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LXIX

El viaje en coche hacia la casa de los Jones se le había hecho interminable y, sin embargo, había regresado hasta la larga Main road en poco menos de media hora. Dejó que sus pies recorrieran el camino acostumbrado y se plantó al ponerse el sol ante la cruz de Eryn.

"Hola, Eryn" la saludó. "Hoy he traído a Mary. Me encantaría que hubieras podido conocerla. Finn y tú le habríais dado mucho amor."

Pensar en Finn lejos de Eryn volvió a atormentarla. "Os reuniré" decidió de pronto.

Reflexionó sobre a quién podría pedir ayuda para ello. Las circunstancias en las que se había celebrado su boda no ayudaron a acercarla a la comunidad religiosa, por lo que ningún hombre de fe haría nada al respecto.

"Os reuniré aunque tenga que hacerlo yo misma".

Dejó con suavidad a Mary en el suelo, la arropó bien y removió la tierra sin saber qué pretendía. Bastaron apenas un par de minutos para que entrase en razón. No deseaba sostener los restos de Eryn en sus manos. Solo quería hacerla feliz allá donde estuviera. Reparó entonces en lo extravagante que resultaba lo que estaba haciendo y volvió a colocar la tierra que había levantado en su sitio. Recogió a Mary, le sacudió el polvo y se levantó. No había dado ni dos pasos cuando un hombre robusto salió de la oscuridad. La lámpara que llevaba le iluminaba el rostro, y a pesar de que no le reconoció, maldijo para sí misma al ver el uniforme que vestía

—¿Qué estabais haciendo? —preguntó el guardia—. Una mujer os reportó por comportamientos sospechosos. Tenéis suerte de ser la mujer de Burleigh, aunque en verdad no sé que...

El hombre no terminó la frase, pero Anne se sintió dolida al intuirla.

—¿Qué ha visto en mí?

—Os llevaré a casa —respondió ignorándola. Luego dedicó una mirada preocupada a a Mary.

—Está bien. Y yo también. Puedo ir sola.

—Me sentiré más tranquilo si os acompaño.

El guardia la llevó sujeta por el codo durante todo el camino. Cuando llamó a la puerta el alivio de Joseph la avergonzó. No obstante, Joseph mudó rápido la expresión y los miró con enojo.

—Buenas noches, señor Burleigh. Encontré a su mujer en el cementerio de Main road hace unos momentos. Algunos ciudadanos vinieron a avisarme al verla comportarse de un modo extravagante entre las tumbas, al amparo de la noche y con un bebé. Se habló incluso de brujería...

—¿Qué? —exclamó Anne—. Yo no...

—Haríais bien en tenerla controlada, señor Burleigh —cortó el guardia—. Lo último que necesitamos son más problemas.

—De acuerdo, gracias. Y lo siento. Tened una buena noche.

El guardia se despidió y se marchó. Anne entró en casa y Joseph le arrebató a Mary de los brazos.

—Joseph...

—¡No! ¿Tú sabes lo asustado que estaba? No, no tienes ni idea. Porque en lo único que piensas es en ti misma. ¡Siempre! Y nadie que no seas tú te importa lo más mínimo. Lo siento, Anne. No sé qué más hacer para que seamos felices. Ignórame si quieres. ¡Finge que no existo! Solo te pido que no vuelvas a llevarte a Mary sin decirme nada. No podría soportarlo.

La tristeza y la decepción de sus palabras espesaron el aire en el que flotaban. Anne había esperado que Joseph gritara, que se hubiera puesto hecho una furia por insultar a sus amigos o por lo ocurrido con el guardia. Sin embargo, en lugar de reprocharla por haber puesto de nuevo su reputación en entredicho, solo estaba preocupado por ella y por Mary. Habría preferido su furia, porque al verle aparecer en el salón después de haber dejado a Mary en la cuna sintió que le debía más que una explicación.

—Eryn está enterrada en ese cementerio. Ella era... mi amiga. Se convirtió en alguien muy importante para mí cuando llegué por primera vez a Carolina. Fue la primera persona que me ayudó de verdad, porque me entendía. Y yo la entiendo también. La entendía —se corrigió—. Estoy aquí y soy quien soy en gran parte gracias a ella.

Joseph se sentó en el sofá, callado y dispuesto a saber más. Anne le imitó y continuó hablando.

—La daga que fuimos a recuperar el otro día me la regaló ella. Es una de las cosas más valiosas que tengo, pero tuve que empeñarla cuando... Antes de conocerte. Ya sabes.

Él asintió y la dejó seguir.

—Su marido murió hace tiempo, aunque está enterrado en otro sitio. No entiendo por qué no la sepultaron junto a él. Ella adoraba a Finn, lo sé... Y yo solo quería que descansaran juntos. ¿Crees que podríamos arreglarlo? —preguntó esperanzada.

