XXXIV
Había apuntado al corazón. El impacto la derribó, pero en la caída giró lo justo como para evitar la cuchillada mortal. Sin embargo, el filo le pasó por el costado y le abrió un corte desde la parte baja de las costillas hasta la axila. Soltó un alarido y le dio una patada en el estómago. Mark se dobló sobre sí mismo y sin aliento la atacó de nuevo con un débil mandoble. Anne rodó, se puso en pie y desenvainó la espada con la mano derecha mientras con la izquierda se estrujaba el corte sangrante. Durante los siguientes segundos los dos se analizaron bajo la penumbra de la lámpara que había aterrizado lejos de ellos.
Una de las lecciones que Mark había extraído de la batalla era que resultaba igual de peligroso subestimar al enemigo que sobreestimarlo, y no le hizo falta un combate de una hora para entender que Anne Bonny sabía lo que se hacía. Decidió así utilizar el ataque que le había salvado la vida en más de una ocasión. Él mismo lo había ideado. Lo había practicado cientos de veces hasta alcanzar la sincronía perfecta entre pies, brazos y espada, y lo había mejorado tanto que hasta la fecha no le había fallado ni una sola vez. No obstante, solo lo empleaba como último recurso en casos verdaderamente límites. Era una maniobra que suponía engañar al contrario, y la victoria no le agradaba si no era limpia.
Dio unos pasos cautelosos a la derecha. Anne se movió hacia la derecha también y entonces acometió contra ella. Alzó la espada para defender ese flanco, pero Mark pivotó sobre un pie y de un salto se colocó a su izquierda, que había quedado desprotegida. Cuando Anne se dio cuenta de la treta sus ojos reflejaron terror. Mark frunció los labios y llevó el brazo hacia atrás para descargar el último golpe. En ese instante, con un grito más rabioso que dolorido, Anne se soltó la herida que intentaba mantener cerrada. Con las fuerzas que aún debían de quedarle en algún rincón desenvainó una espada, más ligera que la que había estado usando, con la mano izquierda y detuvo la estocada con un movimiento torpe e improvisado. El corte se abrió más aún y la sangre le mojó la camisa y los pantalones antes de acumularse en el suelo. Mark quedó tan impactado que bajó el arma. Su ataque había fallado, y la mujer que se desangraba frente a él todavía se mantenía en pie. Anne Bonny existía y era de carne y hueso, pero tenía claro que había en ella algo de sobrenatural. Anne soltó la espada y volvió a sujetarse con fuerza el costado. Desenfundó la pistola y le apuntó a la cabeza.
—Eso no es justo —masculló Mark mirando el arma.
—Atacar por la espalda tampoco —respondió Anne con los dientes apretados—. Ni tampoco el truco ese que has usado.
Mark bajó la vista y un suave rubor se le extendió por la cara. Anne se tambaleó hasta la lámpara sin dejar de apuntarle, la recogió y la alzó para verle bien. Le contempló en silencio con una expresión cercana a la fascinación en el rostro, y estuvo durante tanto tiempo así que Mark comenzó a incomodarse.
—¿Anne? ¿Estás aquí? —Un hombre bajo y de gesto severo se introdujo con ellos en la bodega—. Jack te está buscando porque... ¡Dios santo! —exclamó asustado al ver el charco de sangre—. ¿Qué ha pasado?
Entonces reparó en Mark.
—Tú... —siseó mientras se llevaba la mano a la espada—. ¿Qué has hecho?
—No... No le hagas daño —dijo Anne en apenas un susurro.
El marinero la sujetó por la cintura a tiempo. Anne perdió el conocimiento y el hombre le cogió la pistola de la mano para seguir encañonándole.
—¡George! ¡Martin! —llamó a gritos—. ¡Echadme una mano, rápido! Maldito bastardo...
Mark le respondió con una mirada altiva. Poco después los compañeros a los que había pedido ayuda aparecieron y entre los dos se llevaron a Anne.
