XXXV
El que se hacía llamar Mark se escurrió despacio por la escotilla y se dejó caer al suelo, donde quedó con gesto abatido. Anne le observó bajo una nueva luz.
Rondaba los treinta y sus ropas se esparcían por un buen trozo del suelo a su alrededor. Ahora entendía por qué eran tan ridículamente grandes, igual que entendía por qué no había obtenido la menor atención por su parte. Los mechones de cabello negro, liso y brillante, no le pasaban de la barbilla, y a pesar de que en esa posición le ocultaban la cara recordaba a la perfección sus rasgos pálidos y suaves. Sus ojos, del azul más intenso que jamás hubiera visto, eran tranquilos y soñadores, pero también mostraban una dureza adquirida por haber presenciado horrores. El resto de sus facciones mostraba también aquella contradicción. En sus labios se intuía una sonrisa amable, aunque cuando los apretaba su expresión era casi cruel, y las cejas, arqueadas y finas, podrían considerarse hasta cándidas siempre que no las frunciera. Había sido esa discordancia, esa delicadeza endurecida que se reflejaba incluso en su estilo de lucha lo que la había fascinado de Mark.
—No me llamo Mark, sino Mary. Mary Read —confesó con una voz melódica.
Anne la miró en silencio con los ojos aún muy abiertos.
—¿De qué te sorprendes tanto? Tú también eres mujer y estás aquí, ¿no? Segunda de abordo, ni más ni menos... —murmuró con un deje de resentimiento.
—¿Cómo... lo haces? —preguntó Anne refiriéndose a su engaño.
—Digamos que llevo practicando mucho tiempo —contestó Mary con una sonrisa triste—. Aunque la pregunta es cómo lo haces tú. Mark es mi escudo, pero tú no llevas ninguno.
—Mi escudo era Aidan, pero lo cambié por la sangre.
—¿Así que es cierto lo que se cuenta de ti?
—¿Qué se cuenta de mí?
—Verdaderas historias de terror. Eres temida incluso en Londres.
—¿En Londres? —Anne se regocijó con una sonrisa soberbia.
—Fue allí donde oí hablar de ti. Creí que eran patrañas del mar, pero entonces un hombre perdió el control al escuchar tu nombre. Aseguró que le habías atacado y que por tu culpa había perdido el ojo derecho.
—¡Imposible! ¿Has conocido al doctor Alonso Martínez?
—Supongo. ¿Es así como se llama? ¿Qué hizo para acabar así?
El doctor Martínez trajo a Thomas a su mente, y fue en ese momento cuando comprendió de verdad cómo se había sentido él. La tristeza y la rabia de saberse engañada crearon un torbellino indignado que dirigió contra Mary.
—Me has mentido. ¡Seguro que en todo, joder! No hay ninguna mujer muerta, ni ejército, ni nada. ¿De dónde sales? ¿Quién eres y por qué estás aquí?
—Estoy aquí porque me capturaste —respondió Mary con tranquilidad—. He de decir que creí que morirías tras aquello, estoy impresionada. Y no he mentido. Aunque te cueste creerlo, trato de evitarlo.
—Seguro que sí, Mark —dijo Anne enfatizando el falso nombre.
—Solo he adaptado la realidad —replicó Mary encogiéndose de hombros—. Apuesto a que tú también lo has hecho más de una vez.
—Eso da igual.
—Me alisté en el ejército cuando apenas tenía veinte años y serví en Infantería. Más tarde me pasaron a Caballería, y allí conocí a Fleming, mi marido. Él... Era un buen hombre —murmuró apenada—. Fue el primero que supo de mi verdadera naturaleza.
—¿Te hiciste pasar por hombre durante veinte años? —interrogó Anne asombrada.
—Sí. Mi madre, supongo que igual que todas las mujeres cuyos maridos aman al mar más que a ellas, se quedó embarazada de otro hombre una vez que mi padre estaba de viaje. De un alguacil o algo parecido, no estoy segura. El caso es que no quiso descubrir conmigo su pecado, así que cuando nací me ocultó al mundo. Mi padre desapareció poco después en el océano y nos quedamos en la miseria más absoluta. Mi madre estaba desesperada, porque además tenía que hacerse cargo de mi hermano mayor, Mark. Acudió a la familia de mi supuesto padre, el que desapareció, y les rogó que la ayudaran a alimentar a su nieto.
