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XXXIX

Mary se despegó las ropas del cuerpo y huyó tan rápido hacia la cubierta inferior que a punto estuvo de rodar por las escaleras. Sin embargo, no contaba con otras ropas con las que cambiarse. El balandro ni siquiera tenía hamacas suficientes para toda la tripulación, y la bodega, que hacía las veces de santabárbara, no contenía nada excepto un par de barriles de agua, unos trozos de vela, y un saco de manzanas marrones. Se resguardó tras el mamparo de la bodega y enseguida se presentó Anne.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Necesito ropa. No pueden verme así.

Anne regresó al exterior y Mary escuchó desde allí lo que decía.

—Quiero que alguien se quite esos asquerosos trapos harapientos a los que llama ropa y me los entregue. Ahora.

—¿Es para Mark? —quiso saber George.

—Sí.

—¿Por qué no se la quita y la pone a secar?

—Tiene una salud delicada —improvisó Anne—. Y si no tenéis más preguntas dadme la ropa. Hemos salido de esta sin bajas, no quiero que eso cambie ahora.

—¿Por qué no le das tus prendas? —preguntó Billy—. Estarías más cómoda sin ellas...

—Más quisieras, Billy.

Sonrió al intuir que Anne había acompañado aquella contestación con algún gesto obsceno. Supuso que serían las prendas de George las que vestiría, pero entonces la voz de Evan la sorprendió.

—Para. Le daré la mía. Tu camisa está tan sucia que si el agua no lo mata lo hará la mierda.

Aquella declaración le aceleró el pulso. El recelo inicial de Evan se había tornado en curiosidad, y aunque sus miradas a veces eran desconcertantes siempre encerraban una intensidad que la ponía nerviosa cuando se las devolvía.

Anne regresó a su lado con la camisa y los pantalones de Evan hechos una bola. Se los entregó y anunció que iba a ver cómo se encontraba Frankie.

—Espera, voy contigo —dijo Mary.

Frankie descansaba inconsciente en un lateral de la cubierta sobre una pesada tabla de madera. Martin le estaba vendando la pierna izquierda con un jirón de tela que había sacado de un maletín médico que él mismo se había construido.

—Se pondrá bien —informó Martin cuando terminó—. La bala salió por el otro lado. Ha perdido bastante sangre, aunque Mark le trajo justo a tiempo.

—Eres estupendo, Martin —alabó Anne.

—¿Sabes? No lo comentes, pero puede que algún día me retire y estudie medicina. A lo mejor se me da bien... —murmuró rascándose la ganchuda nariz.

—Seguro que sí.

Anne le dio unas palmadas en la espalda y se marchó a ayudar a ordenar las pocas pertenencias que aún conservaban del Enforcer.

—Este chico te debe la vida —aseguró Martin.

—También a ti —contestó Mary.

—Sí, pero yo no me habría arrojado por la borda para salvarle.

—Alguien tenía que hacerlo.

Martin la miró con una gratitud que no había visto hasta el momento en los ojos de nadie más a bordo.

—Me alegro de que estés aquí.

—Creo que yo también —dijo Mary con el corazón alegre.

Se despidió de Martin y le revolvió el pelo a Frankie antes de poner a secar la ropa mojada en la escala de babor. Buscó a Anne con la intención de suavizar la tensión que se había instalado entre ellas antes del asalto y la encontró en la bodega con George. Estaban encajando en un rincón una enorme caja de pólvora que invadió casi la mitad del espacio disponible. George se marchó murmurando algo sobre la caja y Anne y ella se quedaron a solas.

—Gracias por lo de antes —dijo Mary.

—No es nada.

—Tenías razón. Al final todo salió bien.

—Ya te lo dije.

—No es que dudase de...

—No importa. Yo siento haberte llamado cobarde. Y por cierto... Lanzarte así a por Frankie no es lo que yo llamaría prudencia, precisamente —dijo Anne con una media sonrisa.

—La imprudencia está bien... A veces.

Le devolvió la sonrisa con complicidad y con eso las dos supieron que todo quedaba arreglado. Discutieron unos minutos sobre el rumbo que debían tomar a continuación y entonces escucharon la voz de Jack arriba. Subieron a cubierta y vieron a Billy y a Parker arriar un bote para los prisioneros.

—No deberíamos dejarlos ir —le dijo Anne a Jack—. Si los liberamos solo aumentará el número de cerdos que quieren acabar con nosotros.

—¿Vas a seguir poniéndome en duda, Anne? —preguntó Jack con severidad—. Porque me parece que te di unas órdenes específicas que has ignorado a la perfección. No creas que no va a haber consecuencias.