—Si se muere, tú irás detrás —dijo el hombre. Luego escupió al suelo.
—Eso no es lo que ella ha dicho —respondió Mark. Le había sorprendido aquella petición, pero estaba dispuesto a explotarla.
—Si muere, eso dejará de ser válido.
Antes de poder contestar una figura irrumpió en la estancia y sin detenerse se abalanzó directamente sobre él. Le estampó el puño en la mandíbula y le hizo retroceder unos pasos. Mark le miró con los ojos desorbitados al tiempo que la boca se le llenaba de sangre. El atacante volvió a levantar el brazo y el otro hombre le detuvo.
—¡No, Jack! Anne dijo que no debía sufrir daños, aunque merezca eso y más —dijo con desprecio.
Mark se retiró la sangre con la manga de la camisa y estudió a sus dos captores. El que había llegado primero se limitaba a mirarle con una repulsión que no se molestaba en esconder, y el otro, Jack, parecía debatir furioso consigo mismo.
—Puedes quedarte —sentenció Jack—, pero fregarás las cubiertas y montarás guardia todos los turnos. Ahora limpia la sentina y los beques —dijo con burla—.Vamos, ya conoces el camino.
Fue así cómo se enteró de que el Enforcer había sido capturado, aunque no tenía ni idea de la suerte que habían corrido sus compañeros. Pensó en Elliot y la incertidumbre de su suerte lo alarmó.
—Necesito algo para limpiar.
—Apáñatelas.
Mark se sintió humillado, pero valoraba más la supervivencia que el orgullo. Se coló por la trampilla que daba acceso a la sentina y se hundió hasta las rodillas en un fluido oscuro, espeso y viscoso. Un hedor nauseabundo le penetró por las fosas nasales y se le agarró al estómago, y ni siquiera cubriéndose la boca y la nariz con las manos pudo evitar el vómito.
—Date prisa, después te toca hacer guardia —apremió el primer hombre desde arriba—. Y cierra esa trampilla. Estás apestando la bodega.
La trampilla se cerró con un golpe y la sentina quedó en la más absoluta oscuridad. Mark luchó por tomar una nueva bocanada de aire, pero se interrumpió al notar que algo le rozaba una pierna. Se estremeció y en seguida volvió a abrir la trampilla. Salió y buscó un cubo bajo la atenta supervisión del que le había hablado antes. Todo lo que hizo durante el resto de la tarde fue transportar cubos repletos de la mugre que abarrotaba la sentina, descargarlos por la borda y maldecir. Los siguientes dos días los dedicó a vaciar de excrementos los beques, lavar las camisas de la tripulación y hacer guardias innecesarias de hasta doce horas. También tuvo que dar caza a las ratas de la bodega, retirar algas y fregar las cubiertas a fondo. Cada noche se iba a dormir extenuado y con suerte dormía dos o tres horas antes de que Jack o Evan, el otro hombre que lo había apresado en la bodega, lo despertara a sacudidas. No había vuelto a ver a Anne, pero sí a sus compañeros del Enforcer, que también habían sido reclutados. Suspiró con alivio al localizar a Elliot, aunque se mantuvo alejado de él para evitar que los relacionasen. No quería que compartiera su destino.
El cuarto día se encontraba con la cabeza apoyada contra el trinquete calculando cuánto más aguantaría antes morir de cansancio cuando Jack se acercó a él.
—¡Eh! —exclamó Jack—. Me han dicho que te llamas Mark, ¿no es así?
—Sí.
—Ve a descansar. Mañana tendrás un turno de guardia normal.
