Capítulo 11 {Salir Corriendo}
En la penumbra que irrumpía la calle, Soni estaba cruzada de brazos con una mueca decepcionada que, sin proponérselo, él había colocado ahí. Leo la observaba con reserva mientras esperaba impaciente al muchacho del valet regresara con su coche. Lamentaba haber sido un desconsiderado, sin embargo, su garganta se negaba a expresar una disculpa en voz alta. Si lo hacía, sabía que tendría que admitir lo que estos meses ha tratado inútilmente de ignorar y ante ella sería una mentira más.
De la reacción silenciosa de Soni durante el trayecto de regreso, Leo pudo pronosticar que la noche estaba lejos de terminarse. Era casi palpable la amargura de las palabras que se aproximaban.
Para Leo era preferible afrontar las consecuencias de frente fuera cual fuera su naturaleza. Tenía la idea clara que salir corriendo jamás será la solución por más tentadora y fácil que luciera. Soni tenía toda la razón en indignarse por su indiferencia al tratar de saciar una ilusión vacía de la que ella no tenía idea de su existencia. Sobre todo porque en ese momento nada le importó más que él. Era un completo egoísta.
A simple vista lo sucedido se apreciaba como poca cosa, pero Leo no tenía ni idea que de lo que en realidad comenzaba a asomarse era la punta de un iceberg. Imponente y colosal.
Al llegar a su departamento, para la sorpresa de Leo todo resultó peor de lo que su mente torcida pudo haberse imaginado. Una ola de tensión rasgó su interior cuando Soni en vez de ignorarlo y mirarlo con desagrado, como era su costumbre después de una acalorada discusión, se giró para clavar sus ojos marrones directamente en los de Leo. Un aire de tristeza danzó en sus pupilas, haciéndolo sentir como un imbécil. ¿Qué se suponía que debía hacer Leo cuando Soni en vez de acribillar sus acciones las justificó?
—Leo, no necesito que me des una disculpa, soy yo la que debería de disculparse contigo por haber reaccionado de esa manera egoísta. Sé que planeaste algo muy diferente y tuve que arruinar la velada al no comprender que tu distracción seguramente se debía algo relacionado al trabajo y nada que ver conmigo. Te he extrañado y creí que por fin nos dedicarías tiempo para estar solos y sin preocupaciones —soltó Soni con voz apagada y una mirada consternada.
Los segundos pasaban y Leo necesitaba responder, pero no encontraba las palabras que pudieran explicarle a Soni su ingenuidad y equivocación al disculparlo. Y si lo hiciera no tendría el valor para decirlas. Era cínico, pero nunca cruel. La crueldad la reservaba exclusivamente para sí mismo. Al final Leo le otorgó a Soni lo único con lo que él se sintió cómodo: una disculpa silenciosa acompañada de un abrazo compasivo y un beso titubeante en su mejilla. Lentamente él se estaba convirtiendo en lo que más odiaba. En un mentiroso espectacular por ser incapaz de desbalancear la vida que creía perfecta y obstinadamente necesitaba mantener.
Harto de no poder conciliar el sueño, Leo decidió escaparse furtivamente de la cama. Tomó su celular de la mesita de noche, notando que Soni dormía plácidamente, y el impulso de alejarse de ella no disminuyó.
Decididamente Leo se dirigió a su estudio y se tumbó en el pequeño sillón que por primera vez le resultó más atractivo que su confortable cama. Leo permaneció inmóvil por un largo rato, sosteniendo su celular en la mano, viéndolo, esperando que éste le diese una explicación de lo que estaba pasándole. No podía, era sólo un teléfono. «¿Por qué soy incapaz de saborear la perfección? ¿Por qué cuando se tiene todo nunca es suficiente?», se preguntaba una y otra vez sin encontrar una respuesta satisfactoria.
«¿Esto será todo? ¿Algún día me sentiré diferente?» Aunque sabía que algo estaba mal con él, era inevitable preguntarse si se encontraba con la persona correcta. Si Soni era esa persona. Quizás esa persona seguía allá afuera esperando a ser encontrada. No tenía muchas esperanzas. Quizás estuviera con quien estuviera sería lo mismo.
