LII
—He hablado con el propietario de una fonda no muy lejos de aquí —le dijo Jack a Anne—. He conseguido que nos alquile una de sus últimas habitaciones. No es grande, pero servirá para nosotros dos. Tendremos que vender algunas cosas y después buscar trabajo.
Mary le lanzó un vistazo inquieto a Evan.
—No te preocupes —tranquilizó Evan—. El tabernero de El viejo almirante tiene un pequeño almacén en el que nos dejará quedarnos a cambio de algunas monedas.
Mary y Evan dedicaron la primera semana a reorganizar las cajas del almacén para construirse un espacio habitable. El lugar era luminoso y calmado, porque quedaba retirado del centro de San Juan, aunque frío. Evan había colocado entre los comerciantes algunos de los objetos que guardaban en la bolsa, así que lo único que les preocupaba por el momento era la boda. Una noche se encontraban alrededor de un decrépito fuego debatiendo sobre el mejor día para celebrarla cuando alguien llamó a la puerta. Mary la abrió y se sorprendió al ver el cabello cobrizo de Frankie.
—¡Frankie! ¿Qué haces aquí?
Frankie sorbió por la nariz y se retorció las manos enrojecidas. Mary le tomó por los hombros y le acercó al fuego, preocupada por su incesante temblor.
—¿Qué ocurre, chico? ¿No tienes leña para encender un fuego? —preguntó Evan.
Él enmudeció y bajó la cabeza. Mary se preocupó aún más y le cogió una mano.
—Frankie... ¿Qué te pasa? Ya sabes que puedes contar conmigo. Le diré a Evan que se marche si quieres, pero háblame. Dime qué te aflige.
Aunque Frankie no hizo ni un gesto, Mary le pidió de todas formas a su prometido un poco de intimidad.
—Estamos solos. Vamos, dime qué pasa.
Frankie resolló incómodo y volvió a sorber por la nariz.
—Es que... He dormido en las calles todas las noches desde que llegamos aquí. Creen que soy demasiado joven para trabajar, y nadie ha querido hacerme un hueco en su casa. Tampoco los compañeros... No tengo amistad suficiente con ninguno de ellos como para... —Frankie dejó la frase en el aire.
—Vaya, no tenía ni idea...
—Yo... Lo que más deseaba era vivir contigo y estar a tu lado, aunque en cuanto supe de tu compromiso con Evan me prometí que no me metería. Sé que merecéis intimidad, pero... Tengo mucho frío, Mary. Por las noches me duelen los huesos y los dientes de tanto apretarlos. Las cabezas de los peces que encuentro en el puerto me hacen vomitar cuando me las como, y no tengo nada más. ¿Crees que podría... quedarme aquí? ¡Puedo pagar por mi estancia si alguien me da un trabajo! Y también prometo ser silencioso y discreto. Por favor...
El estómago de Mary se comprimió al escucharle y se culpó por no haberse preocupado más por la suerte de su protegido.
—Te quedas aquí —afirmó.
—¿Evan también está de acuerdo?
—Lo estará.
Se fijó entonces en sus rasgos congestionados y en sus ojos vidriosos. Creyó en un principio que eran producto de la gratitud, pero al pasarle una mano por la frente comprobó que estaba ardiendo.
—Ven conmigo, Frankie. Creo que tienes fiebre. Te prepararé un poco de paja para que descanses.
Dispuso la cama y le dio de beber agua a pequeños tragos. Buscó algo con lo que arroparle y le dejó dormir tranquilo. Evan frunció el ceño al enterarse de que había decidido acogerle, aunque en cuanto vio los escalofríos que le azotaban salió a buscar un doctor. Sin embargo, no fue capaz de regresar con ninguno. El doctor Fowler hacía días que había partido, la ubicación de Martin era desconocida y nadie en la zona tenía conocimiento médico alguno.
Frankie no mejoró al día siguiente, ni tampoco al otro. La fiebre iba en aumento y pasaba la mayor parte del tiempo perdido en una ensoñación de la que solo volvía cuando Mary le acercaba agua o caldo a los labios. Los remordimientos por no haberle atendido a tiempo alcanzaron su culmen el día que la llamó con voz apenas audible al lecho de paja y se sacó la rosa de los vientos de madera de debajo de la camisa.
—Quédatelo —dijo Frankie—. Quiero... que me recuerdes siempre. Yo lo voy a hacer.
La talla se balanceó de un lado a otro en el aire y Mary apretó los labios para reprimir un sollozo.
—No hace falta que me des nada para recordarte. En cuanto te recuperes me acompañarás a buscar a un sacerdote que nos case a Evan y a mí. ¿Te gustaría ser nuestro testigo?
Frankie asintió despacio, ausente, pero siguió sosteniendo el colgante. Mary lo aceptó sin atreverse a contrariar sus deseos y le dejó descansar.
—Se pondrá bien —dijo Evan—. Es joven.
Mary redobló sus cuidados con la sensación de que nada de lo que hacía era suficiente. La posibilidad de perderlo la asustó. Tanto, que incluso llegó a pedirle a Dios que conservara la vida de alguien que la había vivido tan poco. Los rezos o sus dedicadas atenciones terminaron dando resultado, pues Frankie empezó una mañana a sudar. El pelo y las ropas se le empaparon, igual que la paja que Evan cambiaba periódicamente. Devoró con avidez el cuenco que sopa que le pusieron delante y Mary le observó con una sonrisa. Le devolvió la talla de madera que le había entregado, pero Frankie insistió en que se la quedara, como recordatorio y como agradecimiento.
—Bueno, ¿nos vamos a buscar a ese sacerdote? —preguntó Frankie alegre.
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