Capítulo 15 {Pijamas}
Era una noche templada y Leo, afligido, observó la piel erizada de los brazos desnudos de Carolina al acomodarla dentro de su coche. Sin tener algo con qué taparla, encendió la calefacción. Teniéndola tan cerca le era imposible dejar de tocarla. Con pinceladas sutiles, sus dedos acariciaban su cuello, su hombro y su brazo. Cuando llegaba hasta su mano iniciaba el mismo recorrido, pero hacia arriba. Bajó el volumen a la música para no despertarla.
Sin preverlo, Carolina abrió sus ojos, mirándolo fijamente con la respiración agitada como si la hubiera invadido una sensación de pánico. Solo duró unos cuantos segundos porque su expresión de horror había sido remplazada por una hermosa sonrisa.
—¿A dónde me llevas? ¿Dónde está...? —Cerró los ojos para tratar de completar su pregunta, y por lo intoxicada que estaba Leo dudaba que ella lo lograra pronto.
—¿Claudia? —asentó Carolina con la cabeza—. Álvaro la llevará a su casa. En cuanto a ti, debería de llevarte a AA, pero desconozco si es un hábito tuyo o sólo sucede cuando estoy cerca de ti —Leo empleó un tono juguetón que seguramente lograría inquietarla en lugar de tranquilizarla, por lo que tuvo que agregar —: Mejor decidí llevarte a tu casa.
—No sabes dónde vives —afirmó muy segura y Leo no pudo evitar sonreír. Parecía que todo lo que ella hiciera o dijera tenía ese único propósito: colocar una sonrisa en sus labios.
—¿Por qué no voy a saber dónde vivo? —inquirió él, sofocando el tono burlón de su pregunta con uno ligeramente serio. No tenía caso tratar de corregirla.
—No quiero ir a tu casa —declaró ella, consternada.
—No tienes que ir, por eso voy a llevarte a la tuya —le explicó pacientemente.
—Creo que estoy un poco happy.
—¿Sólo un poco?
—No me provoques, soy muuuy peligrosa, Poquitas. —Leo no pudo evitar reírse.
—Estoy temblando de miedo.
Carolina torció su boca, volteando su cabeza hacia su ventana sin decir nada. Estuvieron en silencio por varios minutos, creando una insoportable tensión entre ellos. No sabía qué decirle, no sabía si estaba disgustada por estarla llevando a su casa sin consultarle. ¿Por qué no podía entender que la estaba protegiendo?
Los acordes sintéticos de Adventure of a Lifetime de Coldplay surgían de todas las partes de su coche invocando a una mujer mística que hacía sus latidos galopar al mismo tiempo que proclamaba que estaba vivo. Le gustaba esa canción y, aparentemente a Carolina también porque en sincronía los dos acercaron su mano a la perilla del volumen. Al tocarse de inmediato Leo regresó su mano al volante y ella a su regazo como si hubieran recibido un chispazo eléctrico.
Inadvertidamente una extraña pesadumbre comenzaba a invadirlo al reconocer que estaban a un par de cuadras para llegar a su destino. No quería separarse de ella todavía. Deseaba manejar por toda la ciudad hasta ver el amanecer. En este momento no sería una buena idea y quizá nunca lo sería. Mejor debería concentrarse en su plan de dejarla sana y salva frente a su puerta.
Leo se detuvo junto a un lujoso edificio de unos diez pisos. ¿Aquí vivía? No se había detenido a pensar dónde era que ella vivía. Ciertamente no se hubiera imaginado un lugar así. ¿Cómo será por dentro? Carolina le daba la impresión de ser desordenada, saturada de caos y de colores vivos, impulsiva y alegre como un impredecible arco iris exhibiendo su colorido esplendor en medio de un devastador huracán. Todo eso podía reflejarse en todos los aspectos de su vida, incluyendo el lugar que habitaba.
—Gracias por traerme —le agradeció en cuanto Leo apagó su coche.
—Por nada. Espera ahí —Leo se bajó apresuradamente para abrirle la puerta a Carolina y ayudarla a salir. Lucía exhausta y pálida.
—¿Puedes caminar o quieres que te cargue? —le preguntó mientras le ofrecía su mano para ayudarla. Carolina lo miró, algo molesta. No obstante, ella la aceptó.