—No lo creo. Es un tema delicado, habría que hacer muchas preguntas primero y luego encontrar a alguien dispuesto a hacer algo así con discreción. Además, Anne, ¿estás segura de que eso es realmente lo que Eryn querría?

—Sí —dijo convencida—. Ella no debería estar en un lugar así, tiene que haber alguna explicación.

—Lo siento.

—Yo siento lo que ha pasado con los Jones.

—Betsy no debió decir aquello. No está bien hablar así, pero tú reacción fue tan desmedida que... Ese Evan debe ser importante de veras.

Anne se sumergió aún más en la corriente de sinceridad en la que se había metido y le habló de Evan, de cómo le había conocido y de todo lo que había hecho por ella. Le habló también de Mary, del hijo que habían perdido e incluso mencionó a Frankie. Se cuidó, sin embargo, de guardarse los detalles de sus años en el mar, así como de sellar a Jack dentro de ella. Para cuando terminó de hablar se sintió más desnuda y vulnerable que las veces que se había desvestido de verdad ante él.

—Evan es el único amigo que me queda en el mundo, lo que me une al pasado. Tal vez no todo fuera bueno, pero es parte de mi vida y no quiero perderlo.

Joseph reflexionó sobre lo que iba a decir y Anne pensó que tal vez se estaba replanteando la prohibición de ir a ver a Evan.

—Puedo entender en parte qué te llevó a tomar las decisiones que tomaste, pero no las comparto en absoluto. Lo siento —dijo al final.

—Yo también —contestó Anne decepcionada.

—Mañana iré a ver a los Jones y me disculparé con ellos. No hace falta que vengas, pero, por favor, Anne... A partir de ahora compórtate como es debido, ¿de acuerdo? No quiero que nadie más te vea del brazo de un guardia. —Joseph sonó por primera vez autoritario en lugar de suplicante.

Anne no volvió a tener problemas con ninguno de los numerosos matrimonios que Joseph la obligó a conocer. Algunos eran amigos de la infancia, otros antiguos compañeros del taller de madera del que Joseph era dueño, y todos, a ojos de Anne, tan aburridos e iguales entre sí que pronto dejó de intentar siquiera memorizar sus nombres. Solo hubo una persona entre todos ellos que llegó a llamar su atención. Se llamaba Marshall Thompson y tenía una biblioteca que contaba con ejemplares tan dispares como él mismo. Decía no haber caído nunca en las redes del amor, aunque los que le conocían aseguraban que era su excentricidad la culpable de que no se hubiera casado nunca. A Marshall le costaba parar una vez que había empezado a parlotear sobre algún filósofo, inventor o científico que le entusiasmara, y eran pocos los que no lo hacían. Anne nunca había oído hablar de ninguno de ellos, pero le gustaba escucharle de todas maneras. El señor Thompson nunca chismorreaba sobre ningún vecino de Charles Town, sin embargo, parecía haber desarrollado un odio irracional hacia los que llegaban a la ciudad desde los estados de más al norte.

—Esos lumbreras se creen que lo saben todo —solía decir con irritación—. Nos toman por un puñado de paletos inútiles, pero son ellos los que vienen aquí sin tener ni idea de nada.

A pesar de todo, las visitas a su casa eran las únicas que de verdad disfrutaba.

Un día a finales de octubre, ella y Joseph paseaban del brazo cerca del puerto tras haber dejado a Mary bajo el cuidado de Maddie, una nodriza de mirada cariñosa a la que Joseph había contratado para pasar algo más de tiempo con Anne. La brisa era suave y lamía la piel dejando sobre ella un rastro húmedo y dulzón. Anne caminaba distraída mientras recordaba que tiempo atrás los ataques habían sido frecuentes allí.

—Querida —dijo Joseph sacándola de su ensimismamiento—. Hoy he hablado con los Collins. Es el matrimonio que vive en la que fue la casa de Eryn.

Anne se giró hacia él con interés.

—Hablé con ellos, hice algunas visitas y... Lamento lo que voy a decir, pero Eryn murió en la pobreza. Aguantó con lo poco que tenía asignado al mes hasta su final, y por eso no pudieron darle otro entierro sino el que tuvo.

—Eso... Eso no es justo —murmuró Anne apenada.

—No, no lo es —corroboró Joseph con pesar—. Hay algo más que quiero contarte.

—¿El qué?

—He estado con tu padre.

—¿Cómo?

—Me encontró en el taller y me propuso tomar un trago en la taberna. Me lo pidió de una manera que no pude negarme —dijo Joseph, casi en tono de disculpa.

—Creí que ya no ibas al taller.

—Aún tengo que comprobar que todo marcha bien por allí.

—Pues ya es casualidad... —comentó Anne malhumorada.

—El caso es que estuvimos conversando un rato. Me dijo que podíamos contar con su ayuda si necesitábamos algo. Y me pidió que cuidara de ti.