Anne le sostuvo la mirada durante unos segundos, pero retrocedió hasta mezclarse con el resto. Billy arrancó la daga del cuello del hombre clavado en el palo y se la devolvió a su dueña sin decir nada. Pidió ayuda a Ethan y entre los dos lanzaron el cadáver al agua. Los prisioneros vivos descendieron al bote y se apiñaron dentro con una expresión tan ofendida como digna antes de ser entregados al mar y a su suerte.

—Ahora nos centraremos en la falta de hamacas —dictaminó Jack.

El problema se solucionó fabricando algunas más con los trozos de vela que habían encontrado. No obstante, resultaron ser tan incómodas que antes de dormir se jugaron a los dados quién se quedaría con las buenas. Mary perdió la partida, pero cuando fue a acostarse en la áspera tela George la detuvo y le cedió la suya. Le dio las gracias, asombrada y suspicaz.

Al despertar a la mañana siguiente se sintió extraña con sus prendas. Al momento recordó que aún llevaba las de Evan. No le había visto desde que rescató a Frankie, y dado que en el balandro era imposible no coincidir supuso que la estaba evitando. Recogió su ropa de la escala donde la había tendido y localizó a Evan junto al palo mayor. Sin saludarle, atravesó de nuevo la cubierta inferior sin respirar para no tragarse el olor a pedos y sudor y se escondió tras el mamparo de la bodega. Después de cambiarse fue directamente a devolverle las prendas a su dueño.

Evan estaba inclinado sobre el suelo fregando la sangre del hombre al que Anne había asesinado. Mary se ruborizó al darse cuenta de que todo lo que le cubría el cuerpo era una tela raída que llevaba anudada a la cintura a modo de faldón. Bajó la vista mientras avanzaba hacia él, aunque no pudo evitar echar un par de rápidos vistazos a su torso ancho y a los músculos de sus brazos, que le vibraban bajo la piel cada vez que los movía. De repente, las ropas que llevaba en las manos le ardían.

—Creí que fregar cubiertas le correspondía a otro —comentó Mary cuando llegó a su lado.

—Le corresponde a Frankie —contestó Evan sin mirarla.

—Ah...

—Frankie está herido —aclaró como si no fuera obvio.

—Ya, ya. —Aquel diálogo no estaba yendo a ningún lado, por lo que Mary decidió cortarlo—. Solo venía a devolverte esto y a darte las gracias.

Evan se incorporó, tomó el pantalón y la camisa y asintió. A Mary le sorprendió el tormento que leyó en sus ojos al tenerle cerca, y se preguntó con cierta inquietud si acaso sería ella la causante. Abrió la boca, pero entonces Frankie, que había despertado y comenzaba a arrastrar la pierna herida, le tiró de una manga.

—¿Podemos hablar? —pidió Frankie enrojeciendo al instante.

Mary suspiró. Había llegado el momento que temía.

—Claro. Pero no aquí.

Ayudó a Frankie a alcanzar la proa y se situaron frente a frente.

—Yo... No te he agradecido como debo lo que hiciste por mí —dijo Frankie.

—No es nada.

—¡Y también quería pedirte perdón! —añadió con atropello. El rostro de Frankie se puso todavía más colorado y Mary supo que estaba rememorando el momento en el que se le había agarrado al pecho en el mar y había encontrado unas formas que no esperaba sentir—. Yo no lo sabía, de verdad. No lo hice adrede. Te juro que si lo hubiera llegado a saber jamás habría... Yo no... Eso no....

Apenas pudo contener la risa al ver el apuro del muchacho, aunque apreció sus torpes intentos de disculpa.

—Está bien, no te preocupes. No te culpo de nada. Pero tienes que prometerme que guardarás el secreto. No lo sabe nadie excepto tú y Anne.

—¿Anne lo sabe? —preguntó sorprendido.

—Sí.

Le habló brevemente de su relación con Anne creyendo que se iría después. En lugar de eso, buscó en su bolsillos y le tendió dos manzanas estropeadas.

—Son para ti.

Mary extendió la mano sin poder creerlo. Jack le había entregado dos manzanas por haberse presentado voluntario y otras dos por la lesión, y desde que despertó se había dedicado a agitarlas orgulloso por todo el barco como si fueran un par de rubíes.

—Gracias —murmuró Mary, consciente de que le entregaba la mitad de todo cuanto tenía.

—Si me das tus armas puedo limpiarlas.

—No es necesario.

—¡Pero quiero hacerlo! —exclamó Frankie.

Le entregó la espada y Frankie se dejó caer con dificultad al suelo. Mary le miró con algo de lástima y se sentó también.

—Dime una cosa, Frankie. ¿Por qué estás aquí?

—Es un poco largo... —objetó abrillantado distraído el metal.

—Quiero oírlo.