—Claro que puedo caminar. —A Leo le pareció entretenido que recalcara su autosuficiencia al observarla andar torpemente por los escalones. Entre lo mareada que estaba y el par de tacones solo logró resbalarse y caer en los primeros escalones.
Leo rápidamente se acercó, se agachó y con un movimiento ágil la levantó para acomodarla de nuevo en sus brazos.
—Así está mejor, ¿no crees? De una manera u otra siempre terminas en mis brazos. —Le encantaba lo bien que embonaba en su cuerpo. Con sigilo aprovechó para oler su cabello. Vainilla.
Al llegar hasta la puerta le preocupó a Leo no saber cómo abrirla, pero un hombre uniformado, de apariencia gentil, velozmente se acercó desde el interior.
—¡Víctor! Él es Leo —le hizo ella saber al hombre con efusividad—. ¿Sabías qué él es el rey de la selva? —Leo sintió que la vergüenza lo invadió cuando Carolina acompañó el comentario con un sensual ronroneo y con su delgada mano imitó el gesto de una garra—. ¡Y me quiere comer!
Mientras caminaba frente al hombre, Carolina lo sujetó con más fuerza e inesperadamente besó su cuello, ganándose una mirada colmada de indignación por parte del portero. ¿Qué traían todos hoy con esas miradas de reproche cuando él la tenía entre sus brazos? ¿Acaso él no inspiraba confianza? Leo jamás se aprovecharía de la deplorable condición de Carolina, pero eso ellos no lo sabían. Para sus ojos, ella era la damisela en apuros apresada por un infame y depravado desconocido.
Trató de tranquilizar al hombre con una mirada neutral, que creyó conveniente para evitar una llamada a la policía. ¿Qué podría decir en su defensa? Era inútil defenderse cuando se asumía lo peor de ti. Además Leo odiaba tener que justificarse ante desconocidos.
—¿Cuál es el número de tu departamento? —le preguntó a Carolina mientras la puerta se cerraba frente a ellos.
—No me siento bien, bájame por favor. —Leo la obedeció muy a su pesar. Carolina oprimió el botón con el número seis y se recargó en un costado—. No quiero que estés cerca de mí. —Ella se colocó una de sus manos en la boca y la otra la extendió para detenerlo y mantener la distancia. Leo entendió la razón, no quería vomitarle encima. Era una totalmente justificada.
En cuanto la puerta se abrió, Leo miró cómo Carolina respiró profundamente, corriendo hasta su departamento. La siguió sin pensarlo. Estaba desesperándolo que ella no pudiera abrir la puerta, que tuvo que arrebatarle amablemente su llavero. Solo había dos llaves ensortijadas a éste por lo que Leo no tuvo problemas para identificar cuál era la que necesitaba usar.
—Ya puedes irte —le escupió Carolina las palabras antes de aventar sus tacones y adentrarse a toda prisa hacia la oscuridad de su departamento. No podía dejarla así —sola y en ese estado deplorable—.
Encendió la lámpara de piso que estaba al inicio de la sala. Sin pensarlo acomodó los zapatos de Carolina cerca de la puerta como el maniaco del orden que era y depositó las llaves dentro de un tazón. Indudablemente lo que observó a su alrededor no era lo que esperaba. Todo estaba en completo orden. Muebles de madera obscura y colores serios inundaban gran parte de la amplia estancia. Pese a la sobriedad del espacio, lucía acogedor y elegante, pero no dejaba de darle una vibra masculina.
Leo se dejó guiar por el rastro de luces encendidas que Carolina dejaba a su paso. Entró sigilosamente a la habitación del fondo. La tranquilidad que había percibido se rompió por el ruido que hacía Carolina tras una puerta que aparentaba ser el baño.
Leo la encontró arrodillada frente a la taza liberando el contenido de su estómago. En ese momento lo único que se lo ocurrió fue acercarse para recogerle el cabello y evitar que se le ensuciara. Al hacerlo, hizo un descubrimiento inesperado. Su largo y sedoso cabello no solo cubría su espalda sino también un tatuaje. Estaba en el ápice de su dorso, sobre las primeras vértebras de su columna. Era una delicada mariposa o al menos era la silueta de una porque las alas parecían estar formadas por garabatos que no alcanzó a descifrar. ¿Tendrá más tatuajes?