—¿Lo hicieron?
—Bueno... De mí no sabían nada, claro, pero Mark sí era hijo legítimo. Mis abuelos se compadecieron y le concedieron un subsidio que la ayudó a salir adelante. Por desgracia, Mark murió al año siguiente, y mi madre, enloquecida por la pérdida y por la posibilidad de quedarnos sin el dinero que nos pasaban, comenzó a vestirme con sus ropas. Me cortó el pelo igual que él e incluso me dio su nombre. Fue entonces cuando comencé a existir, convertida en mi hermano muerto.
—¿Funcionó? —preguntó Anne cautivada por la historia. El resentimiento inicial se había convertido en una comprensión cómplice.
—Funcionó, aunque al final el subsidio se terminó. Empecé a trabajar como paje para una mujer francesa, pero la acabé odiando tanto que me enrolé en un barco. No me fue muy bien, y luego estalló la guerra.
—Vaya... —murmuró Anne impactada—. Escucha, dentro de poco tocaremos tierra. Puedes desembarcar si quieres.
La cabeza de Jacob asomó por la abertura que daba al exterior y comunicó que Jack los quería a todos arriba. Mary le lanzó una mirada implorante a Anne desde el suelo y esta asintió. Le tendió la mano y la ayudó a incorporarse.
—Deberías echarle un ojo a ese tobillo. Tal vez Martin pueda hacer algo.
—Estaré bien, gracias.
La tormenta había causado daños considerables. A un lado y a otro había sogas arrancadas, velas hechas trizas y astillas. Parte de la regala se había desprendido y colgaba por fuera de la borda, y al bauprés le faltaba el extremo final.
—Escuchadme todos —dijo Jack serio—. Es necesario reparar el barco, pero antes guardemos silencio por los que hemos perdido. Por Dylan, por Walsh y por el capitán de ese pesquero, Andrew. También él lo merece.
Anne guardó silencio igual que los demás, aunque no apreciaba especialmente a ninguno de ellos.
—Ya sé que la idea era ir a Puerto Príncipe, pero es preciso que pongamos rumbo a Tortuga —continuó Jack—. Bob, arregla lo que puedas para volver a navegar. Mientras tanto nos centraremos en un problema igual de grave. Las relingas se han soltado y con las sacudidas la vela mayor se ha enrollado sobre sí misma. Así no llegaremos muy lejos, de modo que hay que subir, volver a amarrarla y cortar lo que la retiene. ¿Algún voluntario?
—Lo haré yo —se ofreció Anne.
—No, subiré yo —contradijo Billy.
Anne cruzó los brazos y frunció las cejas.
—¿Acaso no me crees capaz? Te recuerdo que fuiste tú quien me propuso para segunda de a bordo.
—Sé que eres capaz. Y justo porque ahora eres segunda de a bordo no deberías arriesgar la vida así. Te necesitamos.
—Te agradezco la preocupación, Billy, pero voy a ir yo —resolvió.
—¿Estás segura, Boone? —le preguntó Jack reticente—. El último que subió ahí arriba acabó estrellado contra la cubierta.
—El último que subió ahí arriba lo hizo en plena tormenta. No pasa nada, soltaré la vela.
Anne se quitó el sombrero de Barbanegra para que no saliera volando y dejó su custodia a Evan. Se agarró a la escala de estribor, emocionada, y comenzó a trepar con agilidad. A mitad de camino, sin embargo, aminoró la marcha. El aire soplaba con tal violencia que a punto estuvo de llevársela con él. Cuando se terminó la escala levantó la cabeza. Si estiraba un brazo casi podía tocar el penol de la verga. Respiró hondo, se balanceó un par de veces y saltó hacia arriba con los brazos extendidos. Se aferró al penol y quedó suspendida en el aire con el corazón desbocado. Ignoró la herida que se resentía en el costado y entre jadeos utilizó hasta la última gota de fuerza para izarse despacio y ponerse en pie. Dio un paso cauteloso hacia el mástil, pero la madera, mojada y resbaladiza, la traicionó. Antes de perder por completo el apoyo y acabar estampada como Dylan se dejó caer de rodillas sobre la verga y se agarró a ella con las dos manos. Gateó hasta el mástil y lo abrazó. El aire golpeaba con más furia aún que durante el ascenso, le cortaba la respiración y le secaba los ojos. Recordó en ese instante la vez que de niña había trepado al retorcido árbol del patio de la escuela, y también el fracaso propiciado por William. Las burlas y las risas de entonces carecían ahora de la menor importancia. Había llegado, al fin, más alto que ninguno de ellos.
