XIII
Cuando Anne cumplió doce años dejó de ir a la escuela. Las peleas en las que había empezado a verse envuelta con el resto de los alumnos se volvieron diarias y a menudo regresaba a casa llena de moratones y magulladuras, aunque no dejaba que nadie se acercase para curarla. Las disputas no solo eran cada vez más numerosas, sino también más graves. En la última, que fue la que decidió a William y Mary a apartarla de los demás, se había abalanzado sobre una muchacha y le había arrancado de un mordisco un trozo de nariz. William quiso que siguiera recibiendo educación en casa, así que contrató a una institutriz. Anne la odió e hizo lo imposible para deshacerse de ella, y lo consiguió el día que le clavó una aguja en la mano. Peg evitó desde entonces cruzarse con ella por los pasillos, y descubrió que eso le agradaba. William recrudeció sus prohibiciones. Trataba, en la medida de lo posible, de retenerla cuando decidía marcharse de casa y le advertía de que no podía mostrarse tan agresiva. A Anne aquellos avisos le parecían amenazas, así que los convertía en la excusa perfecta para contravenirle. Hacía tiempo que había decidido rechazar cualquier plan que tuviera para ella, pero ahora además sentía la necesidad de discrepar con él hasta en el menor detalle para no darle el gusto de coincidir en nada.
Echaba de menos a Eryn. No había vuelto a verla después de lo sucedido con el manuscrito, porque no tuvo el valor ni la presencia de ánimo necesarias para contarle que aquello en lo que había vertido tanto esfuerzo, tiempo y pasión había quedado reducido a cenizas.
Ese verano lo pasó alternando estallidos de ira con un gélido sosiego que resultaba aún más inquietante. A finales de agosto, sin embargo, el ciclo se rompió. William compró una de las plantaciones en la que había invertido años atrás. Los beneficios del algodón le mantuvieron lo bastante ocupado como para relajar la atención que le ponía a Anne, pero también a Mary. Solo Anne y Peg notaron que Mary se sentía indispuesta cada vez más a menudo. Cada vez eran menos las veces que bajaba a comer, a cenar o, simplemente, a pasar el rato en el salón, y los desayunos que Peg le llevaba a su habitación salían igual que habían entrado. Fueron las fiebres las que, por fin, hicieron que William se percatara de la gravedad de su condición.
Mary estaba tumbada boca arriba en la cama con los ojos entrecerrados. Respiraba entre silbidos y la piel le ardía. Peg le puso una toalla húmeda en la frente que no le bajó la temperatura.
—¿Voy a buscar al médico, señor? —preguntó Peg dejando la toalla en la mesilla.
William asintió mudo. Cogió la mano de Mary, le apartó el pelo de la cara y le murmuró palabras tranquilizadoras. Anne inclinó la cabeza y se apoyó en la pared con los brazos cruzados, enfadada con su madre. Le gritó en silencio que, por una vez, presentara resistencia, que luchara, pues estaba segura de que se dejaría ir sin enfrentarse a la enfermedad. Por eso quedó impresionada cuando, a pesar del gesto negativo que les había dedicado el médico, unos días más tarde la fiebre empezó a remitir. Las alucinaciones cesaron y, aunque seguía débil, fue capaz de dejar la cama para estirar las piernas en los jardines. Comenzó a tomar sopas y caldos y recuperó con ellos parte del color que había perdido. No obstante, la recaída que sufrió la semana siguiente se convirtió en la definitiva.
El agua se evaporaba al tocarle cuerpo. Mary susurraba incoherencias y miraba desde la cama a lugares de la habitación en los que no había nada. Las ojeras le llegaban hasta los pómulos y apenas se la oía respirar. William y Anne le sostenían cada uno una mano. Él se la llevó a los labios y la miró a los ojos con impotencia. El pulso de Mary se ralentizó y Anne supo el momento exacto en el que había exhalado el último aliento, porque la sacudió la misma corriente que había sentido al encontrar el cadáver de Aidan. Le soltó la mano y dio un paso atrás. Peg rompió a llorar junto al cabecero de la cama y William continuó aferrado a la mano de Mary como si eso fuera a traerla de vuelta a la vida. Contempló la cara de su madre una última vez y salió de la habitación, sin apresurarse ni echar a correr. Solo bajó despacio al recibidor y luego se perdió en la madrugada.
Nunca había salido tan tarde. Los ecos distantes de alguna taberna le parecieron demasiado estruendo, así que se alejó hasta que un silencio espeso le llenó la cabeza y se dejó caer al suelo contra la pared de un callejón. Se abrazó las rodillas sin estar segura de qué era lo que sentía. Un agujero enorme se estaba tragando todas sus emociones. Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos y clavó los ojos en la nada hasta que perdió la consciencia.
Despertó horas después con los músculos doloridos. Aún no había salido el sol, pero ya se veía claridad en el cielo. Se puso en pie y se estiró para devolverle la movilidad a los miembros entumecidos. Aspiró el aire matinal y se encaminó hacia casa. Al no encontrar a William en la planta baja fue a buscar a Peg.
—¿Dónde está mi padre? —le preguntó.
—El señor se encerró anoche en el estudio y aún no ha salido, señorita —contestó Peg con los ojos enrojecidos.