—Te dije que te fueras, no quiero que me veas así. —Carolina bajó la tapa de la taza, recargándose sobre ésta. Leo soltó su cabello.
—Yo decido cuando es momento de irme y me importa un carajo cómo te ves.
Él abrió la llave del agua, humedeció una pequeña toalla para colocársela en la nuca. Con cuidado la ayudó a levantarse.
—¿Te sientes mejor? ¿Todavía sigues mareada? —preguntó consternado.
—Algo. Creo que vomité mi hígado. —Trató de reír, pero sus ojos se veían apagados—. Estoy así por tu culpa. —Leo sonrió levemente ante su inesperada revelación.
—¿Por qué por mi culpa? —Esa respuesta la quería escuchar. Leo estaba aprendiendo que el alcohol producía un efecto interesante en Carolina. No era la primera vez que la escuchaba sincerarse con palabras que, si no fuera por la botella de coraje liquido que se había bebido, jamás diría en voz alta y mucho menos delante de él.
—Porque eso hacen los hombres como tú, se te meten debajo de la piel, te ilusionan, te prometen la luna y las estrellas, y al final terminan yéndose. Todos me dejan —Leo estaba entre mortificado y sorprendido ante su confesión. —Se van sin mirar atrás, sin importarles que somos más que un trabajo o un premio o si aquí hay un bebé. —Carolina se apretó su vientre con sus dos manos y Leo abrió sus ojos como platos al ver ese intempestivo ademán. ¿De qué demonios estaba hablando?
—¿De qué hablas? ¿Cuál bebé? Si estás embarazada no deberías beber, y menos como lo hiciste hoy. —Su inexpresivo tono denotaba amargura. Lo estaba asustando. Realmente asustando.
—No estoy hablando de mí. Estoy hablando del género masculino. Todos ustedes son iguales y si no me crees pregúntale a tu papá, él debe de saberlo muy bien. —¿Qué tenía que ver su padre en esto? Todo indicaba que estaba desvariando, nada de lo que decía tenía sentido y menos lo tendría si trataba de confrontar sus incoherencias. Porque eso eran: insensateces. Al menos le aclaró que no había un bebé en camino. Eso hubiera cambiado el panorama. Por completo.
Leo la acercó al lavabo, abrió la llave del agua para que ella pudiera enjuagarse la boca. Mientras ella se lavaba los dientes, él le daba un sutil masaje circular en la espalda. Carolina se ató el cabello para que dejara de estorbarle al mismo tiempo que salían del baño.
—Ponte algo cómodo —le ordenó—. ¿Dónde guardas tus pijamas?
—No tengo.
—¿No tienes? Entonces, ¿con qué duermes? —«Por favor que me diga que todas estaban en la ropa sucia y no que dormía desnuda», suplicó mentalmente.
Carolina le sonrió traviesamente levantando una las comisuras de su boca.
—Con cualquier camiseta de ese cajón. —Ella alzó su mano y con un dedo señaló la cómoda que estaba frente a ellos.
Sobre aquel mueble había una hermosa caja de madera que le pareció familiar y una taza en forma de búho. Cuando abrió el cajón notó que todas las camisetas eran de conciertos. Sonrió para sí mismo al saber que ella y él tenían la misma afición de comprar ese souvenir al salir de un concierto. Tenía el deseo de saber a cuáles había asistido, revisándolas una por una, pero hacerlo en este momento sería totalmente inapropiado. No obstante hubo una que llamó su atención por desentonar. Era totalmente blanca y Leo podía jurar que era su playera. Sí, era la suya. Misma marca, misma talla. Con esto podía confirmar que no lo había olvidado, sintiéndose orgulloso. Saberlo lo llenó de emoción, imaginando cómo luciría Carolina tan solo con esa pieza de ropa puesta. ¿Qué podía ser más sexy que una mujer hermosa usando únicamente tu ropa?
Se la entregó y le dio la espalda para otorgarle la privacidad que necesitaría para cambiarse. No era como si no hubiera visto antes lo que había debajo de su ropa. Incluso demacrada y frágil no iba a ser suficiente para que se resistiera. Por el bien de los dos era mejor darse la vuelta.
