaría, como lo hizo el día que le anunció que jamás estudiaría leyes. Sin embargo, sabía que nunca se lo reprocharía, solo tuvo que resignarse ante la realidad aunque no lo aprobara.
«A la fuerza ni los zapatos entran», recordó esas palabras juguetonas en su tono grave y tan poco características de él. Esos brotes de ligereza le decían que el hombre vivaracho y afectuoso seguían ahí dentro, debajo de sus trajes rígidos y su mirada cansada.
Eduardo se despegó del sólido mueble y caminó hasta el ventanal del despacho por donde los primeros rayos de la mañana comenzaban a colarse. Hubo un largo silencio que no sabía cómo interpretar. Las manos le sudaban, se quería morder las uñas, las piernas le temblaban y por un momento agradecía que no notara como perdía la compostura al estar dándole la espalda.
—Sabía que esto pasaría algún día —dijo sin mayor explicación, y Carolina no sabía a qué se refería ni si debía animarlo para que se explicara o esperar.
Pensaba en la poca fe que le tenía y por más que tratara, era de esperarse que terminara metida en problemas. Lo mejor no era asumir. Le costaba tanto ser paciente.
—No te he contado todo —soltó apabullada.
—No es necesario. Estoy enterado perfectamente quién es el dueño de la empresa para la que trabajabas. —Carolina se quedó atónita, el corazón se le detuvo por unos cuantos segundos—. ¿Crees que me iba quedar de brazos cruzados esperando a que me lo dijeras?
Carolina apretó sus párpados. «¿Por qué Chino tenía que meterse dónde no le llamaban?». Fue una ingenua al no prevenir que esto podía suceder. Por más que lo intentaba no lograba formar palabra alguna. Su cerebro parecía estar traicionándola.
—Papá... —intentó explicarse. Deseaba bajar la cabeza, pero Eduardo detestaba que no le hablaran mirándolo a los ojos—. No quería leerlas, sé que no es asunto mío y ...
Mientras Carolina esperaba la llegada del Apocalipsis, Eduardo tenía la mirada perdida. Por su reacción templada, fue como si no la hubiera escuchado en absoluto.
—Es mi culpa. —Eduardo se desplomó en su silla y con sus dedos se frotaba la boca con movimientos ásperos—. Ese hombre... —continuó—. Pensé que nos dejaría en paz, y usar de esa manera a su hijo. ¿Cómo fue posible que él se prestara para esa bajeza, para conseguir vengarse? —mascullaba las palabras y a momentos se volvían ininteligibles.
—Nada de esto es tu culpa, yo lo provoqué, no pensé en nadie más que en mí.
Carolina notó en sus ojos cómo la melancolía le decoloraba sus iris. Quería consolarlo, jamás lo había visto actuar de esa forma. Por primera vez lo vio desmoronarse. De repente sus ojos se volvieron de acero —impenetrables y fríos—. Era como si algo oscuro se hubiese apoderado de él.
—Ese noviecillo tuyo no es quien dice ser. ¿A caso sabías que durante semanas estuvo vigilándote, siguiéndote?
—¿De qué hablas, Leo no me estuvo siguiendo? Él no haría tal cosa —respondió con tono ofendido, como si supiera que eso era imposible de ocurrir.
—Parte del trabajo de Víctor es informarme de toda actividad sospechosa que sucede cerca o fuera del edificio donde tú y tu hermano viven. Con los recientes acontecimientos me doy cuenta que fue un acierto haberlo investigado. ¿No crees que es demasiada casualidad que estés trabajando en empresa de su padre? En la del hombre que...—se detuvo por un momento, como si quisiera encontrar las palabras que aminoraran el golpe—. Que hizo sufrir tanto a tu mamá.
Todo estaba mal. Todo se había complicado. No sabía qué hacer. Decir la verdad para empezar, se reprochó a sí misma.
—Papá, quiero que me escuches. Nada sucedió como crees.
—¿Vas a defender a ese miserable? —El desafío a contradecirlo estaba latente en postura pétrea. Más le valía no intentarlo—. La evidencia no miente —alzó su voz.
Carolina sentía que sus latidos galopaban y no sabía si era por coraje o frustración. Si algo había aprendido en todos estos meses era que las mentiras se multiplicaban, se contradecían y se proliferaban.
—Es cierto, conseguí un trabajo en la empresa de Antonio Villanueva, pero no fue su hijo quién lo hizo, fue porque... —Carolina se mordió su labio mientras sopesaba sus opciones. Luego revolvió su bolso colgado en el respaldo de la silla para sacar algo—. Fue por esto —Colocó sobre el escritorio el bonche de cartas atado con un listón rojo.
