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VI

William avisó a dos marineros en cuanto Anne le obligó a asomarse dentro de aquella caja. Se llevaron sin dificultad el cuerpo a la cubierta superior y lo dejaron en el suelo boca arriba. Los curiosos se apiñaron alrededor y el capitán dedicó unas breves y secas palabras al alma del fallecido. Se santiguó, esperó a que los demás hicieran lo mismo y luego desapareció en su camarote mascullando algo sobre las ratas. Los marineros alzaron del suelo al muchacho y lo echaron por la borda, lo que le arrancó a Anne un grito de espanto.

—Pobre chiquillo —se lamentó la señora O'Neill apenada—. Solo era un niño...

—Es una lástima —coincidió Finn—, pero quién sabe si esto no ha sido lo mejor para él. Si le hubieran descubierto o le hubieran atrapado en tierra habría acabado en la horca.

William se llevó a Anne a un lado, se arrodilló frente a ella y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Estás bien? ¿Sabías quién era?

—Aidan. No sé de qué color tenía los ojos...

Se dio cuenta de que Anne no comprendía lo que había ocurrido, así que eligió bien las palabras y se lo explicó con toda la delicadeza que pudo. La vigiló durante los tres días que quedaban de viaje pero, por primera vez, no se movió del sitio. Tras casi dos meses volvió a verse tierra sobre el agua. Docenas de cabezas, incluidas la suya y las de Mary y Anne, se asomaron excitadas por la borda para no perder detalle.

—Escucha, Anne, esto es importante —dijo William—. A partir de ahora nuestro apellido será Cormac, ¿lo entiendes? Yo soy William Cormac, tú eres Anne Cormac, y ella —señaló a Mary— es tu madre, Mary Cormac. Ya no usaremos el "Mc".

—¿Por qué?

—Será más fácil.

—¿Por qué? —repitió Anne.

—Porque así la gente no sabrá que venimos de otro país.

—¿Y por qué no pueden saberlo?

—Porque hay personas a las que no les gustan los extranjeros.

—¿Por qué no?

William suspiró y se masajeó el puente de la nariz.

—Porque no. Y ya está bien de preguntas, tenemos que desembarcar.

La gente saludaba desde el puerto de Charles Town agitando los puños y los sombreros. Anne les devolvió los saludos, a pesar de que ninguno iba destinado a ella. Cuando la Santa Victoria atracó los pasajeros desembarcaron en orden cargados con su equipaje. A William no le habría importado intercambiar señas con los O'Neill. Habían sido unos compañeros de viaje excelentes, por sus atenciones y por el cariño que Eryn le había tomado a Anne, pero no podía permitir que descubrieran que su nuevo hogar era una modesta vivienda que arruinaría la historia sobre la ampliación de sus riquezas. Buscó un coche libre y subieron a él tras indicarle al cochero la dirección.

—Seguro que es una casa preciosa —dijo Mary emocionada.

William no respondió. La opinión de Mary sobre la casa era el menor de sus problemas. Entre los pasajes del barco, la nueva vivienda y lo que le había dejado a Briana había perdido casi todo cuanto poseía. Con lo que quedaba podrían vivir solo un par de meses, tres si lo gestionaba bien. Necesitaba un trabajo.

Pararon frente a un edificio bajo de piedra oscurecida por la humedad. La madera de las ventanas y de la puerta estaba astillada y descolorida, y de los tres escalones que subían hasta la puerta principal el segundo estaba derruido. William, Mary y Anne lo saltaron y entraron en la casa.

Siendo el salón la estancia más luminosa había en él una nota lúgubre que afectó al ánimo de William. Excavado en la pared izquierda había un agujero que pretendía ser una chimenea, y frente a él, como si el anterior dueño hubiese querido compensar su simpleza, se extendía una alfombra gastada. En la pared opuesta se incrustaban un par de ventanas, y debajo de ellas un banquito de madera se mantenía milagrosamente en pie. El centro de la habitación estaba dominado por una mesa con adornos de metal y cuatro sillas. Había una silla más junto a la estantería de la pared del fondo, que guardaba velas y una lámpara de aceite. A la izquierda de la estantería se abría una diminuta y ennegrecida cocina y a la derecha el único dormitorio de la casa, separado en dos mitades por biombos. Un tocador, un par de camas y un escritorio componían todo el mobiliario.

—Es muy bonita —dijo Mary en tono complaciente—. Quizá el dormitorio sea un poco oscuro, pero podemos arreglarlo con velas.

William encontró bastantes más inconvenientes que aquel, aunque no los comentó. Finalizado el reconocimiento del lugar lanzó un vistazo a Mary y de inmediato otro al dormitorio. Pidió a Anne que hiciera un recuento de los útiles de la cocina y arrastró a Mary a la habitación.

Corrió el cerrojo de la puerta y se giró para encontrarse cara a cara con la mujer a la que había estado viendo en sueños los últimos cuatro años. Le desató despacio los nudos del vestido, como si quisiera torturarse aún más con la espera. Tiró de los lazos para acercarla a él y la besó en los labios con el mismo cuidado. Mary le devolvió el beso, tímida al principio y con ardor al notar la lengua de William. Se deshizo del vestido y quedó en enaguas frente a él. William se arrancó la peluca, se despojó a manotazos del chaleco y los pantalones y deslizó hacia abajo los tirantes de la ropa interior de Mary, que cayó al suelo como una pluma. Los ríos de las venas le corrían bajo la piel, cubierta de finas pecas rojizas que parecían dibujadas con maestría por un pincel. Los pezones, rosados y tiernos, coronaban las dos montañas níveas que enloquecieron a William. La llevó hasta la cama y recorrió con las manos su cuello y su abdomen descolgado al tiempo que le regalaba besos cargados de antigua pasión. Mary se agarró a sus brazos tensos y cerró los ojos. William recordó entonces lo que había sentido el día que se unieron por primera vez y comprobó fascinado que no había cambiado nada. Osciló unos minutos entre el recuerdo del pasado y el reencuentro del presente, y para cuando alcanzó el orgasmo había olvidado por completo lo oscura, pequeña o incómoda que pudiera ser la casa.

Dos semanas fueron suficientes para hacerle ver que las preocupaciones que había albergado al llegar a Carolina se quedaban cortas. Los precios eran más altos de lo que había previsto y el dinero se volatilizaba. En la mayoría de los lugares donde había ido a buscar trabajo solo había recibido rechazos y desprecios, y eso las veces que no se había encontrado con uno de aquellos carteles en los que ponía "irlandeses abstenerse". No podían permitirse enviar a Anne a la escuela, y tampoco podía educarla en casa, porque salía temprano todos los días y regresaba tarde. Era Mary quien se quedaba con ella y le enseñaba a leer, a escribir y a limpiar suelos y ventanas. Un mes más tarde tenían más remiendos en las ropas y menos llenos los estómagos. Aprendieron a estirar la vida de las velas y la leña y a distinguir los productos imprescindibles de los que no. William comenzó a lamentar haberse marchado de Irlanda, y más aún haber arrastrado con él a las dos personas que más quería. Una tarde a mediados de septiembre salió a la calle para aclararse las ideas. Caminó distraído entre el bullicio vespertino, incapaz de llegar a nada concluyente. Se consoló al pensar que, al menos, era difícil que la situación fuese a peor, pero intuyó que se equivocaba al llegar a casa por la noche y ver la carta que descansaba sobre la mesa.








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