Ella no renegó su acto de caballerosidad.
Mientras aguardaba a que Carolina se cambiara, Leo aprovechó para observar la habitación. Era un desastre. Así fue cómo se la imaginó. Ropa apilada en una silla y varias bolas de papel esparcidas por el suelo como si hubiera ocurrido una explosión. Pinceles, brochas, lápices, un estuche de pinturas, un cuaderno para bosquejos, un rollo de toallas de papel y un par de tazas —una tenía la leyenda «Agua limpia» y la otra «Agua que no está limpia»— poblaban casi toda la superficie de su escritorio. También había una pequeña libreta roja a la cual le pasó la mano por encima y el contacto despertó en él una sensación de intimidad. Pese al evidente caos, un impresionante mural logró que se esfumara de su vista. Se apropió de su completa atención. Con trozos arrancados de las páginas de revistas ella logró recrear un fragmento del universo. Planetas, lunas, estrellas y galaxias con su misterio y lejanía ocupaban la totalidad de la pared que estaba detrás de su cama. Carolina era una artista, y eso lo explicaba todo. ¿Qué clase cosas eran las que gozaba crear? De pronto se la imaginó con salpicaduras de pintura en su rostro y a él deslizando su dedo para remover esas manchas. Leo sacudió su cabeza para sacar de inmediato ese delirante pensamiento de su cabeza.
Comenzó a dar la vuelta cuando la escuchó acercarse. De nuevo estaban al descubierto esas largas y seductoras piernas que realzaban su arrebatadora figura. Pensaba en tomarla y estrellarla contra la pared para fugarse entre sus piernas. Quería abalanzarse sobre ella, deslizar sutilmente su mano por cada rincón de su piel. Quería besar y apretar esos suaves y apetecibles pechos, lo haría si no salía de ahí en este mismo instante. Únicamente tenía que soportar la tortura por momento más. Inhaló entre sus dientes apretados.
—Sólo falta meterte a la cama.
—En tus sueños. —Ella estiró su mano, colocándola sobre su torso para detenerlo—. A mí no me vas a meter de nuevo a la cama.
Le tomó la mano y la acercó a él de un tirón, rodeándole su cintura.
—Oh sí que lo voy a hacer, hermosa. Pero no te preocupes hoy no va a haber acción. No estás en condiciones. El día que vuelva a hacerte mía te quiero en tus cinco sentidos, y de una vez te aviso que ese día todos tus vecinos conocerán mi nombre— Leo, sin esfuerzo, la levantó y la llevó hasta la cama.
«Dios, ¿qué estoy diciendo?» Esta mujer lo descontrolada. Solo quería asegurarse que ella iba a estar bien y lejos de quien no le convenía. Ahora quería volver a verla y no solo eso, deseaba a hacerla suya de nuevo. Era un reto que estaba siendo imposible de resistir.
Con un movimiento diligente jaló la colcha para que Carolina pudiera meterse. Ya dentro, él se le acercó para darle un beso en la frente para despedirse.
—No me dejes. Quédate hasta que me duerma. —Lo dijo con tan poca fuerza que creyó imaginarlo. Si pudiera asociar el semblante con un color, Leo diría que Carolina se habría hecho acreedora al color verde. Verla así tan débil e indefensa le provocó unas incontenibles ganas de protegerla y hacer lo que sea por hacerla sentir bien. Su deseo irse de ahí se esfumó por completo.
Leo comenzó a desabrocharse los botones de su camisa, dejando su torso al descubierto.
—¿Qué crees que haces?
—Odio meterme a la cama vestido. Arrímate un poco y date la vuelta —Leo le ordenó.
Dejándose únicamente los bóxers Leo se acomodó detrás de ella, envolviéndola con sus brazos por instinto. Era la segunda vez que lo hacía, pero le dejaba plasmada la sensación de haberlo hecho toda la vida y jamás hubiera sido una práctica que detestó hasta antes de conocerla. Era como si su cuerpo escultural hubiera sido creado a su medida. Jamás se cansaría de admitirlo ni de admirarlo.
Si seguía en esta posición no sabría cuanto tiempo aguantaría sin que ella notara sus deseos. Su deseo por ella. Necesita distraerse.
