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XVII

La noche de bodas transcurrió a bordo de la embarcación de James. Anne no estaba segura de lo que debía hacer. Eryn le había hablado del sexo, pero el día que lo hizo decidió poner a Finn y a ella misma como ejemplo. Aquello la incomodó tanto que ya no volvieron a tocar el tema.

Le pareció raro notar una de las manos de James sobre el pecho izquierdo y la otra debajo del vestido. Se sintió ajena a la situación, como si de pronto dos extraños jugaran a palparse. James le acarició los muslos, se los separó con calma y rebuscó con los dedos entre los pliegues de piel donde nadie antes había tocado nunca. El hormigueo fue mucho más fuerte que cuando se besaban, y entonces las piernas se le abrieron del todo. James aprovechó el momento y silenció con un beso las molestias por la pérdida de la virtud.

—¿A dónde vamos? —preguntó Anne la mañana siguiente.

—Al único lugar donde seremos libres de verdad. Y también estaremos a salvo. Allí no hay leyes ni condenas.

—¿Cómo es eso? ¿No vamos a territorio inglés?

—Querida, hace años que Nueva Providencia es territorio pirata —declaró James—. Henry Avery se encargó tiempo atrás de hacer de la isla un refugio. Es una lástima que desapareciera tan pronto, el tipo era un maldito genio... Nos asentaremos en la capital, Nassau. Creo que ahora la dirige el capitán Hornigold.

—¿Benjamin Hornigold? —preguntó Anne con asombro.

—Así es. ¿Le conoces? —respondió James más asombrado aún.

—He oído hablar de él...

Los relatos que James le contó sobre la isla estimularon sus ansias por pisarla. Se llenó los pulmones de brisa salada y sonrió ante el bamboleo del oleaje. A ratos introducía la mano en el agua y cortaba con ella la superficie, pero dejó de hacerlo cuando James le advirtió que debía tener cuidado con los tiburones. Al final del quinto día, poco antes de empezar a perder la paciencia, divisó Nueva Providencia. James se caló el sombrero, contento, y dirigió la embarcación hacia la playa. Anne no esperó a que lo anclara. Saltó al agua y chapoteó en la orilla con el vestido recogido en una mano. Las gotas le salpicaron la cara y cerró los ojos desbordada por una alegría pura e infantil.

Las calles de Nassau eran estrechas. Estaban invadidas por la arena de la playa y no las delimitaba nada más que la intuición de los que las transitaban. Los edificios presentaban una arquitectura descuidada, como si se hubieran ido añadiendo unos sobre otros con prisa. La mayoría de ellos tenían balcones y terrazas de madera y se unían a los demás mediante puentes y pasarelas, lo que daba una sensación de unidad caótica. Al fondo del todo, tras las casas y los puestos que ofrecían desde pan hasta abalorios, se alzaba un fuerte de piedra que controlaba la bahía.

—¿Ves a esos de ahí? —James se acercó a ella y señaló con la cabeza a unos hombres a poca distancia—. Traen mercancía robada. Parte se quedará aquí, en Nassau, y otra parte la venderán en las colonias.

Anne se fijó en ellos. Vestían pantalones anchos de color marrón, gris o negro que combinaban con chalecos y camisas de lino sucias con los cuellos y las mangas remendadas. Las suelas de las botas arrastraban por el suelo y, a pesar de que el sol aún no pegaba con fuerza, llevaban la cabeza cubierta. De los cinturones que les rodeaban el abdomen colgaban cuchillos, espadas y pistolas.

—¿Todos son así? —preguntó Anne sin dejar de mirar las armas.

—Más o menos, sí. Por allí —indicó James agarrándola del brazo—. Alquilaremos una de las habitaciones de la posada.

La habitación de la posada era la más simple, descuidada y angosta en la que hubiera estado nunca, pero no le importó en absoluto. Era su habitación y la de James. Tras comprobar que no tenían nada que dejar en ella, James propuso ir a comprar ropa. La condujo a una modesta tienda situada en la misma calle que la posada y pidió al dueño que les mostrase sus mercancías.

—Me temo que no tengo ningún vestido de vuestra categoría —se excusó el hombre al ver el de Anne—. Aquí lo más demandado son las camisas y los pantalones, aunque me parece que la señora Lewis recibe de vez en cuando alguno, quizá podríais ir a preguntar...

—Enseñadme lo que tengáis. Quedaré satisfecha con vuestras prendas.

El propietario miró a James y este asintió. Anne eligió un traje compuesto por una camisa blanca, de mangas abullonadas y cuello cerrado con un lazo; un chaleco gris oscuro, pantalones holgados del mismo tono que la arpillera y botas negras y relucientes. Deseaba también uno de aquellos cinturones que había visto, pero no podían gastar más. Además, tampoco tenía armas con que llenarlo, a excepción de la daga que llevaba en el bolsillo. Eso le recordó que tendría que cambiarla de lugar, pues no cabía en la funda de cuero que había fabricado para el cuchillo. James eligió un atuendo similar, sin chaleco y con las botas de color marrón, y después regresaron a la posada.

