
IV
Desde el tercer día no había llamado nadie a la puerta cuando un ayudante del abogado de Daniel llegó en coche y acampó delante de la casa.
—Se trata de cortar esto de cuajo —dijo a través del buzón, metiendo los dedos por la ranura de cobre como un insecto invasor—. Podemos solucionarlo rápido y tranquilamente. Digamos que hubo un breve lapsus de sensatez. Ha sido un período muy exaltado. Asuntos complejos, decisiones difíciles. Ningún daño, ninguna mala intención. Etcétera.
Sentada en el primer escalón de la escalera del vestíbulo, ella mordisqueó un corte de salame y se representó al abogado de Daniel: esa calva casi siniestra, como si lo hubieran remojado en lavandina. En la última reunión se había inclinado sobre la mesa y ella había observado que una gota de sudor le resbalaba en una línea impecable desde la coronilla hasta el centro del labio superior, donde la había detenido con un veloz lengüetazo.
—Corríjame si me equivoco, por supuesto, pero tanto mi documentación como el testimonio de mi cliente afirman que en realidad usted nunca trabajó, señora Bates. Que de hecho ha dependido toda su vida de la generosidad ajena. ¿Es así?
En el buzón los dedos ondearon y se retrajeron; al otro lado de la puerta la voz se volvió irritable.
—Señora Bates, yo no la conozco pero no me imagino una sola mujer cuerda que quiera vérselas con una orden judicial, no digamos ya con una querella por ocupación de propiedad privada, y eso es lo que va a pasar si sigue con esta farsa. Si abriera la puerta y hablara conmigo, estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo.
Encogiendo un hombro, Nina fue hasta la puerta —bloqueada con un fárrago de sillas—, despachó el resto de salame por el buzón y se alejó. (Ahora lamenta el gesto. Con el jamón ya abierto le quedan escasas proteínas en las raciones).
Fuera o no seria la amenaza de volver con una orden, desde aquel no aparecieron más visitantes. Claro que bien pueden haberla llamado por teléfono, pero afortunadamente no está en situación de decirlo. Un poco esperaba, es cierto, que Celia fuera a sacarla pero tal vez la demora se deba en parte a que en este momento su hermana está sin coche.
En el comedor, entre galletas con mermelada abundante, actúa escenas de alto drama imaginando argumentos, haciendo ademanes para los espacios en blanco de las paredes.
—¿Cuál era tu plan?, —podría decir su hermana, miembros angostos, coleta en alto bien peinada—. ¿O sea que se divorcian, Daniel conserva la casa de la playa y tú lo primero que haces es correr a atrincherarte ahí? Sabes, mis hijos resuelven los conflictos mejor que tú.
—Ni siquiera le interesa —replicaría Nina—. Era suya desde antes de conocernos y no la usaba nunca. Y resulta que ahora amenaza con venderla solo porque sabe que la quiero yo. Es como un chico que cuando la madre intenta donar un juguete que él no usa va y lo rompe.
—Psicología barata —diría Celia—. No tienes idea de lo que dices. Aquí la única infantil eres tú.
—Se supone que tú estás de mi lado —gemiría Nina; y gime también en voz alta, en el comedor, para nadie.
Al día siguiente las medusas regresan una vez más. Anegan la orilla al amanecer, como desechos de plástico, entre el mal aliento del mar tras una noche de tormenta. El verano se vuelve impredecible, tuberoso, una estación blanca, fétida, sucia de nubes.
Nina mira la conmoción desde la terraza. Adolescentes con teléfonos se filman mutuamente removiendo las medusas con palos. Hacia el cabo, una pareja de edad pasea del brazo, los dos con la misma campera. La mujer, encorvada, tiene una gran mandíbula y la papada le cuelga hasta el esternón. El hombre, aunque alto y relativamente animoso, camina doblado a la altura de ella, al ritmo de su paso vacilante. A medida que se acercan a la medusa, el hombre se endereza solo un momento para buscar una vía despejada alrededor del obstáculo; luego se deja caer de nuevo a su imitación de encorvado y remolca a la mujer a salvo bahía arriba.