Leo odiaba las noches como ésta donde la tentación era pronunciada y la fortaleza decaída. Presionó su celular contra su frente con tanta fuerza que le dejó una marca rojiza. Soltó el aire que había acumulado en sus pulmones, y sin poder evitarlo se rindió ante una costumbre devastadora construida inconscientemente. Estar furioso o frustrado invariablemente la activaban. De forma mecánica pulsó unos cuantos botones en su celular hasta abrir ese recuerdo decadente que invocaba su deseo voraz, que desencadenaba a la fiera que mantenía oculta entre las sombras y que ansiaba agasajarse con la misma presa que todas las noches lograba eludirlo exitosamente con una precisión magnífica. Frente a él, a todo color, estaba ella luciendo con gracia sus curvas definidas y seductoras que lo volvían loco. Esa mujer que no ha dejado de irrumpir sus sueños, arrasándolos de formas inimaginables. En todos estos meses no ha tenido el valor de borrar esa fotografía. Era la única prueba que esa noche había sucedido. Deslizó su pulgar por la pantalla tratando de invocar el recuerdo de la tersura y sensualidad de su cálida piel, pero jamás lo lograba con exactitud, solo lograba frustrarlo y tener que ajusticiarse para aplacar lo que sucedía debajo del pantalón de su pijama. Se detestaba por sucumbir una y otra vez cuando había decidido era la última vez que lo haría. Era patético y juvenil.
Al mirar esa imagen era fácil para Leo deducir por qué le era imposible saborear la perfección. Cada que creía que podía alcanzarla de nuevo se le escurría eficazmente entre sus dedos como si tratara de servirse azúcar con un tenedor. Leo no podía comprender por qué tener lo que quería no era lo mismo a tener lo que deseaba.
Con esa persistente inquietud se quedó dormido profundamente.
Leo despertó con un dolor horrendo de cuello, todas sus articulaciones engurruñadas y su celular tirado en el suelo con la batería agotada. Se pasó la mano por su nuca, tratando de amansar la torcedura con muy poco éxito.
De un brinco se levantó, dándose cuenta lo que acababa de hacer. Aunque no era una práctica normal desaparecerse en medio de la noche, procuraba regresar a la cama antes de que Soni lo notara, al igual que un niño pequeño espiando una cena de adultos desde un hueco en las escaleras.
Por lo pronto su descuido fue un motivo más para reforzar su malhumor, propio de la mañana. Al entrar en su recámara Leo reparó que la cama estaba tendida, desconcertándolo. ¿Dónde estará Soni? Se encogió de hombros, pensando que la encontraría en la cocina tratando de hacer el desayuno que de seguro finalizaría en desastre. Uno que muy probablemente él acabaría limpiando. La señora que se encargaba de la limpieza les ayudaba sólo un par de días a la semana.
Leo era una criatura de hábitos sólidos y en automático cambió su pantalón de pijama por unos shorts y se enchufó sus tenis y una playera. Saldría a correr como cualquier otro Sábado.
Antes de salir notó que había un Post-It naranja adherido a la puerta con un mensaje que decía:
Voy a quedarme con mis papás esta noche, regreso mañana como a las 7 para cenar.
T.Q.
Soni.
Leo arrancó el pedazo de papel con evidente exasperación, y lo comprimió brutalmente en su puño. Cómo detestaba que ella hiciera eso. Desaparecerse sin dar explicación alguna. Ahora tendría que inventar un pretexto para disculpar su ausencia en la sagrada comida familiar de la que solo la muerte podía excusarte. «Grandioso, una mentira más».
Ir a correr definitivamente era una actividad que resaltaba su día, pero al regresar a su departamento, Leo recordó de mala gana que hoy era ese Sábado. El ultimo de cada mes, el mismo que lo hacía desear que los sábados no existieran.