Anne soltó un bufido despectivo.

—William solo ha ido a buscarte para cumplir consigo mismo y con su círculo. ¿Crees que se habría reunido contigo si hubieras sido pescador o jornalero? Ahora que por fin estoy donde él quería se deja ver.

—¿Importa acaso por qué lo hace? Se le veía preocupado.

—Las acciones no valen nada si esconden motivos vacíos. Le dije en su momento que no deseaba verle más, y es lo que sigo deseando.

Maddie los recibió con una gran sonrisa maternal al volver a casa, como si ellos también fueran niños a los que debía cuidar. Informó de que había dejado acostada a Mary y se marchó. Joseph encendió la chimenea solo para que la habitación resultase más acogedora y Anne contempló las llamas con la mirada perdida.

—¿Estás bien? —preguntó Joseph.

—Sí.

—¿Es por William? Ya sabes que si quieres hablarme de ello yo escucharé.

El calor que le provocaba cuando se interesaba así por ella, comparable al que desprendía la chimenea, la invitó a hablarle de William. Le contó las peleas, las prohibiciones y sus exigencias. No le contó que había prendido fuego a sus plantaciones antes de marcharse a Nassau, pero sí lo que había ocurrido en su casa la última vez que Evan y ella habían ido a verle.

—Yo creo que William, a su modo, se preocupa por ti —opinó Joseph una vez hubo terminado.

—¿Es que acaso estás de su parte?

—No creo que haya bandos.

—Pues yo creo que emborracharse hasta perder el sentido, intentar casarme contra mi voluntad y ordenarme monja para librarse de mí no es preocuparse, precisamente.

—Tal vez con el tiempo cambie tu forma de ver las cosas. —Joseph se adelantó antes de obtener una réplica airada—: Mis padres tenían un taller de madera, de ahí que años más tarde decidiera montar el mío propio. Viví con ellos hasta poco después de que mi hermana se prometiera y se marchase con su futuro marido.

—No sabía que tenías una hermana.

El rostro de Joseph se ensombreció.

—La tenía. Se casó con un patán que pasaba más tiempo entre tabernas y burdeles que en casa con ella. Perdía casi todo lo que ganaba en apuestas, pero nunca permitió que Hannah hiciera nada para conseguir dinero. Si solo le hubiera dado libertad... Mi hermana me contaba lo infeliz que era con él. Yo le rogaba que se marchase y viniera a vivir conmigo, aunque ella siempre encontraba una excusa para no abandonarle. Un día al fin me escribió y me dijo que había decidido venir a mi lado.

—¿Qué fue lo que le hizo cambiar de idea? —preguntó Anne intrigada.

—No lo sé. Nunca llegué a saberlo, y tampoco volví a verla. Tal vez su marido descubriera nuestras cartas, tal vez se lo contara ella misma, pero estoy seguro de que ese desgraciado la interceptó por el camino. Ella no tenía amistades y nuestros padres habían muerto años atrás, así que nadie salvo yo lamentó su ausencia.

—Lo siento —dijo Anne.

—Cuando te vi me recordaste un poco a ella. Había oído hablar de ti, y la idea de que acabaras como Hannah me enloqueció. Pero no encontré a la mujer derrotada y desvalida que esperaba. Tienes una fuerza que no he visto en nadie más, y eso me gusta. Y eres tan bonita... Anne, puede que esta no sea la vida que quieres tener, pero te prometo que haré cuanto esté en mi mano para convertirla en una que desearías llevar.

Joseph extendió un brazo y le rozó la mejilla con una caricia etérea. Se inclinó sobre ella con delicadeza, como si se fuera a romper, y la besó. Anne recibió el beso con un agrado que la asombró y permitió que su marido le explorase la boca y los cabellos. Antes de darse cuenta el vestido le había caído desabrochado hasta la mitad del cuerpo. Se le aceleró el pulso, pero, por primera vez desde que salió de prisión, no por miedo. Se despojó del vestido y se desabrochó los lazos de la camisola disfrutando de la expresión de Joseph. La soltó a los pies del sofá y le miró. No pudo evitar recordar los ojos apasionados de Jack cuando se desnudaba para él. El fantasma de sus manos, fuertes y suaves, se presentó con tanta intensidad que Anne cogió la mano de Joseph y la colocó sobre uno de sus senos. Joseph entreabrió los labios y su mirada arrugada se oscureció.

—Quiero hacerlo —dijo Anne con seguridad.

Joseph asintió y se quitó con prisa el chaleco, la camisa y los pantalones. Ella le ayudó a deshacerse de los calzones y con una agilidad que no le habría atribuido la colocó bajo él en el sofá. El miembro de Joseph chocó con la entrada de Anne, que se reacomodó aún con el recuerdo de Jack y permitió que la llenara en todos los sentidos.

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