Nina pasa la mañana a la espera vigilante de la mujer pelirroja y el niño bravio, pero ninguno de los dos aparece. A eso del mediodía llega un equipo de la televisión para rodar una pieza breve: los presentadores de un programa de interés general que Daniel miraba, recuerda vagamente Nina, conversando amistosamente con los zapatos enfundados en bolsas de plástico. «Sí, podría ser una atracción turística, ¿pero de todos modos no es una plaga y tal vez un síntoma de algo más grave, Cathy?». «Verás, Tim, creo que en realidad la palabra "plaga" solo se aplica a los insectos».
Detrás de ellos los adolescentes pasan bailando para la cámara, sacando la lengua y saludando, hasta que el director para de filmar y les pide que se calmen.
A la tarde ella se sienta en el comedor y trata de no hacer caso a los gruñidos de su estómago. Las raciones están acercándose a niveles de emergencia, pero la perspectiva de salir de la casa para buscar comida parece una invitación a invasores. Si ella fuera Celia habría traído una heladera portátil. Si fuera Celia habría pensado esto en detalle.
Despliega el ajedrez de plástico y juega contra ella misma sirviéndose de una mezcolanza de reglas un poco a lo ludo, con alfiles saltando sobre caballos y reinas desenfrenadas. En los primeros tiempos Daniel le enseñó una foto suya en un torneo de ajedrez de la escuela primaria, a los diez años, con una sobrecarga de aparatos dentales y una nariz por crecer, aferrando agriamente un premio a la participación.
—Todavía no había descifrado el código —dijo, extendiendo el tablero entre los dos, y ella lo había amado por esos dientes parejos y la nariz estridente y el hecho de que no soportase perder en nada. Él le enseñó estrategias y combinaciones, y le frenó con sacudidas los movimientos impulsivos.
—Hay formas más seguras de llegar ahí —le decía una y otra vez, volviendo a colocar los peones ante el rey—. No seas tonta. Perder nunca es inevitable; basta usar la cabeza.
El abogado de Daniel tiene voz de ungüento. Mientras habla por la ranura del buzón, ella lo imagina lamiéndose sudor con la oscura, húmeda punta de la lengua.
—Señora Bates, aquí tengo unas instrucciones para que desocupe el inmueble mañana por la tarde a más tardar. Esto no es un juego, muchacha. Es un embrollo legal. Tiene que pensar en dónde está parada.
Deposita los papeles y se retira, pero lamentablemente ella se ha quedado sin salame para responder. Recoge los sobres y en seguida separa uno con su nombre manuscrito por Daniel, aunque la nota de adentro es un refrito en computadora de todas las cosas que le ha ofrecido en los últimos seis meses: el Alfa Romeo, un juego de cuchillos de plata de ley, una colección de miniaturas danesas, la mitad de los libros, la mitad de las millas de viajero frecuente, todas las joyas totalmente pagadas.
—Ay, me rompe el corazón —había dicho Celia, mirando una lista similar apenas unas semanas después de la presentación del divorcio, cortando queso azul, con los labios manchados de mermelada de durazno—. Se lleva el coche así te quedas con el otro. Se agarra solamente las tarjetas y te deja los lingotes de oro y la mina de diamantes.
Ella atraviesa la cocina con los sobres y sale a la terraza. Es la cuarta o quinta vez que las medusas cubren la costa, pero hoy a los del equipo de limpieza se les ha ocurrido hacer una hoguera. No lejos del cabo se está alzando una gran torre de cuerpos: cosas sin cabeza, amorfas, apiladas, endebles contornos de criaturas agotadas de toda sustancia goteando en las rocas de la costa. El equipo de televisión ha vuelto y filma a un cronista que recorre las dunas. «Y según yo lo veo, Cathy, podemos esperar que en cuestión de pocos minutos se desate una inflagración que potencialmente va a superar todo lo que hemos visto». «Una conflagración, Tim. La palabra "inflagración" no existe».
Nina observa la pequeña muchedumbre que rodea la hoguera mientras los hombres arrojan paladas al montón. Cuando sube, el fuego es de un tenue azul intranquilo que llena el aire de un olor a materia hervida. En la terraza, Nina dobla en dos la página impresa que aún tiene en las manos y encuentra al dorso una nota más en bolígrafo negro.
Por Dios, Nina, no seas infantil.
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