Mensualmente tenía que supervisar las finanzas de la compañía de su padre. Por supuesto que contaba con personal calificado haciendo ese meticuloso trabajo, pero después de un desfalco ocurrido hace algunos años, su padre se había vuelto en extremo precavido al grado de no confiar del todo en sus empleados. Leo aceptó el trabajo porque en cierta medida se sentía culpable al haber rechazado enérgicamente el ofrecimiento —más bien deber— de trabajar en la empresa de su familia por irse a otra al graduarse. Y ahora que Leo tenía su propio negocio la probabilidad de aceptar un puesto permanente era mínima. Inexistente sería más apropiado. ¿Tenía algo de malo querer lograr algo por sus propios méritos? Estaba convencido que su progenitor no lo había perdonado del todo por haber despreciado su legado, y, sinceramente, no se arrepentía en lo absoluto de haber tomado esa decisión.
Se dio un baño rápido y devoró un tazón lleno de cereal con leche que por poco derramaba por servirla con prisa. Al salir hizo todo lo posible por no azotar la puerta y con ello agitar a sus susceptibles vecinos con su actitud mal modosa.
De camino al estacionamiento, Leo recordó furioso que había olvidado en su oficina los archivos que necesitaría para trabajar en las finanzas de su padre. «Me lleva la que me trajo». Ahora tendría que pasar a recogerlos rápidamente, y si tenía un poco de suerte, entraría y saldría sin interrupciones.
Si fuera honesto consigo mismo, admitiría que llevaba casi seis meses en un estado permanente de irritabilidad. No lo calentaba ni el sol. Al menos procuraba de todas maneras posibles no acarrear su malhumor al trabajo. Desgraciadamente fue un esfuerzo inservible ya que los empleados temían acercársele. Al mínimo error los crucificaba. Como un hombre inteligente y perspicaz, Leo debió reconocer su extraño comportamiento —no había otra forma de llamar a su antipatía—. Estaba siendo presa de la ignorancia y de su propio orgullo.
Óscar Herrera, su mejor amigo y socio, se había hartado de justificarlo ante los demás, sobre todo porque no sabía por qué lo justificaba. Reconocía su mal carácter y había aprendido a lidiar con éste todos estos años, pero todo tenía un límite. Por lo que esa mañana del sábado decidió confrontarlo al verlo entrar al despacho. Todos los que lo rodeaban, secretamente, se lo iban a agradecer.
—Tú lo que necesitas es una buen acostón, hermano —arrojó Óscar sin preámbulos de ninguna especie mientras se recargaba en el marco de la puerta.
«Ahora qué», se preguntó exasperado. Leo conocía los modos toscos de su mejor amigo, y sabía que algo, que probablemente detestaría, se avecinaba. Óscar tenía una manera claridosa de hacerle ver a su mejor amigo lo que para él no era evidente o cuando estaba metiendo la pata o peor todavía cuando ya había metido las cuatro hasta el fondo.
—¿Eso qué tiene que ver con qué? —inquirió Leo irritado, guardando los archivos que traía en las manos en su morral de mensajero.
—Tiene que ver con todo y nada con el trabajo. Te conozco, y sé que las finanzas no son las culpables de este pinche genio que te cargas. Tan seguro estoy que puedo apostarte un mes de sueldo que se debe a que no están dándotelo por las noches. —Leo lo miró con desdén, pero su amigo lo ignoró y se encogió de hombros antes de continuar—: Solo reitero lo que es evidente. No sé qué diablos está pasando por tu cabeza y lo último que quiero es meterme en tu vida personal, pero tienes que admitir que esa actitud no es normal, incluso para ti, bro.
«Mierda», el único espacio que trató de mantener estéril había logrado contaminarlo también. Convenientemente, le gustaba más la idea de atribuir ese comportamiento nefasto a la cantidad excesiva de trabajo que tenía. Por supuesto que hablaban de todos los temas; Leo y Óscar han sido grandes amigos por muchos años, pero tratándose de la vida personal había una línea muy fina que por lo general no cruzaban. Debía ser muy evidente para que su amigo decidiera traspasarla. Y sin previo aviso.
