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II

Cuatro años después William caminaba solo por las calles de Kinsale. Bajo el cielo gris, los descuidados caminos de tierra se le antojaban más oscuros que nunca. Un par de muchachas que iban del brazo dejaron escapar una carcajada mal disimulada cuando pasó a su lado. Y en cuanto alcanzó la plaza, el panadero le murmuró algo a la señora Murphy. A William no le costó adivinar de qué hablaban o por qué se habían reído las muchachas. Lo que le sorprendía era cómo tras tanto tiempo la gente era capaz de seguir sacándole comentarios al mismo tema. Había creído que los rumores iniciados tras el nacimiento de Anne se extinguirían a los pocos meses, pero lo único que ocurrió fue que se convirtieron en indirectas e ironías por parte de los que aún le hablaban y en miradas acusadoras por parte de los que no. A veces, incluso, podía notarlas clavadas en él detrás de las paredes. Sus clientes desaparecieron, porque los que necesitaban a un hombre de leyes buscaban antes reputación que profesionalidad. Briana y él tuvieron que dejar de mostrarse en público, lo que alentó aún más los intercambios de opiniones. Ni siquiera los nuevos chismes del pueblo le dieron un respiro. Era cierto que la ruina de los Kelly había desviado la atención hacia ellos durante una temporada, pero en seguida acabó volviendo a él y William tuvo que admitir que su adulterio era lo que mayor revuelo había causado nunca en el lugar. Sin embargo, todo eso ya daba igual. No habría más paseos solitarios y furtivos. Llevaba un año entero preparándose, y ya solo tenía que esperar a que se gastaran las horas.

Llegar a casa no le produjo ningún consuelo. En cuanto cruzó el umbral escuchó gritos en el piso de arriba, así que atravesó a zancadas el recibidor y se abalanzó sobre las escaleras. Detuvo el brazo de su mujer antes de que cayera sobre Anne, aunque de todas formas era tarde. Su mejilla izquierda ya estaba roja e hinchada.

—¡Briana! —bramó—. ¿Qué estás haciendo?

—Esa ladronzuela ha entrado en nuestra habitación. La he pillado intentando quitarme mi collar.

Anne estaba quieta junto al tocador con un largo collar de perlas enredado en las manos. Lo agarraba con fuerza, aunque no lloraba. Desde que Mary se había ido a William le resultaba imposible mirarla y no pensar en ella, y no solo porque tuviera sus cabellos rojizos o sus mismas pecas en la nariz y las mejillas.

—Solo quería verlo —se defendió Anne levantando unos ojos verdes y despiertos.

Eso fue lo que precipitó todo. No podía permitirse esperar ni un solo minuto más para ponerse en marcha.

—Vístete, Anne. Nos vamos. Cuando termines espérame abajo. ¡Venga!

Anne dejó caer el collar y salió corriendo de la habitación.

—¿A dónde vamos, William? —preguntó Briana con cautela.

William había recreado ese momento cientos de veces en su cabeza. Había barajado todas las posibilidades y creía estar preparado para ello, por eso se sorprendió al darse cuenta de que sentía más lástima de lo que había imaginado.

—Tú no vienes.

Briana se paralizó.

—No... —murmuró—. ¡No puedes hacerme esto! Te vas con esa fulana, ¿no es verdad? Con esa... esa sucia y esa asquerosa. —Briana se detuvo y de pronto abrió los ojos como si acabara de ocurrírsele algo—. Has estado en contacto con ella...

Probablemente William la habría hecho callar en otra situación, pero en aquella guardó silencio. Todo comenzaba a escapar de su control.

—¡No puedes irte! —insistió Briana— ¡Los vecinos todavía hablan de nosotros, William! ¿Qué crees que dirán ahora?

William bajó la mirada y se encontró con el collar de perlas que Anne había soltado. Pensó en su rostro, tan bonito y delicado como el de su madre, deformado debido al golpe que había recibido. Y reaccionó.

—Puedes quedarte con la casa. Lo he arreglado todo y he dejado dinero suficiente a tu disposición. Lo siento mucho, Briana. De verdad —dijo con sinceridad.

Briana cayó sobre las rodillas como si la hubieran atravesado y se agarró a los bordes del chaleco de William.

—Por favor, William, no te vayas. No me abandones. ¡Por favor, no lo hagas, te lo ruego! —imploró entre sorbidos por la nariz.

William se soltó con cuidado y dio un pasoatrás. Hacía tiempo que la relación con su mujer se basaba solo en la promesaque había hecho ante Dios de permanecer a su lado, pero aún así le dolió verlade aquella manera. Murmuró un nuevo "lo siento" y la dejó en el suelo entrehipidos. Tomó de la habitación de Anne lo imprescindible, cargó con la maletaque ya tenía preparada y volvió al recibidor. Mandó preparar los caballos y dioinstrucciones al cochero. Cuando estuvieron listos cogió de la mano a su hija ymontaron en el coche, que se puso en marcha con un tirón para dejar atrás unpueblo siseante y una mujer desconsolada.

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