Mark asintió y se preguntó a qué podía deberse aquel cambio, aunque no esperó mucho para averiguarlo. La puerta del camarote del capitán se abrió y de él salió, tambaleante y por su propio pie, Anne Bonny. Un hombre con una barba nudosa que le sobrepasaba el pecho se acercó a ella y la abrazó con tanta fuerza que Mark creyó que la herida se le volvería a abrir. Evan cambió su expresión adusta, que no le había abandonado desde que le conocía, por una bonita sonrisa que acompañó con unas palmadas entusiastas. Jack la alzó en brazos y la besó en los labios, lo que arrancó sonrisas y silbidos groseros a algunos de los tripulantes, que, a su vez, pidieron al capitán que la compartiera con ellos.
Mark contempló la escena sin saber qué le sorprendía más: que Anne aún viviera; que, aún siendo mujer contara con el aprecio de la tripulación o que esta no le diera importancia al hecho de que el capitán fuese su amante. Una chispa de esperanza prendió entonces en él. Si Anne había ordenado mantenerle vivo y le había salvado de fallecer por agotamiento quizá fuera posible llegar a un acuerdo. Dio unos pasos hacia ella, pero un marinero de ojos bizcos se separó de los demás y habló en voz alta.
—Solicito una votación —anunció mirando al capitán.
Jack la concedió. Los hombres le miraron extrañados y Anne arrugó la frente.
—No voy a marcharme, Billy. Creí que eso ya te había entrado en la bola de serrín que tienes por cabeza —le dijo Anne.
—No es eso —contestó Billy con timidez. Cogió aire y se dirigió al resto en voz más alta todavía—: La tripulación ha aumentado y navegamos en un navío mayor. Creo que necesitamos un segundo de a bordo, y propongo por méritos a Anne Bonny para el puesto.
Mark se quedó de piedra. Siguió la votación, entre molesto y pasmado, y quedó boquiabierto con el resultado. Había habido abstenciones, pero ni un solo voto en contra.
—De acuerdo —dijo Jack—. Ahora necesitamos un nuevo contramaestre.
Tras una nueva votación el nombre de Evan Anderson salió ganador y la jerarquía del barco quedó reestablecida.
—Enhorabuena por el puesto —Mark felicitó a Anne con cierto enojo una vez que la reunión se disolvió—. ¿Podría saber qué tienes pensado hacer conmigo?
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Anne inexpresiva.
—Mark Read.
—Bien, Mark Read. No he olvidado que por poco acabas conmigo, así que yo de ti haría lo posible por complacerme. Igual que di una orden puedo dar otra.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Mark cansado.
—Información, habilidades de combate... Puede que ese traidor movimiento tuyo. Descansa hoy, mañana hablaremos.
A la mañana siguiente se encontraron temprano en cubierta. Anne volvía a contemplarle con la misma mueca deslumbrada que tenía la primera vez que se encontraron en la bodega. Le pidió batirse en duelo. Mark ganó debido a la herida que él mismo le había infligido, aunque eso despertó aún más embeleso en ella.
—¿Dónde has aprendido a luchar así? —preguntó Anne impresionada.
—Combatí en Flandes.
Anne esperó a que dijera algo más, pero no lo hizo.
—¿Has estado en la guerra? Cuéntame más —pidió con suavidad.
—No hay mucho que contar. Me alisté en el ejército, me casé y volví a alistarme cuando mi mujer murió.
No quedó satisfecha con la respuesta, porque siguió haciéndole preguntas sobre él y su pasado. Mark se negó a responder, lo cual lamentó de inmediato. Se acababa de rodear involuntariamente de un misterio que Anne se propuso desentrañar.
—Mañana a la misma hora —dijo Anne—. Si me enseñas lo que aprendiste en Flandes y me hablas más de ti no tendrás que volver a bajar a la sentina.