—No sé la razón, y no necesitas decírmela si no quieres. Pero sí sé lo que necesitas: un respiro. El acostón lo dejamos para más tarde. Vamos por unos tragos en la noche que no sólo a ti te van a caer excelente. Además nunca se sabe con lo que podrías toparte.
Leo consideró negarse rotundamente, pero de antemano supo que tratar era un desperdicio de energía y de saliva. ¿Qué podía decirle? Leo era pésimo inventado pretextos. Tal vez alguien que no lo conociera pudiera creérselos, pero su amigo jamás se tragaba sus cuentos. Era lo que pasaba cuando convivías con una persona durante mucho tiempo, la conocías mejor de lo que se conocía uno mismo. De cierta forma lo confortó.
Con Soni fuera de sus planes, la noche se distorsionó por completo y un cambio de escenario probablemente no le vendría nada mal.
***
Eran las 7:40 de la mañana y Carolina estaba lista para ir al trabajo. No tenía idea de cómo había logrado despegarse las sábanas tan temprano después de la parranda de anoche. Desde que entró a trabajar a Textiles Santillán su vida había dado un giro de 180 grados, haciéndola olvidar casi por completo el motivo por el que estaba ahí. Tenía una misión por cumplir. Había días que pensaba que podía olvidarse todo y gozar sólo el presente. De todo lo que esperó obtener nunca consideró que disfrutaría su trabajo. Tal vez tenía que ver con Claudia y Alvaro. Ellos habían logrado eso. Con su amistad inesperada y su entusiasmo infeccioso la hacían sentir ligera de espíritu. A pesar de esa ligereza y tranquilidad había una pequeña opresión en su pecho que no se disolvía porque sabía que esa gozosa sensación era pasajera. Al final cada quien tomaba un rumbo distinto y terminaban por alejarse. Como siempre. Sacudió su cabeza, no tenía caso lidiar con eso ahora.
Por lo pronto tenía por delante una dosis de trabajo sabatino y una semana entera el departamento para ella sola. Manuel estaba en uno de los viajes ocasionales que su trabajo requería.
Jeans ajustados y a la cadera, una sencilla camiseta rosa y sus Converse se convirtieron en la comodidad que requería un sábado de trabajo. El maquillaje se quedó guardado. Solo un toque de brillo en los labios.
Víctor, el vigilante de su edificio, le deseó buena suerte al salir por la enorme puerta doble de vidrio. Carolina abrió su paraguas y se colocó su bolsa sobre su hombro, al hacerlo notó el pequeño botón con la palabra Starlight prendido a la correa. Lo tocó levemente con su pulgar, suspirando con nostalgia. Había considerado desprenderlo y guardarlo en el fondo de un cajón, pero la verdad era que le gustaba torturarse con ese recuerdo. Era lo único tangente que tenía de esa noche, un conjunto de imágenes coloridas que se deslavarían con el paso del tiempo. Su miedo era que algún día esos recuerdos se convirtieran en sombras desdibujadas.
La canción Upside Down de Jack Johnson le hizo compañía debajo del nublado y lluvioso cielo. Escucharlo invariablemente le recordaba que la vida no sólo estaba llena de preocupaciones y contrariedades sino también de cosas bellas, que si eres paciente, eventualmente, la luz al final del corredor aparecerá. Mentiría si dijera que la consternación no la carcomía al estarle mintiendo a los dos hombres que más amaba día tras día al no poder confiar en ellos. Con su padre era entendible —las mentiras estaban incluidas en el acuerdo tácito entre padre e hija—, pero con Manuel era distinto si lo consideraba su mejor amigo además de hermano. Era la persona más íntegra y leal que Carolina conocía, pero su sobreprotección no conocía los límites y aquello incluía protegerla de sí misma. Era molesto en ocasiones.
