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LXXVIII

Cuando Anne se despertó de madrugada aquella noche supo que iba a suceder. Otra vez aquella sensación, la misma que había sentido por primera vez a los cuatro años y la misma que la había acompañado a lo largo de su vida estaba allí con ella. Era su turno, pero en lugar de rechazarla con terror la acogió como quien recibe a un amigo despistado que se ha alejado y vuelve buscando el perdón. Se levantó de la cama con una maldición entre dientes por el dolor y rebuscó bajo de la almohada hasta dar con la daga. A pesar de que había perdido su hermoso brillo aún le devolvía un reflejo opaco y borroso. Ambas estaban igual de desgastadas, y en las dos podía leerse todo lo que había pasado por ellas. Acarició el borde sin filo y entre sus cientos de arrugas se formó una sonrisa.

—No ha estado mal, ¿eh? —le susurró con cariño a su daga.

Ya no recordaba la cara de Eryn, igual que apenas era capaz de recordar algunos de los rostros que más le habían importado. Se habían perdido tiempo atrás en los laberintos de la memoria, pero no le importó, porque no los necesitaba para sentir la voluntad, la pasión, y el amor que todos ellos le habían legado. Se agachó sin hacer caso al chasquido de la espalda y miró en el fondo del armario. Detrás de una pila de ropa estaban enterradas sus botas. Se sentó en la cama y se las calzó, aunque se sintió una extraña en sus propios zapatos. Sus piernas pequeñas y amoratadas no se adaptaban a la tela rígida. Guardó la daga en el interior de la bota y se quitó el broche que Richard le había regalado hacía más de cuarenta años. Sí podía recordar la emoción de su hijo el día que le contó lo que deseaba ser, que resultó ser la misma que sentían Mary, Joel y Frankie cuando, cada uno por su lado, se marcharon para alcanzar sus anhelos. Eso la llevó a preguntarse cuál había sido en realidad su propósito vital. Nunca había querido ayudar a otros como Mary, ni aprender todo lo posible sobre algo que la apasionara como Richard. Y aunque había disfrutado de los botines no eran las riquezas lo que de verdad había llegado a hacerla feliz. Pensó sobre ello durante el lento descenso de las escaleras y al alcanzar el final tuvo claro que solo una y nada más que una cosa era todo cuanto había buscado en la vida.

Estaba en el viento, en el mar y en la sal. En la madera, en las velas, en la sangre y en las personas que le habían entregado parte de ellas mismas. Estaba en su corazón, y en el de todos aquellos que llevan por bandera la libertad. Y se alegró por haberla encontrado al menos una vez.

El cuero de las botas le hería los tobillos huesudos. Se puso una capa por encima del camisón, se cubrió la cabeza y salió de casa. Se besó las yemas de los dedos y las apretó contra la madera de la puerta antes de darse la vuelta y cojear hacia el puerto.

El mar estaba dormido. La luna se reflejaba sobre la superficie y le arrancaba destellos, como si un cargamento volcado de cucharillas de plata flotara desparramado sobre las olas. Apenas había gente por la calle. Un joven caminaba desorientado cerca de la taberna y otros dos se agarraban por los hombros para brindarse apoyo mutuo. Anne los ignoró y cruzó los muelles haciendo crujir la madera y los huesos. Al llegar al bote más cercano a mar abierto echó un vistazo a su alrededor y con cuidado de no caer al agua se deslizó dentro. Frotó durante un buen rato la desafilada daga contra la soga que amarraba la embarcación hasta que las hebras se soltaron por roce. Tomó aire, exhausta, y se empujó con uno de los remos hasta separarse del muelle. Una vez estuvo segura de que el bote no chocaría con otro ni regresaría a tierra lo dejó ir a la deriva. Retiró las tablas que servían de asiento y se tumbó boca arriba abrazada a la daga. Millones de estrellas brillaban en lo alto y se burlaban de ella con promesas y misterios titilantes que nunca descubriría. Las contempló agotada. El peso del mundo la aplastaba de nuevo y, por primera vez, no había motivos para no marcharse. Abrazó más fuerte la daga y dejó que los párpados le cayeran por fin sobre los ojos.

Y en el que fue su último sueño, Anne navegaba en un navío bien conocido sobre un mar turquesa con rumbo a la línea del horizonte rodeada de las caras de aquellos a los que amaba mientras los violines tocaban una alegre música que seguiría sonando hasta el fin de los tiempos.

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