Estiraron tres semanas el dinero robado a William y entonces James anunció que su amigo Eddy tenía mercancías para vender. Partiría la mañana siguiente para reunirse con él, lo que significaba que los próximos días eran solo para ella.

El primero lo empleó en explorar la zona cercana a la posada. Además de la tienda donde habían comprado la ropa encontró al menos tres tabernas. Se decantó por la más grande y ruidosa, leyó el nombre que colgaba del cartel y entró.

El marino cojo estaba dividido en dos plantas. En la de abajo se apiñaban mesas abastecidas de bebida por una barra abarrotada situada a la derecha. Por la de arriba desfilaban mujeres, jóvenes y viejas, atractivas y feas, con los senos al aire. Algunas se los cubrían y cuando pasaban cerca de un cliente se destapaban con una sonrisa y un guiño. Anne se dio cuenta de que muchas miradas se posaban en ella y seguían sus movimientos con atención. Las ignoró y pidió al tabernero una jarra de cerveza mientras las conversaciones flotaban en el aire a su alrededor. En cuanto se dio la vuelta para retirarse a una mesa un hombre de unos cuarenta años que llevaba mirándola desde que había entrado alzó la voz y se dirigió a ella.

—¡Eh, preciosa! ¿Buscas mesa? ¿Por qué no te unes a mí? Estoy seguro de que serías buena compañía...

El hombre se llevó una mano a la entrepierna con una sonrisa obscena. Sus acompañantes y los de las mesas de alrededor se interesaron por la conversación y adoptaron una silenciosa actitud expectante. Anne se giró despacio hacia él.

—¿Cuál es vuestro nombre? —le preguntó.

—Phillip, señorita.

—¿Y qué ocurre, Phil? ¿Es que ya no os quieren ni las putas? —Algunos dejaron escapar una risotada. Phillip, contrariado, fue a responder, pero Anne se adelantó—: ¿O es que acaso se han cansado de no sentir nada cada vez que se la metéis?

Todos los hombres estallaron en carcajadas y le lanzaron a Phillip lo que tenían más a mano. Mientras, Phillip, rabioso y humillado, le dirigió a Anne una mirada envenenada que le sostuvo sin pestañear.

No tardó en correrse la voz de que a la isla había llegado una joven que frecuentaba el puerto y El marino cojo y que se juntaba a beber y contar historias con el resto de marineros. Los habitantes de Nassau abandonaron las tabernas que solían frecuentar solo para encontrarse con ella, y cuando James se marchaba con balandro o se enrolaba en algún navío, Anne se acercaba a ellos para matar el tiempo. Conoció así a Samuel Bellamy, un joven de veinticinco años, como James, que formaba parte de la tripulación del capitán Hornigold. Era atractivo y simpático, y su pelo rizado solía dar unos graciosos botes cada vez que se echaba a reír. Samuel le presentó a algunos de sus amigos, entre ellos un hombre al que todo el mundo llamaba "el viejo Tom", y le habló de algunos de los capitanes que más influencia tenían en Nueva Providencia, como el capitán Charles Vane. Consiguió incluso acercarla a Phillip, con quien, contra todo pronóstico, terminó forjando algo parecido a una amistad.

—Tengo curiosidad —dijo Phillip una noche desde detrás de su vaso con la mirada turbia.

—¿Qué te pica, Phil? Y no me digas que las pelotas —contestó Anne divertida.

Tanto Samuel como Philip se echaron a reír.

—Eso también. Siempre. Pero me preguntaba... Dijiste que estabas casada. ¿Cómo has conseguido que tu marido te deje venir a la taberna? Debes de echar muy buenos polvos...

La diversión de Anne se apagó un poco.

—Controla la lengua, amigo, o te la corto. James no está en Nassau, pero no necesito su permiso para estar aquí.

—¿James? James Bonny, ¡claro! ¿Cómo no caí antes...?

El gesto de Phillip se volvió ausente de pronto.

—Sí. ¿Qué pasa con él?

Sam guardó silencio y llevó la vista hacia otro lado.

—¿Qué pasa con James? —volvió a preguntar impaciente.

—Verás, Anne... —intervino un anciano desde la mesa de al lado—. No eres la primera mujer que James trae a esta isla, ¿entiendes?

Anne frunció los labios con un nudo en el estómago.

—Eso es mentira. James no es así.

Phillip se echó de pronto a reír.

—Apuesto cien rondas y cien noches con Lisbeth a que James se está follando a alguna en este mismo momento. A más de una, tal vez. Me pregunto a cuántas habrá dejado ya embarazadas...

—Cállate, Phillip —recomendó Sam.

—Lo siento, pequeña —se lamentó el anciano antes de darse la vuelta.

Se terminó la jarra en silencio. Una desagradable sensación se instaló en ella y desde aquel instante solo deseó que James regresara para quitársela de encima.


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