Lo más frustrante era que su mortificación parecía ser en vano. Antonio Villanueva había permanecido en completo silencio dentro de su imponente oficina. Por supuesto Carolina no esperaba la información fluyera voluntariamente, había notado renuencia en su comportamiento receloso y sus palabras diligentes. Varias veces había recreado aquella conversación y seguía sin entender por qué le había ofrecido el trabajo. ¿Qué había detrás de ese inesperado ofrecimiento? Sabría más si volviera a conversar con él, pero su investigación estaba suspendida en una pausa indefinida y eso la ponía en un estado de ansiedad. No bastaban unos confusos diarios que no lograba descifrar y un bonche de cartas sin respuestas para obtener lo que buscaba. Antonio era una pieza fundamental. El tiempo avanzaba y no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía que encontrar la manera de concertar una cita sin levantar sospechas entre sus compañeros.
Al llegar al tercer piso, Claudia extrañamente ya estaba ahí. Unos lentes oscuros velaban sus ojos enrojecidos; su cabeza y brazos estaban recargados sobre el escritorio. Carolina no sabía si estaba dormida o despierta. Y esperando una reacción le colocó a un lado uno de los cafés que compró antes de llegar a la oficina.
—Eso huele bien, espero que sea lo que necesito: triple expreso —dijo Claudia mientras levantaba la cabeza.
—No. Es solo café regular. Es lo mínimo que puedo hacer por ti después de lo de anoche. —Carolina rió sutilmente al recordar imágenes elocuentes de una Claudia desafinada y acompañada de movimientos extravagantes de caderas al ritmo de Ex's & Oh's de Elle King.
La causa: «Por los amores perdidos», repetía Claudia cada que chocaron sus vasos al brindar. Aparentemente, ella tenía tanto por lo cual brindar que se emborrachó por los tres. Sí, Álvaro también estuvo presente, como lo había hecho desde la primera vez que Claudia la invitó a parrandear.
Al principio desconcertaba a Carolina cuando él la tocaba sin justificación. Un abrazo inesperado, su mano rozándole el brazo o la mejilla, o tomarla por la cintura; el clásico comportamiento de un Casanova dirían por ahí. Pero al observarlo detenidamente interactuar con Claudia cambió por completo la percepción que tenía de él. Se dio cuenta que él jamás ha estado interesado en ella.
No sabría describirlo con palabras, y si tuviera Carolina que hacerlo diría que era una instintiva devoción hacia Claudia. Pareciera que Álvaro se esforzaba en negarla, comportándose como un donjuán con todas las mujeres —Carolina incluida—. No podía asegurarlo, claro, y quizás era el alcohol el que hablaba. Sin embargo, estando ebrio o sobrio y en horas de trabajo ese comportamiento inevitablemente salía a relucir. O tal vez todo estaba en su imaginación.
Antes de sentarse frente a su escritorio, Carolina notó que una de las puertas de fondo estaba ligeramente abierta. Le causó curiosidad porque por lo general estaban cerradas. Eran pocas las personas que había visto entrar o salir por esas puertas.
—Clau, ¿por qué está abierta una de las puertas del fondo? ¿Alguien olvidó cerrarla? ¿No te parece sospechoso que alguien esté ahí dentro un sábado por la mañana? —preguntó Carolina casualmente y con un ligero tono burlón mientras se inclinaba para encender su computadora.
—Para nada, es el hijo del señor Villanueva que se aparece por aquí algunos fines de semana para trabajar con sus numeritos y jugar con su calculadora. ¡Qué horror de trabajo! —Claudia revisó cuidadosamente el perímetro, bajando la voz continuó—: Eso sí, el tipo es un forro de hombre, pero es... —reflexionó Claudia entrecerrando sus ojos para rebuscar algo en su memoria—, a falta de una palabra que se adecue mejor para describirlo dejémoslo en inaccesible. —Claudia al notar la mirada confundida de Carolina agregó—: Es un energúmeno. Su mal genio es directamente proporcional a su guapura. Ni intentes acercarte, no quisiera tener asientos de primera fila para ver cómo te batean. Jonrón de seguro —declaró Claudia esto último con displicencia, preguntándose si ella hablaba por experiencia propia.
