XVIII
El desayuno estaba servido sobre la mesa en el balcón de la habitación, aunque ninguno de los dos comía nada. La noche anterior había compartido lecho con James y, por primera vez, había sentido asco en lugar de placer.
—¿Hay otras mujeres? —preguntó Anne sin preparar la conversación.
—¿Aquí, en Nassau? Claro, está la mujer del panadero, la señora Lewis, la costurera de la esquina, la señora...
—Déjate de mierdas, James —cortó molesta—. ¿Te acuestas con otras mujeres?
James se giró hasta quedar de frente a ella. En su cuadrada mandíbula había aparecido barba y el pelo corto comenzaba a crecerle salvaje.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo he oído en la taberna.
—Ah, la taberna... Sí, ese era un tema que quería tratar contigo. No quiero que vayas más.
—¿Cómo dices?
—Hay demasiados hombres allí, mucho escándalo. Se oyen sandeces como la que me acabas de decir, y también se habla de ti... Además están las putas. No quiero que te mezcles con todo eso.
—No voy a tirarme a una puta, aunque puede que tú sí —dijo con rencor—. Y esos hombres son mis amigos.
—Tus amigos... —repitió James con burla—. Son borrachos, Anne. Además, tú no necesitas amigos. Ya me tienes a mí.
James estiró el brazo y trató de acariciarle la mejilla, pero Anne se apartó sin querer creer lo que acababa de oír. De pronto le dio igual si su marido había estado o no en compañía de otras mujeres. Terminaron el desayuno en un silencio tenso y luego James manifestó que tenía que prepararse para partir.
—¿De verdad hace falta que te vayas otra vez? —preguntó Anne, con más recelo que pesar—. Acabas de volver, tenemos dinero suficiente por ahora.
James se puso en pie y salió de la habitación sin contestar.
—Joder... —susurró Anne perdiendo la calma—. ¡Joder!
Y sin levantarse de la silla le dio tal patada a la mesa que lo que quedaba de desayuno salió volando por encima de la barandilla del balcón.
Al caer la noche se situó sola en la barra de El marino cojo y le dio sorbitos a una jarra de ron mientras pensaba en James y en la farsa que había estado viviendo con él. Se sintió estúpida e ingenua, pero no porque la engañase, sino por haber creído desde el principio en él. Agarró el asa de la jarra hasta que los nudillos se le quedaron blancos y apretó los dientes.
—Déjame invitarte a algo —ofreció alguien tras ella.
Anne se giró y se encontró con Samuel.
—Hoy no quiero compañía, Sam. Lárgate.
—Te va a gustar, confía en mí.
Samuel pidió dos jarras de grog y le tendió una. Bebió el licor y descubrió que sabía suave y dulce.
—¿Qué coño me has dado? Está delicioso.
—Ya te lo dije —Sam se echó a reír—. ¿Sabes...? A veces me es difícil creer que eres una mujer...
Anne dio otro trago de grog y reflexionó unos segundos.
—¿Quieres comprobarlo? —insinuó.
Samuel alargó la mano y se pasó la lengua por los labios, pero Anne le detuvo y señaló la salida. Le llevó a la parte de atrás de la taberna y se lanzó a su boca. Samuel le devolvió el beso con más ganas aún y le desabrochó el pantalón. Anne se encaramó a él de un salto y en poco tiempo le costó decidir qué le daba más gusto: Sam o el hecho de estar ofendiendo a su marido.
Después de casi tres años de su llegada a Nassau no había hombre ni mujer en toda la isla que no conociera o, al menos, hubiera oído hablar de Anne Bonny. Las mujeres se ofendían cuando la oían maldecir y arrugaban el gesto al verla pasear vestida con pantalones, camisa y sombrero. A Anne eso le divertía. Tanto, que cada vez que se cruzaba con alguna aprovechaba para bajarse la camisa y regalarle la fugaz visión de uno de sus pechos solo para ver sus reacciones. Durante ese tiempo conoció a hombres que solo pasaban temporadas allí, a algunos que se quedaron de manera definitiva y a otros a los que nunca más volvió a ver. Los admiraba a todos, sin embargo, porque se aferraban a su libertad y a su vida sin rendirse ante nadie, aunque eso supusiera huir de madrugada con tan solo una camisa.
Había aprendido a ignorar a James las veces que coincidían en tierra y también a suplir su presencia, normalmente con Samuel. A pesar de que era selecta a la hora de elegir compañía los demás marineros aguardaban su turno esperanzados. De todas formas, los descartados se contentaban con pasar algo de tiempo con ella, ya fuera en la taberna, en la playa o entre las calles de la capital. Nassau se convirtió en un trozo de independencia en el que era feliz, pero solo duró hasta 1717.
Una inquietud creciente comenzó a extenderse entre los habitantes a principios de año. Anne se dirigió a la taberna, el mejor lugar para enterarse de las noticias, y distinguió a Sam, a Phillip y al viejo Tom jugando a los naipes en una mesa al fondo. Se unió a ellos y pidió que le repartieran también.
—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó Anne recogiendo los naipes—. ¿Por qué está todo el mundo tan nervioso?
—Es ese cabezón de Hornigold —dijo Sam.
—Este no está contento con haberle arrebatado el Marianne al bueno de Benjamin —El viejo Tom señaló a Sam—, sino que ahora quiere quitarle también el mando.
—No es eso —replicó Sam dejando un naipe sobre la mesa—. ¿Conoces a Henry Jennings, Anne?
—En persona no.
—No se deja caer mucho por aquí —reconoció Phillip—, pero ha venido para quedarse.
—Sí —confirmó Sam—. Era corsario y, joder, sabe de lo que habla.
—No comprendo —dijo Anne.
—Ben no quiere atacar navíos ingleses, solo franceses o españoles —explicó el viejo Tom—. De hecho, ¿no fue por eso por lo que su tripulación te nombró a ti capitán, Sam? —Samuel asintió sin poder reprimir una sonrisilla y el viejo Tom continuó—: Cree que si los dejamos en paz ellos harán lo mismo con nosotros, así que no podemos acercarnos. Dice que es por nuestro bien y por el de este lugar. Te toca, inútil —instó a Phillip para que soltara un naipe.
—Pero eso no es suficiente —rebatió Sam—. Las capturas francesas son muy pobres y las españolas difíciles. Si perdemos a los ingleses la economía se vendrá abajo tan rápido que tendremos que echarnos al mar aunque no queramos. Y además seremos pobres como ratas.
Anne entendía ambos puntos de vista, aunque no se veía en situación de defender ninguno.
—Sam y Jennings ya cuentan con el respaldo de algunos hombres. Su intención es reunirlos y convencer a otros capitanes para montar una pequeña flota —comentó Phillip.
Hasta mediados de febrero Samuel, Jennings y los aliados que ambos habían reunido añadieron navíos británicos a sus capturas. Arremetieron, además, contra buques de la Marina Real en una demostración de poder tan imprudente como innecesaria. Hornigold los advirtió, pero ni los cañonazos disparados desde el fuerte ni las misteriosas desapariciones de algunos de los que habían participado en aquellos asaltos los detuvieron. Al final, tal y como Hornigold había previsto, los ataques llegaron a oídos de Jorge I, quien envió siete navíos que desataron el caos en Nassau cuando aparecieron en la costa.
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