A lo largo de la semana Anne le habló del barco, de la tripulación y de los asaltos en los que había participado. Mark escuchó cortés, con la sospecha de que le contaba todo aquello solo para que él le relatase a su vez sus vivencias. A veces la obsequiaba con detalles vagos, pero pronto su insistencia comenzó a inquietarle. Una noche se despidió de él con una sugerente caída de pestañas, y a partir de ese instante empezó a forzar encuentros con él en lugares íntimos. Anne le entregaba las mejores de sus sonrisas e incluso se ofreció a remendarle los agujeros de las prendas. Mark se deshacía con naturalidad de ella, pero los rechazos solo aumentaron sus atenciones hacia él. Aquello le puso de mal humor. Había visto cómo miraba a Jack. Era incapaz de apartar los ojos de él cuando se dejaba ver por cubierta y ni siquiera se esforzaba en ocultar una sonrisa. Tampoco se le habían pasado por alto las visitas a su camarote por las noches. Sabía, por experiencia en Las tres herraduras, que con aquellos coqueteos burdos Anne no buscaba su amor, sino sentirse deseada. En cualquier caso, la segunda de a bordo no le interesaba y, además, lo último que quería era buscarse problemas con el capitán.
La novena tarde desde que le capturasen el cielo se cubrió de nubes oscuras. El sol se cegó y el barco se cargó de humedad y energía al tiempo que el viento soplaba cada vez más enfadado.
—¡Capitán! —exclamó Frankie—. Tormenta. Se nos ha echado encima, ¿qué hacemos?
Jack se asomó por la borda y examinó el cielo.
—La capearemos —contestó—. ¡Recoged todas las velas que podáis y aplanad el resto! ¡Dejad los juanetes, trincad los palos y asegurad la carga! Que todas las escotillas permanezcan cerradas. ¡Y sujetaos fuerte!
Mark corrió a cubierta con los demás tripulantes respondiendo a la llamada de Anne. Solo habían recogido el velacho y el trinquete cuando el agua cayó sobre ellos como un manto pesado. Las olas golpearon el costado del navío, tímidas al principio, y con la fuerza de un animal embravecido después. El barco empezó a dar sacudidas, y en una de ellas Mark no alcanzó a agarrarse a una soga. Salió despedido hacia adelante y al aterrizar se torció un tobillo. Cayó al suelo y al mirar hacia arriba fue testigo de cómo uno de los artilleros se precipitaba al vacío desde la verga de gavia. El rugido de los truenos acalló el impacto del cuerpo sobre la cubierta. Un nuevo bandazo se llevó a otros dos marineros y Mark arrastró la pierna a la cubierta inferior. Los zarandeos perdieron intensidad, lo que quería decir que el resto de las velas habían sido plegadas o que el el mar se estaba aburriendo de jugar con ellos. Se palpó el tobillo dolorido y al levantar la vista se encontró con Anne, que se aproximaba a él ayudándose de las cuadernas y las vigas.
—¿Estás herido? —preguntó Anne melosa—. Tal vez pueda ayudarte...
—Estoy bien, gracias.
Mark retrocedió y Anne continuó avanzando.
—Ha sido una tormenta dura. ¿Alguna vez te habías enfrentado a algo así?
—Sí.
—Así que eres hombre de mundo...
Anne apretó los labios contenta cuando Mark chocó de espaldas con las escotillas cerradas.
—La vida a bordo a veces se hace aburrida, ¿sabes? Todos los días lo mismo... Pero creo que tú podrías darle emoción. No sé si me entiendes...
—No te acerques más —avisó Mark.
—¿Por qué no? —preguntó Anne con los ojos entrecerrados.
—Porque no. Mira, yo...
El barco sufrió entonces una última sacudida moribunda. Mark apoyó el pie herido en el suelo y una punzada de dolor le hizo caer recostado contra la escotilla. Anne fue lanzada contra él y apoyó una mano en su pecho para incorporarse, pero la retiró tan rápido como si hubiera tocado un hierro al rojo. Los ojos se le abrieron de golpe y las mejillas se le colorearon de un intenso escarlata.
—No es posible... —acertó a decir Anne.
—No, por favor —suplicó Mark.
—Tú... ¡Eres una mujer!
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