Se permitió un pequeño respiro y fijó la vista en la escena que tenía frente a ella. La superficie del mar aún estaba crispada. Las nubes se retiraban cobardes para atacar en otro sitio y el sol las reemplazaba con un brillo creciente que indicaba que ya no había de qué preocuparse. El agua, infinita y misteriosa, se extendía más allá de donde alcanzaba la vista y la imaginación. El viento se calmó y trajo el silencio tranquilo y sobrecogedor que sigue a las tormentas.
Hubo algo en todo aquello que la estremeció. Una presión cálida le hinchó el pecho y la garganta y, sin ser consciente de que estaba sonriendo, se retiró la lágrima que le rodaba por la mejilla. Se centró en el problema que había ido a solucionar y localizó el amasijo de sogas y lona. Se sacó la daga de la bota y cortó una primera maroma que colgó casi hasta la cubierta. Repitió la operación con dos más que cayeron del todo hacia abajo y amarró las relingas a los garruchos. Después dio el corte definitivo. La vela mayor se desplegó de golpe y el viento la infló al momento. Anne aprovechó la sacudida que desestabilizó el barco para lanzarse al vacío y agarrar la maroma suspendida frente a ella. Las quemaduras que se provocó en las manos tardaron semanas en sanar, pero consiguió regresar a cubierta de una pieza.
—Buen trabajo —la felicitó Jack orgulloso.
—¡Por las verrugas de mi abuela, Anne! Eso sí que es bajar con estilo. Creí que tendríamos que recoger tus sesos de la cubierta —dijo George con una carcajada.
Anne alcanzó a ver el asentimiento admirado que le había dirigido Mary. Aún no estaba segura si era siquiera de fiar, aunque en el fondo sabía que si desembarcaba en Tortuga lo iba a lamentar. Aprovechó el tiempo que les quedaba juntas para volver a interesarse por su vida y, por primera vez, Mary no puso reparos al hablar. Descubrió mucho sobre ella en esos días, sobre todo porque, tal y como ella misma había afirmado, era una persona transparente que huía de la mentira en la medida de lo posible. Tenía una calma y una paciencia aparentemente infinitas que hacían que rara vez perdiera el control, cualidades que le habían salvado el pellejo más de una vez. En general ignoraba al resto de la tripulación, y los marineros, por su parte, le devolvían la indiferencia. Sin embargo, había uno con el que tenía problemas.
—Le detesto —dijo Mary señalando a Evan con la cabeza una mañana.
Anne estaba sentada con ella en las escaleras del castillo de popa. Se dedicaban nada más que a disfrutar del día, pues el viento no los impulsaba.
—¿Por qué?
—Me odia, lo sé. Me juzga cada vez que me mira, y ni te imaginas cuánto disfrutó humillándome.
—Creyó que me habías matado —contestó Anne riendo—. Es normal. Evan es un buen tipo, y además muy agudo. Me descubrió nada más embarqué, pero no me delató. Me ayudó sin conocerme y jamás me ha pedido nada. Ha sido y es un gran apoyo, y eso es algo que le agradeceré siempre.
Mary frunció los labios.
—¿Crees que sospecha algo?
—No. Me lo habría dicho.
—¿Entonces qué demonios le pasa? ¿Por qué me mira así? Con ese... desprecio.
—Tal vez aún te tenga rencor... —aventuró Anne sin convicción.
Evan se volvió en ese momento hacia ellas, pero solo clavó la vista en Mary. Arrugó el labio superior con un desdén profundo y volvió a darse la vuelta.
—¿Lo ves? —dijo Mary.
