
III
Contra las puertas del patio dan centellas. Violento rebote azul como si cayera granizo. Ella mira la tormenta por las ventanas de la cocina y se pregunta si el mar encrespado expulsará pronto más cuerpos. Aquí serían útiles los médiums telefónicos. Estoy percibiendo una especie de invertebrados, de hecho un montón.
La noche en que ella y Daniel se conocieron cayo una tormenta eléctrica; a decir verdad, un suceso pobre. Tres relámpagos y una caída de presión, nada más, aunque suficiente para que los invitados de Celia se entretuvieran. Celia no los había sentado juntos, más preocupada por acoplar a Daniel con una amiga de ella que vendía arte manierista y tenía una manada de shihtzus con nombres de fases de la luna. Menguante es un poco travieso; Creciente y Luna Nueva tienen que estar siempre alertas.
—Mi hermana es la linda de la familia —había anunciado Celia a modo de presentación al llegar Nina—. Nuestro padre la llamaba su bien más preciado. Así que pórtense todos lo mejor que sepan.
A ella la había puesto al lado de un hombre mayor que durante el plato de pescado le había dado una clase de jurisprudencia y luego se había excusado para ir al baño, con una expresión muy sugerente de que Nina lo había aburrido a él. En ese punto Daniel se había deslizado junto a ella, dejando a la dueña de los shihtzus, como tiempo después iba a lamentar Celia, totalmente humillada a cinco asientos de distancia.
—Parecías necesitar que te rescataran —había saludado, su repentina vastedad un bloque negro contra los relámpagos.
—Puedo arreglármelas sola —había respondido ella, encuadrando los hombros, pero él había meneado la cabeza.
—No puedo dejar a una dama en peligro, como solía decir mi padre.
La había llevado a la casa de la playa esa misma noche, en tres horas de fuga frenética en una ancha oscuridad de septiembre. Ella había dejado que la secuestrase, como una prisionera de una ciudadela capturada, y hablara sin pausa de ese lugar que pensaba que le sentaría, un refugio de las presiones del mundo. Agarrándola de la mano para desviarla de una porquería de zorro que había en el acceso, había murmurado «Mira bien dónde pisas» en un tono a la vez preventivo y admonitorio. La había besado en el hall y la había guiado a la terraza.
Por supuesto, divorciarse fue otra cosa. Nada de tormenta: solo un viento arremolinado.
No duerme bien. Prueba con miel, con lavanda arrancada de las matas que crecen entre las tablas de la terraza. Aunque Daniel ha hecho retirar la cama, todavía se acuesta dentro de los límites, un rectángulo fantasma en el centro del dormitorio. En esta simulación de espacio puede actuar otras noches, otros fines de semana, cuando amueblaba la casa algo más que la memoria de las cosas.
Medianoche de un septiembre tórrido: polillas golpeando contra la lámpara del techo. Julio: Daniel, laqueado de sudor, preparando ostras de la pradera y quejándose de sus ojos.
Un mes después de casarse: viaje a la casa en un atardecer sofocante, las luces del auto blanqueando el agua. Entrando a los choques, tambaleándose al dormitorio, ella lo había empujado hacia atrás, mostrado los dientes como nudillos y lo había acusado de conducir borracho.
—Mira quién habla —roncó él, con una dicha furtiva de agarrarla del pelo—. Jugo de naranja toda la noche. Alguien tenía que ser el chofer oficial si tú ibas a estar totalmente borracha, estás que te caes.
—Borracha, borracha —había repetido ella disfrutando del sonido. Una espesa indulgencia en la cara de él, sus manos atenazándole la cintura.
A la mañana se había despertado a una vaporosa lluvia estival. Brazos pesados la rodeaban; le costó escapar. Al levantarse consideró a Daniel, que roncaba suavemente, clavándole una mirada desaprobatoria. Entonces lo había conocido, había visto la piel de lobo bajo la superficie. Sin despertarlo, había dejado el dormitorio y salido en bata, descalza sobre los resbalosos listones de la terraza. Más allá de la arena el agua espumaba de animación como si se alzara al encuentro de la lluvia. La marea baja y la playa llena de los cotidianos jirones de algas, jibias y latas de cerveza. Los cangrejos habían aflorado de sus guaridas rumbo a la relativa seguridad de los bajíos.
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