—Bueno. Cuando nací mis padres decidieron que ya tenían demasiadas bocas que alimentar y me malvendieron a un tío materno que me crió igual que si hubiera sido su hijo. Tenía una embarcación, apenas más grande que un bote de remos, en la que dábamos paseos al atardecer. A veces íbamos a nadar al mar y al volver comíamos patatas dulces en el puerto. Una semana después de mi decimocuarto cumpleaños mi tío murió. No tenía mucho, así que me dejó su embarcación y esto. —Frankie se sacó un cordel de debajo de la camisa del que pendía una talla de madera. Mary se inclinó para verla mejor y se dio cuenta de que representaba una tosca rosa de los vientos—. Me dijo que debía seguir este símbolo, y que si lo hacía todo iría bien.

—Y lo hiciste —aventuró Mary.

—Para nada. Yo no tenía ni idea de qué era ese símbolo.

—¿Y entonces...?

—Empecé a salir a pescar con el barco, pero no era lo mío. Se me escapaban todos los peces y nunca conseguía los suficientes para venderlos y alimentarme de ellos. Un día estaba intentando engañar a un pescador para que me comprara los cuatro peces que había cogido cuando vi el símbolo. Aquel hombre lo llevaba dibujado en la piel. Le pregunté por él y entendí que mi tío quería que me hiciese marino, porque así no me faltaría trabajo.

—Déjame adivinar: no te fue bien —ironizó Mary.

—Esto no me daba —dijo Frankie dándose unos golpecitos en la cabeza con los nudillos—. Demasiadas palabras complejas. Y todo el mundo me gritaba porque hacía las cosas mal. Aún así me empeñé en ganarme la vida en el mar, por mi tío. Me alisté como mozo de camarote para Vane y permanecí con Jack cuando le expulsó. No me arrepiento de mi decisión. Es muy buen capitán.

—Ya...

—¡De verdad que lo es! Deberías hablarle sobre... Sobre lo tuyo. Él lo entenderá, te dejará quedarte.

Y lo dijo con tal entusiasmo que Mary creyó que saldría corriendo en ese mismo instante para contárselo.

—¡No! Oye... Tal vez lo haga, pero todo a su momento. Me has prometido no decir nada, ¿recuerdas?

—No lo haré.

—Bien.

—¿Sabes...? Las manzanas son lo único comestible que queda a bordo —dijo Frankie.

—¿Cómo? ¿No trajimos nada más del Enforcer?

—Solo queda un barril de galleta, el de los gusanos. Y un pajarito de esos de la isla.

—Voy a echar un vistazo —respondió Mary alarmada.

Frankie tenía razón. Dos barriles de agua y uno de galleta. Del pájaro cazado no había ni rastro. Abrió el de galleta y retiró asqueada los gusanos acomodados en los agujeros. No había sacado ni tres cuando el joven Frankie se situó a su lado.

—Te ayudo —dijo metiendo las manos en el barril—. He dejado tu espada en tu hamaca.

—Deberías descansar, Frankie. Échate un rato. Si la pierna empeora, salvarte no habrá servido de nada.

Se aseguró de que Frankie reposara y fue en busca de Jack. No le agradaba hablar con él, pero quería saber qué solución tenía para la hambruna que se avecinaba. Llamó a la puerta de su camarote y se encontró dentro a Anne con una mueca contrariada.

—Cuando el hambre apriete no solo nos comeremos la galleta, sino que buscaremos los gusanos también. Y me gustaría evitar eso —le dijo Jack a Anne antes de mirar a Mary—. ¿Qué quieres?

—Justo venía a hablar de eso, capitán. ¿Qué vamos a hacer con las provisiones?

Jack se frotó los ojos, cansado, y fue Anne quien contestó.

—Jack conoce a alguien en Puerto Rico. Un militar español que trata con piratas.

—Eso es bueno, ¿no? Podría conseguirnos comida —dijo Mary esperanzada.

—No es tan bonito como suena —contradijo Jack—. Ese tío es el ser más tramposo y miserable que he conocido nunca. Se mueve en ambos lados de la ley, y solo hará un trato con nosotros si lo que le ofrecemos vale más que lo que saque al entregarnos.

—Pues no tenemos gran cosa... —observó Mary.

—Y nuestras cabezas tienen un precio muy alto. No deberíamos ir, Jack.

—A mí tampoco me gusta la idea, pero no quiero que lo que encuentren los guardacostas sea un barco lleno de cadáveres famélicos.

—Un momento. Entiendo que ya has hecho tratos antes con él, ¿no es así? —le preguntó de pronto Mary a Jack.

—Sí.

—¿Y ha visto a toda la tripulación?

—No. Solo a Evan y a mí.