Antes de esta mención, Carolina no se había preguntado si Antonio tenía hijos y menos cómo serían éstos. A juzgar por lo que había visto dudaba que la manzana hubiese caído muy lejos del árbol. Con esos genes dudaba que Claudia estuviera exagerando. Sintió curiosidad por conocerlo. Con su suerte, seguramente, lo físico no sería lo único heredado.
—Acabas de describir justo lo que me recetó el doctor. Alguien digno de ser corrompido. —Una sonrisa torcida se le dibujó en el rostro. Qué mejor medicina para curar su patético padecimiento de desear algo que no podías tener. Las locuras de Carolina no conocían de límites y cada vez trepaban bardas absurdamente más altas.
Además, en qué estaba pensando. Este desconocido era el vástago del hombre causante de la pesadumbre que la invadía y no la dejaría descansar hasta que lograra disolverla. Obviamente, jamás fue el propósito de Antonio provocar su pesadez, fue Carolina quien la originó inmiscuyéndose en lo que no le correspondía. Era preferible culpar a todos menos a ella misma.
—Te digo algo, y no es por desanimarte, pero no creo que sea fácil de corromper —dijo alzando su vaso de café para darle un sorbo—. Pensándolo mejor sería interesante comprobarlo, este hombre tiene o tenía una acentuada afición por estar con una mujer diferente continuamente. Sin embargo, las malas lenguas dicen que ahora practica la monogamia, pero esto último no me consta.
—¿Sabes qué? Todos son iguales, de una forma u otra se pueden corromper.
Mirándose a los ojos las dos mujeres comenzaron a reírse. Sus carcajadas inundaron el aire con el máximo de volumen. Estas fueron interrumpidas al escuchar azotarse con fuerza la única puerta abierta para dejar afuera lo que parecía ser risas irritantes.
—Alguien amaneció de malas —sentenció Carolina desconociendo la causa del malhumor de aquel hombre misterioso. Silenciosamente sintió empatía por él al saber lo que significaba tener que complacer a un padre exigente. La curiosidad por conocerlo aumentó.
—No sería la primera vez. Te lo repito, él es un ser complicado. Algún día lo conocerás y entenderás lo que estoy diciendo —aclaró Claudia.
Continuaron con sus risas, pero con volumen moderado hasta que se apagaron.
El día siguió su curso tranquilamente. Estar todo en silencio le facilitaba concentrarse y podía trabajar mejor. El motivo por el cual estaban el sábado después de haber tenido un infame viernes era porque Claudia y ella estaban ligeramente atrasadas en la próxima entrega de los diseños de la nueva línea de otoño que encargó una famosa mueblería. Ésta aceptó la mayoría de los diseños que habían creado, de los que no, algunos había que rehacerlos por completo y al resto había que hacerles pequeños cambios.
Si no trabajaban hoy era muy probable que no vieran sus diseños convertidos en telas a tiempo. Si eso llegara a pasar estarían en problemas, podrían perder al cliente, y junto a éste, seguramente su trabajo. No importaba lo que tuviera que hacer, eso jamás le sucedería.
Nunca antes había dibujado patrones, mucho menos para telas. A Carolina, además de las ilustraciones, le gustaba dibujar pequeñas historietas en su preciada libreta. Un patrón no tenía nada de interesante. Réplicas exactas en los dos ejes. Claudia le explicó que no siempre tenía que ser así. Era como ver un edificio de veinte pisos todos con las mismas ventanas, pero si te fijabas bien cada una de las ventanas era diferente. Persianas, cortinas de tela, una maceta, una lámpara hacían pequeñas diferencias que lo convertían en único y en ocasiones lo hacían divertido.
Era un cuarto pasada las cinco de la tarde cuando Claudia alzó los brazos sobre su cabeza entrelazando sus dedos para estirarlos y haciéndole saber que por hoy no había más que hacer. Lo que seguía dependía del cliente, y desafortunadamente tendrían noticias de éste hasta el lunes por la mañana.
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