LXI
Hacía un par de horas que Anne había sido arrojada a una celda por un guardia de mirada lasciva. La celda era más profunda que ancha, y sus paredes liberaban al aire las oraciones y los lamentos absorbidos a sus antiguos inquilinos. Estaba toda construida en piedra, a excepción de unos barrotes a la izquierda que separaban la celda contigua y que habían sido tapiados con tosquedad para evitar el contacto. En el lado derecho había una gruesa viga de madera que soportaba parte del peso del techo y en un rincón un montón de paja del que Anne se había apartado en el momento en que comprobó que estaba caliente y húmedo.
A ella y a Mary las habían aislado de las demás presas, porque la piratería era un delito demasiado grave como para encerrarlas con las criminales corrientes. Las prostitutas y las rateras de la celda de al lado les habían lanzado un vistazo cauteloso a su llegada, aunque después habían perdido el interés. Anne lo agradeció, pues no era capaz de centrarse en nada que no fuera el tacto de la soga alrededor del cuello y el posterior golpe que lo partiría como a un junco sequizo. Vagó haciendo tintinear las cadenas oxidadas que se le clavaban en las muñecas hasta que chocó con Mary, que no se había movido de la gruesa viga de madera donde tenía apoyada la espalda.
—¿Qué hacemos, Mary? —preguntó Anne tirándose del cuello de la camisa.
En el rostro de Mary se dibujó una expresión de derrota que la asustó todavía más.
—No mucho. Solo arrepentirnos durante el juicio y rezar para que el juez se muestre compasivo.
—Yo no me arrepiento de nada.
—Pues tendrás que fingirlo.
—Eso no servirá —dijo de pronto una de las prostitutas de la celda contigua.
Anne y Mary miraron hacia los barrotes tapiados de donde provenía la voz, estridente y rota, y esperaron a que volviera a hablar.
—La vieja Lizzy hizo lo mismo. Bueno, lo intentó al menos. El juez Alfred es un zorro astuto, puede ver a través de las personas. No servirá —repitió la prostituta—. Acabaréis como la pobre Lizzy, eso dadlo por hecho.
Las palabras de la mujer la inquietaron más de lo que estaba dispuesta a admitir, así que para distraerse recorrió la celda palmo a palmo. Rascó la superficie de las paredes y las empujó con fuerza, pero ni un solo gramo de argamasa se desprendió de su sitio. Entonces se angustió. Todo cuanto había tenido que hacer cada vez que sentía la necesidad de huir era abrir una puerta o echar a correr. Ahora no podía hacer nada de eso, y de pronto la respiración se le aceleró. Sintió que la roca se le echaba encima y que la celda era cada vez más pequeña.
—Mary... —llamó dejándose caer al suelo—. No puedo respirar...
Mary se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Sí que puedes respirar. Mira cómo lo hago yo.
Se forzó a imitarla y en unos minutos la sensación de ahogo remitió. Mary la sentó junto a la viga de madera y la dejó recuperarse en silencio. Casi una hora más tarde volvió a dirigirse a ella con voz ronca.
—Oye, Anne. Hay algo que podemos intentar. Quiero contártelo porque creo que tienes derecho a saberlo, pero tienes que saber también que no cambiará nuestra situación.
En el rostro de Anne prendió una chispa de esperanza que arrancó un gesto triste a Mary.
—Conozco en parte la ley inglesa —continuó Mary—, y no permite ejecutar a una mujer encinta. No pueden asesinar a un ser inocente sin relación con los pecados de la madre, así que dejan a la mujer traer al mundo a la criatura y después... Después se le aplica la condena a la que haya sido sentenciada.
—¿Crees que...? —empezó Anne entendiendo al instante.
—Si en el juicio el veredicto es la horca el embarazo solo servirá para aplazar la condena durante unos meses. Luego el final será el mismo.
Anne suspiró y se masajeó los ojos.
—¿Qué pasará cuando descubran que en realidad no estamos embarazadas?
Mary guardó silencio y le dirigió una mirada cargada de una pena honda y atormentada.
—¡Estás embarazada! —exclamó Anne con las manos en la boca—. ¿Pero cómo? ¿Cuándo te enteraste? ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Hace unos dos meses, aunque me di cuenta solo unas semanas atrás. Ni siquiera noté que ya no sangraba, por eso no dije nada. De todas formas lo último que necesitábamos era preocuparnos por una embarazada —dijo Mary con una sonrisa triste.
—¿Tampoco lo sabe Evan?
—No. Quería esperar a un momento especial para decírselo, pero no hubo tiempo. Y... Y ya no lo habrá.
Mary se inclinó hacia adelante, se cubrió la cara con las manos y dejó que los sollozos le sacudieran el cuerpo. Anne se quedó inmóvil y aterrada. En todo el tiempo que la conocía no la había visto llorar ni una sola vez. La poca entereza que había conseguido reunir se derrumbó y no pudo evitar que un par de gimoteos se le escaparan también al abrazarla en la oscuridad.
—El juicio será la semana que viene. Tal vez podamos convencer a algún carcelero para que nos deje ver a los demás —sugirió Anne una vez se calmaron.
Ni siquiera estaba segura de querer ver a Jack de nuevo. Le habían encerrado junto a los demás una planta más abajo y ya no habían vuelto a saber de ellos. Cada vez que pensaba en él le recordaba tirado en el suelo, sin conocimiento ni voluntad, y apestando a alcohol. Le enfermaba aquella imagen, y más aún que estuvieran así por su culpa, sobre todo porque, a pesar de lo que siempre había dicho, en el momento en el que más le necesitaba no había estado ahí.
La tenue luz del exterior que se colaba entre las grietas se extinguió. La rendija situada en la parte inferior de la pesada puerta de hierro se abrió y algo se deslizó por el suelo. La rendija se cerró otra vez y Mary se acercó para descubrir una escudilla de metal con restos de pollo frío a medio comer que flotaban en un poco de agua turbia.
—Las sobras de los guardias —anunció con la nariz arrugada.
—No voy a comer de esa mierda —declaró Anne mientras se tumbaba en el suelo.
Mary contempló reflexiva la escudilla unos segundos y la apartó lejos. Se tumbó también, acomodó las cadenas a modo de almohada y cerró los ojos con una exhalación afligida.
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