Anne alzó las cejas, estupefacta, y se prometió que hablaría con Evan.
Cuando las costas de Tortuga se hicieron visibles la embargó una pesada sensación de melancolía. Y una vez que pisaron tierra le costó una eternidad despegar los labios para despedirse de Mary.
—Bueno, supongo que aquí nos separamos. Eres libre, Mark. Que la fortuna te sonría. Te lo mereces —dijo con sinceridad.
Mary respiró hondo.
—Hicimos un trato, y yo jamás los incumplo —contestó Mary—. Salvaste mi vida a cambio de que te mostrara todo lo que sé. Aún hay cosas que no te he enseñado, así que me quedaré y te las revelaré, si es que me lo permites.
Anne tuvo que reprimirse para ocultar la alegría que la invadió.
—¡Esto merece una celebración! ¡El ron corre de mi cuenta! —exclamó con entusiasmo.
El ambiente de Tortuga estaba impregnado de una decadencia triste que ni las prostitutas sonrientes de las esquinas ni los borrachos que retaban a beber a quien se cruzara con ellos conseguían animar. Todos los que se encontraban allí parecían saber que no tenían otro lugar a donde ir, y ninguno estaba dispuesto a aceptarlo. El alcohol formaba un oasis de alegría en la taberna. Las jarras se sucedieron una detrás de otra y lo que había empezado como una charla tranquila entre Anne y Mary se convirtió en una conversación a voces en la que a duras penas entendían lo que se decían la una a la otra.
—Hay algo que quiero saber —dijo Mary haciéndose oír por encima del griterío—. En el barco, cuando aún creías que era Mark, si yo lo hubiera permitido no habrías continuado. ¿Me equivoco?
—No —reconoció Anne.
—¿Entonces por qué...?
—Porque me gusta. Y porque además del miedo es la única otra forma de tenerlos donde yo quiero.
Mary inclinó la cabeza y frunció los labios con indiferencia. Antes de comenzar la cuarta ronda Jack se acercó a ellas.
—¡Boone! —llamó con voz afectada, ignorando a Mary adrede—. Hay unos palurdos ahí fuera que creen que saben jugar a los naipes. Ven, ven a jugar y les demostraremos que no tienen ni idea.
—Lo siento, pero no. Mark me iba a contar una historia sobre una especie de serpiente marina gigante. ¡Ah! ¿Conoces Fiddler's Green? Deberías quedarte, es... muy curioso —contestó Anne con las palabras a rastras.
Jack le lanzó una mirada fría a Mary, que se encogió de hombros.
—¿Seguro que no quieres venir? —insistió.
—Seguro. ¡Despluma a esos cabrones, Jack!
Jack se marchó de nuevo con el semblante contrariado y los hombros caídos. Anne y Mary retomaron sus bebidas y empezaron a gritarse contentas de nuevo como si no hubiera habido interrupción alguna. De pronto, un silencio repentino se tragó el bullicio del lugar justo antes de que uno de los presentes diera la alarma.
—¡Casacas rojas!
Todo el mundo repitió aquellas dos palabras hasta que el caos estalló. La embriaguez fue neutralizada por la visión de los uniformes a través de las ventanas, y antes de que nadie moviera siquiera un párpado cuatro soldados se introdujeron en la taberna. Anne maldijo en voz baja y se pasó la mano por el pelo mientras barría el local con la mirada buscando a Jack o a alguno de sus compañeros.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Mary más pálida de lo normal.
—No lo sé —murmuró Anne, lívida también—. Actúa con naturalidad. Puede que no nos reconozcan. Puede... que estén buscando a alguien.
Sus palabras le sonaron irreales hasta a ella misma. El oficial al mando desenrolló un pergamino y, precisamente como si hubiera querido contradecirla, lo leyó en voz alta.
—John Rackham y toda su tripulación son, desde este momento, prisioneros por piratería y delitos contra el orden público, así como por crímenes cuya lectura formal se realizará en un tribunal. La condena por tales actos es la horca, y se hace saber que a cualquier hombre, mujer o niño, sin excepción, que se oponga, los proteja o dificulte su captura le será impuesta la misma pena con acción inmediata.
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