—Bien. Si desembarcan hombres a los que no ha visto nunca creerá que faenan en otro barco. Que le pregunten qué desea a cambio de provisiones y agua. Quizá no pida demasiado, aunque si no tenemos nada...

—Tenemos unas cuantas monedas aún, y guardé parte de las sedas, el tabaco y el aceite de la cueva del ahogado por si nos encontrábamos en una situación como esta —reveló Jack animado.

Aplaudió en su interior la previsión del capitán y advirtió que la conversación con él fluía mejor de lo que había esperado.

—Tú tampoco deberías ir —le recomendó a Anne—. Eres muy reconocible.

—Tampoco es que quisiera.

Anne se marchó del camarote y Jack miró indeciso a Mary.

—Lo intentaremos —le dijo.

—De acuerdo.

—Espera, Mark. —Jack la detuvo antes de que saliera también—. Hiciste un buen trabajo con Frankie. Gracias.

Mary asintió.

—Quiero que seas tú quien vaya a tratar con el almirante Hernando.

—¿Yo? —se extrañó Mary.

—Sí. Entiendes de comercio, y tienes más diplomacia que nadie a bordo. Puede que contigo tengamos alguna opción.

—Está bien —aceptó, agradecida por el reconocimiento.

En los días que tardaron en alcanzar Puerto Príncipe Frankie se convirtió su sombra. La seguía allá adonde iba, a pesar de la herida, y se desvivía por echarle una mano siempre que le era posible.

—¡Parece que te ha salido un aprendiz! —exclamó George una tarde.

—¡Eso es, un aprendiz! —asintió Frankie, feliz por la idea—. Es mi maestro.

—¿Cómo voy a ser tu maestro? —dijo Mary echándose a reír.

De algún modo la admiración de Frankie levantó simpatía entre el resto de los tripulantes. Mary se dio cuenta de que la saludaban con gruñidos, más de lo que había obtenido de ellos hasta entonces, y de que algunos incluso la incluían en sus charlas. Se molestó en aprenderse sus nombres y recibió contenta la aceptación silenciosa que le ofrecían, que fue lo que puso fin al dilema que la atormentaba.

—Quiero ser Mary —le dijo con firmeza a Anne, sin preocuparse por primera vez de que alguien la oyera.

—Me alegra que por fin te hayas decidido. La de problemas que nos vamos a ahorrar...

—Debería decírselo a Jack primero.

—Sí.

—Quiero que tú estés presente —dijo Mary.

—Vale. Vamos.

—¿Cómo? ¿Ahora?

Anne se echó a reír.

—¿Cuándo si no? Está anocheciendo y Jack ahora está libre. Será más fácil.

Jack frunció el ceño al verlas entrar en el camarote.

—¿Qué ocurre? —preguntó con cautela.

—Mark quiere decirte algo —animó Anne.

—Verás... Me temo que no he dicho toda la verdad. —Mary habría preferido tener algo de tiempo para preparar lo que iba a decir—. Mark es solo un nombre que utilizo para embarcar. En realidad me llamo Mary. Mary Read. Siento el engaño, y solicito permiso para permanecer en este navío bajo tu mando.

Anne asintió satisfecha y Jack descruzó los brazos y los dejó caer a los lados, aturdido. Dio un paso hacia atrás y contempló a Mary de arriba a abajo durante casi un minuto.

—¿Jack...? —llamó Anne.

—Oh, joder... —Jack se pasó una mano por el pelo y soltó una carcajada incrédula—. ¡Pues claro! Ahora lo entiendo todo. ¿Cómo no me di cuenta...?

Y volvió a guardar silencio.

—Así que... ¿Puedo quedarme? —insistió Mary.

—¿Qué clase de pregunta es esa? Te ordeno que lo hagas. No había visto a alguien tan capaz en mucho tiempo. —Jack entonces reparó en algo y bajó la voz—: Lamento mi comportamiento. Es que...

—Da igual —aseguró Mary. No quería oír explicaciones sobre sus celos infundados—. Gracias... capitán.

—Bienvenida a bordo, Mary Read —dijo Jack extendiéndole la mano.

—Ahora no tengo inconveniente alguno en que se lo comuniques al resto de la tripulación.

—Te agradezco la confianza, pero esa es una decisión que solo a ti te corresponde tomar.

Le dio las gracias una vez más y salió con Anne al exterior.

—Ahora a por los demás —alentó Anne.

—Poco a poco. No estoy tan segura del resto.

—A mí me han aceptado.

—Yo no soy tú.

—Cierto.

Un breve silencio las envolvió.

—Dentro de poco alcanzaremos Puerto Rico —informó Anne—. Deberías ir pensando qué le vas a decir a ese cabrón.

Mary se rascó una ceja y suspiró. No lo tenía nada claro.

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