Eduardo se acercó y lo tomó. Parecía desconcertado cuando leyó el nombre de Julieta en el primer sobre. Con el pulgar repasó la hermosa caligrafía, como si quisiera borrar las letras. Borrar el pasado.
—¿De dónde sacaste esto? —le exigió con voz engañosamente calmada.
—Las encontré en el ático de la casa de San Luis Potosí dentro de un baúl. Perdóname, papá —dijo con un hilo de voz. Carolina no quería llorar, al menos no frente a él, pero las inoportunas lágrimas comenzaron a brotarle—. Traicioné el recuerdo de mamá al leerlas.
Carolina se sentía dividida entre las ganas de correr a sus brazos protectores y escuchar en su voz el consuelo que necesitaba y entre confesarle por qué había hecho lo que hizo.
Se secó las mejillas con el dorso de su mano. Esta era su oportunidad.
—Quería saber más de ella —prosiguió con cautela—. Cómo había sido en su juventud, por eso lo hice. Pero mi sorpresa fue que encontré más de lo que buscaba. Yo no quise... No pensé...
—¿Por qué no me lo dijiste? —le reclamó, pero enseguida moderó su tono. Él sabía que no conseguiría nada si perdía los estribos con ella.
—Porque no podía. No cuando te podía lastimar si lo hacía. —Eduardo juntó sus cejas, como si no entendiera lo que estaba diciendo—. Tú nunca quieres hablar de ella y cuando lo haces tus ojos se ven tristes y evades el tema.
Verlo batallar con sus propias emociones fue una escena desgarradora. Fue como él si la viera con otros ojos. Como si hubiese vivido desconectado del mundo. Como si no supiera cómo explicarle el dolor inmenso que vivía latente en su alma desde hacía diez años. Carolina no tenía duda alguna del amor que él sintió por su mamá.
—Te pareces tanto a ella, a mi Julieta —dijo tras un largo silencio. La miró con dulzura—. No solo físicamente, las dos son empecinadas, impulsivas y apasionadas. Es tan difícil reconocerlo, me duele admitirlo que no fui capaz ve más allá de lo que yo sentía. La extraño tanto y no sé qué hacer porque no está ella para decírmelo. Perdóname, princesa.
Hacía tanto que no la llamaba de esa forma, que sintió a su corazón calentarse de satisfacción.
—Yo sé que hiciste lo mejor que pudiste.
—No fue suficiente.
—Nuestra vida cambió desde aquel terrible accidente. Nadie nos dijo cómo podíamos llenar de nuevo el vacío que ellas nos dejó. Y no creo que podamos hacerlo nunca.
—Debí mantener su recuerdo vivo y no dejar que se quedara oculto en ese viejo baúl.
—Lo hiciste papá, has sido el mejor, me has dado tu cariño, tu apoyo en todas mis locuras, incluso cuando no estás de acuerdo con mis decisiones. Sé que es lo que ella hubiera querido que hicieras por mí. Es solo que había cosas que tú no podías darme y esa fue la manera de obtenerlas. Lo siento, lo siento de verdad.
Carolina tenía un nudo en la garganta que la estrangulaba. Si salía una palabra más de su boca se rompería en llanto. Estaba arrepentida y avergonzada por lo que había causado.
—No hay nada que perdonar, hija mía. Soy yo quien te defraudó —dijo al tiempo que la abrazaba y le acariciaba el cabello—. Pase lo que pase siempre tendrás mi apoyo.
Antes de despedirse, Eduardo le aseguró que no tenía nada que temer en cuanto a la demanda en su contra. Manuel y él se harían cargo del asunto. Tendría la mejor defensa.
Por supuesto, Sol la interceptó antes de alcanzar el pomo de la puerta, esa mujer tenía ojos y oídos por todos lados, pensó divertida. El ánimo le había regresado casi por completo. La opresión que sentía en el pecho había disminuido y la dejaba respirar.
Su celular emitió el sonido de una campanita. Sin meditarlo lo tomó del bolsillo trasero de sus jeans. La sonrisa que se había dibujado en sus labios se disolvió en el instante que lo leyó.
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¡Hola solecitos! Ni yo misma puedo creer que este capítulo haya salido rápido (rápido comparado con la velocidad de tortuga con la que lo he hecho, ¡ja!). ¿Qué les pareció la aparición de Eduardo Arias? ¿Creen que era entendible su forma de reaccionar? Ahora la pregunta que queda es: ¿De quién creen que Carolina recibió un mensaje de texto? Me encantaría escuchar sus teorías. Espero que hayan disfrutado este capítulo tanto como yo lo hice al escribirlo. Si lo hicieron, no duden en pulser la estrellita y si se puede déjenme un comentario. Me encanta leerlos y contestarlos. Nada más me queda agradecerles su tiempo dándose una vuelta por aquí.
!Nos vemos en el próximo capítulo!
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