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LX

San Jago de la Vega, Jamaica. 10 de Noviembre de 1720.

El escribano puso un punto al final del documento que tenía bajo la pluma y lo miró con recelo. Lo leyó por tercera vez y, al igual que en las dos primeras, siguió convencido de que había algo equivocado. Lo consideró a solas en su estudio, aunque al final decidió consultar al juez Wright para evitar males mayores. Salió del estudio con el papel en la mano y recorrió el pasillo de madera oscura hasta la sala del fondo, donde se encontraba su excelencia. Respiró hondo antes de llamar a la puerta. Siempre se ponía nervioso cuando tenía que tratar con él. Una vez le dio paso desde el otro lado se introdujo en la estancia.

El juez Alfred Wright estaba sentado tras una gran mesa enterrada en pergaminos y tinteros. Era un hombre de mediana edad, serio y con arrugas alrededor de unos ojos sabios. Se mostraba tranquilo, a pesar de la leve irritación con la que soltó la pluma que tenía en la mano para centrarse en el recién llegado.

—Bueno, ¿ocurre algo? —preguntó al ver que su interlocutor no se decidía a hablar.

—Es sobre el juicio de la semana que viene, señor.

—Ah... La tripulación que capturó el capitán Barnett, si no me equivoco. Acusados de piratería, ¿no es así?

—Sí, pero veréis... Estaba redactando los documentos para el proceso con los nombres de los presos que me facilitaron y creo que alguien cometió un error al transcribir dos de ellos. Figuran "Anne Bonny" y "Mary Read", y esos son nombres de mujer, señor.

—Ya sé que son nombres de mujer —replicó Alfred con calma.

El escribano se dio cuenta de que había insultado la inteligencia de su excelencia y se apresuró a arreglarlo.

—Quiero decir que a esos infelices se los acusa, entre otros delitos, de piratería. —El escribano temía que el juez no estuviera entendiendo lo que quería transmitirle, pero tampoco quería volver a ofenderle—. Las mujeres no pueden embarcar —dijo con cuidado—, así que la piratería es un delito del todo imposible para una fémina, no digamos ya dos.

El juez Alfred reprimió una sonrisa.

—Los nombres son correctos —aseguró—. Yo mismo bajé a comprobarlo. Entre esos prisioneros hay efectivamente dos mujeres, pero si no me creéis sois libre de ir a verlo con vuestros propios ojos.

El escribano abrió los ojos, incrédulo y sin atreverse a contradecirle.

—No es necesario. Haré otra copia del documento y la pondré sobre vuestro escritorio una vez esté lista.

—Dejadme ese documento ahora —pidió Alfred extendiendo la mano.

Se lo entregó, aunque no se marchó de la habitación.

—¿Hay algo más que os preocupe?

—Me preguntaba si... ¿Se las juzgará según el procedimiento habitual? —inquirió el escribano.

—Por supuesto. Los piratas son considerados hostis humani generis, y no debe hacerse excepción alguna.

—Ya veo...

—Jamás habíais visto algo semejante, ¿verdad? —preguntó el juez Alfred con una chispa de diversión.

—No hay registros de nada parecido, señor...

—También es nuevo para mí —reconoció Alfred—. Pero sí sé que esto va a dar que hablar. La noticia volará por toda la ciudad y al juicio acudirán decenas de curiosos. Tal vez sea necesario reforzar la seguridad.

—¿Eso pensáis?

—Ya lo veréis. Ahora id a terminar esos documentos. Tienen que estar listos hoy.

El escribano volvió a su estudio, tranquilo tras haberse asegurado que no se había cometido ningún error, pero perplejo por semejante disparate.











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