Anne no subió. No tenía ganas de verle. Quizá se quedara allí para siempre y no tuviera que preocuparse más por él. Se animó ante la idea y se metió en su habitación tras haber cogido un bollo de la cocina. Apartó las cortinas y fisgó por la ventana, pero enseguida se aburrió y se puso a ordenar las horquillas y los lazos del tocador con la mente en blanco. El agujero de la noche anterior se había convertido en un sólido sin grietas que bloqueaba cualquier pensamiento. De pronto escuchó un golpe sordo en el pasillo. Se levantó de la banqueta de un brinco y salió a ver qué había ocurrido.
William estaba tirado en el suelo. Se había caído, y en cuanto se acercó a él supo por qué. Apestaba a alcohol y a vómito, y según se apoyó en la pared para ponerse en pie resbaló y volvió a quedar tendido en el suelo, inmóvil. Anne lo incorporó a medias, se echó un brazo a los hombros y lo arrastró a duras penas hacia la habitación. Le dejó caer en la cama sin delicadeza y bajó a la cocina.
—Está borracho —le informó a Peg. Y salió a la calle contenta.
A su vuelta al anochecer solo tuvo tiempo de colgar la capa antes de acudir a la llamada a voces de William desde el piso superior.
—¿Anne? —preguntó desconcertado.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Ve a comprar más licor a la taberna. Cerveza, vino o ron, da igual, lo que tengan. Se me acabó esta tarde.
—¿Dónde está Peg? —dijo Anne con el ceño fruncido—. ¿Por qué no va ella?
—¡No lo sé, no lo sé! La he llamado varias veces, pero no viene. Además, ella no quiere comprarme más alcohol... —dijo con resentimiento.
Aceptó el encargo. Cuanto más tiempo pasara su padre borracho, menos se metería en sus asuntos. Cogió dinero del cajón del escritorio del estudio y volvió a ponerse la capa.
Era la primera vez que entraba en una taberna. El escándalo que solía salir de ellas nunca la había incitado a echar un vistazo. Apretó los puños y cruzó el umbral. El calor y las risas fue lo primero que la sorprendió. Los hombres gritaban, brindaban y bebían, pero, lejos de amedrentarla, aquello le agradó. Se divertían en compañía, con historias y bromas felices. Sin preocupaciones. Recorrió la taberna observando discretamente a la gente, aunque nadie reparó en ella. Se fijó en dos hombres sentados en una mesa junto a la pared. Parecían amigos y charlaban alegres mientras bebían de sus jarras. Entonces ambos bajaron la voz y miraron alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
A Anne le intrigó aquel cambio en su comportamiento. Deseaba saber qué les había hecho mostrarse de pronto tan cautos, pero no podía acercarse y ponerse a escuchar sin más. Dio unos pasos hacia ellos y se detuvo a una distancia suficiente como para no ser notada. Metió la mano en el bolsillo del vestido y dejó caer las monedas para comprar alcohol simulando un accidente. Se desparramaron por el suelo, aunque la mayoría de ellas quedó por fortuna junto a los dos hombres. Se agachó y empezó a recogerlas con toda la lentitud que le fue posible.
—... así que yo de ti no saldría de casa mañana —dijo en voz baja uno de ellos, delgado y con un descuidado bigote negro.
—¿Benjamin Hornigold? ¿El bueno de Ben va a atacar el puerto? Eso no es propio de él... —comentó el otro extrañado. El pelo largo le caía sobre los ojos y se los cubría en parte—. He oído que las únicas víctimas que hubo en su última captura fueron unos sombreros... Se los robó al enemigo y se los entregó a sus propios hombres, que habían perdido los suyos la noche anterior por estar borrachos como cubas.
—Ya, pero.... Hace poco los corsarios británicos atacaron las colonias francesas al norte de aquí.
—Bueno, ¿y qué pasa? ¿Qué le importa eso al capitán?
—Los británicos lo acusaron de ser el responsable de los ataques.
—Perros británicos... —masculló el del pelo largo mientras sorbía de su jarra.
—Hornigold no es un desalmado, aunque tampoco es un necio. No va a dejar que le carguen las culpas, así que atacará el puerto, aquí en las colonias, como advertencia. No atacará a civiles, pero seguro que hunde uno o dos navíos de la Marina...
A Anne le pareció razonable. Estaba a punto de recoger la última moneda cuando el tabernero se presentó detrás de ella y la agarró de un brazo. Los gritos del lugar disminuyeron y se convirtió en el centro de atención.
—¡Soltadme! —gritó apartándose el pelo de la cara con dignidad.
—¿Qué hace una mocosa como tú en mi taberna? —preguntó el tabernero.
—He venido a comprar licor. Cualquiera servirá.
Los clientes volvieron a centrarse en sus conversaciones y el tabernero la soltó. Examinó sus vestidos y torció la cabeza.
—¿Qué hacéis aquí? Este no es lugar para una dama como vos.
—Mi padre está enfermo. Y nuestra sirvienta salió a hacer unos recados, así que solo quedaba yo.
El hombre le vendió varias botellas de vino y Anne reflexionó en el camino de vuelta sobre la conversación que había oído entre los dos hombres. Para cuando dejó la última de las botellas en el armario del salón de fumadores ya había decidido qué iba a hacer al día siguiente.
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