
V
Se le ha terminado la comida, salvo las crackers, que se ablandaron porque las dejó fuera del paquete. Sin nada que la ocupe, a comienzos de la tarde se queda dormida en el suelo del dormitorio. Primero sueña con su boda, los cócteles de langostinos en copas de Martini y Daniel columpiándola al son de «Try a Little Tenderness». Celia había dado un discurso sobre su hermana menor —Siempre supimos que Niny iba a encontrar alguien fiable— y Nina había intentado hacer su brindis, pero en este punto el sueño cambia y se imagina como una medusa, una cosa ciega, rompible como papel, sumida en agua negra en una febril noche sin luna.
Antes de morir, su padre decía que era su princesa, su tesoro. Juntaba las manos e imitaba una reverencia de cortesano.
—Tú tienes una incapacidad para mantenerte —había dicho Celia cuando iban al entierro del padre— que francamente es vanidosa. Das por sentado que los demás se van a preocupar por cuidarte.
Al pedir el divorcio, Daniel dijo ser consciente de que al menos en parte era culpa de él. Inclinado hacia adelante con las manos en las rodillas, hablando para las tablas de la terraza, dijo que no había tenido en cuenta los riesgos inherentes a tomar posesión de alguien. Ella le respondió, como la noche de la primera cena juntos, que realmente podía cuidarse sola, pero él se limitó a menear la cabeza una vez más y sacarse el anillo, tan pancho.
Al atardecer Nina sale de la casa y enfila el tortuoso, angosto sendero que lleva a la playa. En el curso del día la hoguera se ha consumido y lo que queda es esquelético. Una espiral de humo azulado. La orilla está tranquila, limpia como estaba la primera noche que Daniel la guió hasta allí tomándola de la mano y el codo para que sorteara los baches. Ahora ella se conduce sola y apenas se tuerce un tobillo en la cuesta.
Desde lo alto de las dunas puede ver la terraza que rodea la casa, los platos y tazas que dejó ahí, el batón abandonado en el respaldo de una silla. Se imagina que al abogado de Daniel, cuando vuelva al día siguiente, no le va a encantar el desorden, ni encontrar la casa vacía, ni que la puerta delantera esté abierta, las ventanas del norte y el sur de par en par y la llave bajo el felpudo.
Ahora la noche es suave y hay un revoloteo de gaviotas nocturnas sobre el agua. Ella lleva en el bolso las muñecas rusas pintadas como los Muppets, el temporizador para huevos lleno de arena de color indigo y la máquina de contar monedas. El gato de porcelana es demasiado inmanejable y tuvo que dejarlo.
Son poco más de las diez, así que no hay especial apuro por ponerse en marcha. Se sienta en la arena, más allá de la línea de algas y trabaja el anillo en el rígido dedo hinchado, girándolo en círculos infructuosos, sin lograr nunca que pase el nudillo. Habrá más medusas; más tarde, varando en el dilatado verde manzana que sigue al amanecer, producto de la marea temprana. Cuando lleguen ella todavía estará allí, rociada de sal tras la noche en la orilla. Se echará de espaldas a esperar la convocatoria. Medusas encallarán contra sus brazos y sus piernas, cresta de cuerpo sobre delicado cuerpo. La taparán, le enguantarán las manos y rodearán los tobillos. Según la especie, a una medusa puede costarle hasta cincuenta minutos morir una vez fuera del agua. En el flaco sustento de la marea menguante, ese tiempo puede prácticamente triplicarse. Nina se quedará hasta bien entrada la mañana con ellas, con sus campanas palpitantes como corazones doloridos. Cubierta casi de pies a cabeza, sentirá cómo se retira la marea. Las puntas de los dedos se le empezarán a volver un poco gelatinosas, las membranas más blandas. Imaginará que se sumerge, que se transforma en algo menos que sólido, que vierte las entrañas en la arena.
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