—¿Qué hace una artista así de talentosa trabajando en una empresa tan conservadora como lo es Textiles Santillán? Me parece que diseñar telas es desperdiciar tu potencial. Nada de lo que veo aquí me hace pensar que trabajas ahí por gusto.
—¿Qué sabe un contador, que se la pasa encerrado con sus numeritos, de potencial y telas? —Aparentemente sabía más de él de lo que le hacía creer.
—Soy más que un contador, soy un superhéroe de las finanzas que sabe más de telas de lo que crees. Crecí por lo pasillos de esa empresa, respiré más solvente que cualquier niño a sus diez años; patrones, hilos provenientes de países lejanos y exportaciones fueron temas predominantes durante la cena hasta que me mudé de la casa de mis padres hace unos cuantos años.
—Contador de día y Batman por las noches. ¿Quién se lo iba a imaginar? ¿Cómo lo logras? ¿Usas tu calculadora ultra-mega-moderna para derrotar el crimen organizado?
—Es más complicado, pero algo así. Ahora que sabes mi verdadera identidad tienes que prometerme que vas a guardar mi secreto. —Leo notó que el cuerpo de Carolina se tensó—. Para estar parejos, es tu turno de decirme tu secreto.
—No hay secreto. Sólo soy una recién graduada con la fortuna de tener un trabajo estable.
—¿Es cierto eso? —Carolina relajó sus hombros y suspiró como señal de rendición.
—La verdad es que... quisiera tomar un seminario en ilustración. Mi sueño desde siempre ha sido convertirme en una ilustradora de libros para niños.
—¿Por qué no lo estás haciendo?
—Porque es muy caro y porque no cualquiera puede entrar. Tienes que aplicar y ser aceptado por méritos y experiencia. Los cuales no tengo. No aún.
—¿Por que libros para niños?
—Te estás aprovechando de mí porque sabes que estando así no puedo negarte nada, ¿verdad? —Leo se sintió un poco culpable porque ella estaba en lo correcto. Se aguantaría el remordimiento con tal de distraerse.
—Cuando tenía unos cuatro o cinco años mi mamá me regaló un cuento. Recuerdo con claridad cuanto me decepcionó al ver que dentro sólo había ilustraciones y nada de texto. Eso significaba que mi mamá no tendría un cuento para leerme. Qué equivocada estuve. Cada noche mi mamá se inventaba una historia diferente y no podía creerme que las imágenes lograran todo aquello. Claro, eso lo entendí con los años y junto con ello aprendí a apreciar el valor de las ilustraciones. Desde entonces decidí que eso haría cuando creciera: darle vida a una historia. —Carolina bostezó. Leo estaba maravillado con esta mujer. ¿Cómo era que lograba meterse cada vez más debajo de su piel? Algo tenía que hacer para detenerla.
El silencio los rodeaba hasta que ella lo irrumpió:
—¿Por qué te ofreciste a traerme? —balbuceó Carolina contra la almohada.
—No tengo idea. Duérmete.
Carolina se quedó dormida profundamente en un instante. Leo podía escuchar sus respiraciones hondas y constantes, invitándolo a caer en el mismo sueño. No podía quedarse dormido, debía irse, pero no tenía que hacerlo en este mismo momento. El motivo de quedarse era uno totalmente distinto al que tuvo en un principio.
Inadvertidamente la preciosura que estaba entre sus brazos se giró, enredándose a su cuerpo, tratando inconscientemente de fusionar su piel suave y cálida con la suya. Leo le besó la coronilla, preguntándose cómo era que alguien pudiera tener la capacidad de abandonarla, él mismo luchaba contra la irremediable atracción que sentía hacia Carolina. Era tan potente que no sabía si era real.
La experiencia de Leo le decía que no se podía creer en lo inexistente, que no valía el intento de salir en la búsqueda de algo que no conocía. Pero verla desarmada y con los ojos cerrados le decía que toda su vida había estado equivocado. Su mente parecía haber sufrido una reacción química dejándolo aún más confundido. Saberlo no le importó, al contrario, tenía un creciente impulso por darle la entrada a esa confusión, a ese desorden, haciéndolo creer que lo imposible era posible.
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Este es otro de mis capítulos favoritos. ¿Tienen algún comentario? Siempre es magnífico saber qué piensan.
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