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II


En la playa una mujer pelirroja está paseando a un niño con un par de riendas elásticas. Es un niño de no más de tres años, huesudo, con el bamboleo ebrio de alguien cuyas piernas solo fueron presentadas una a otra hace poco. Atado a la muñeca de la pelirroja, la arrastra hacia el cabo, donde los hombres con los recogedores se han detenido a inspeccionar su redada. Es marea baja; el mar finge inocencia. Siguiendo la línea de la costa, Nina observa el suave empuje del agua en retroceso, el gorgoteo en el tapiz cristalino, las olas que se retraen como labios revelando dientes.

Hay una conmoción repentina cuando el niño da un bandazo rumbo hacia algo que ha visto en la arena: una medusa abierta y eviscerada, un lío de tentáculos, corolas y pólipos que los del operativo de limpieza no han barrido. La mujer pelirroja da un fortísimo tirón a las riendas, suficiente para frenar de golpe, dejar mal parado y desequilibrar al niño, que con la sorpresa se cae y empieza a llorar. Desde la terraza, Nina mira cómo uno de los limpiadores se acerca a analizar la situación, mientras la pelirroja ya ha levantado al niño por la muñeca y lo está sacudiendo hasta marcarle la piel con las uñas. El hombre alarga las manos con desenfado, balanceando al frente el recogedor. A ver, señora, ¿qué problema estamos teniendo? La mujer se vuelve hacia él, le clava un dedo en el pecho y señala primero el recogedor y luego la medusa. Cada gesto hace tambalear al niño, agarrado aún por la otra mano de ella, pero la fascinación por la súbita apertura de hostilidades merma rápidamente el meneo. El hombre baja las manos; da un paso atrás. Columpia el recogedor y lo planta en la arena, aunque enseguida cambia de idea y, subiéndolo con un rizo, se da unos golpecitos en la mano como un policía con la porra.

La discusión es un duelo de dedos increpadores. El meollo de la cuestión parece ser que la pelirroja responsabiliza a la brigada de limpieza de que el niño haya casi tropezado con una medusa, mientras que el hombre la responsabiliza a ella por no comprar unas riendas más cortas. La mujer le lanza dos puntazos más al pecho, que el hombre bloquea con el recogedor. Nina monta pizcas y fragmentos de la conversación; defiende y refuta cada alegato. Entretanto el niño consigue liberar la muñeca del agarrón de la madre y se bambolea hacia la medusa con renovado arrojo, mientras las voces de los adultos se pierden en un viento del este.

Hace una semana que está aquí y todavía se considera esencialmente en situación de sitio. Las provisiones no aguantan como había imaginado: dos cartones de leche, una ya cortada; una bolsa de naranjas, tres desayunadas, seis podridas; seis latas de atún, una de granos de elote; dos sobres de jamón, dos de gambas, dos de salame; una piña, impenetrable; el frasco de cebollas en conserva; un multipack de galletas cracker; una horma de queso; una tableta de chocolate; una barra de pan blanca de moho asqueroso.

Si fuera Celia habría traído pastas o papas; comida adecuada para largos aislamientos sin más compañía que una cocina de gas. Si fuera Celia también habría pensado en traerse un abrelatas. Hacia el tercer día está irritada de cebollas encurtidas, con las encías lastimadas por astillas de cracker. Por los bordes del jamón sin refrigerar avanza una rara película de color ostra.

No habría esperado que el pan y la leche fuesen tan innobles, aunque no puede negar que añade a la situación un toque bohemio. En su estado actual —cubierta de polvo, con la piscina vacía— la casa parece extrañamente apropiada para comer pasas y queso de naranja en el suelo. Por las tardes, antes de que se escape el sol, se sienta en el comedor mirando la empinada pendiente de los acantilados, alzando torres en miniatura con galletas que luego unta con mermelada y come a lo largo de varios minutos simulando banquetes enteros desde su sitio de costumbre en la cabecera de la mesa.

Daniel ya ha vaciado el lugar de cualquier cosa que realmente valiera la pena llevarse. La mayoría de los muebles se subastaron hace mucho, en noviembre, y parece que por entonces también fue birlada la cerámica blanquiazul. Zonas desvaídas donde hubo cuadros colgados —un fenómeno común para el cual Nina una vez se había asombrado de descubrir que no había nombre convencional— desfiguraban todas las habitaciones. Un ejercicio de engaño descarado. Sin detenerse, Daniel había vendido las alfombras persas y un buen porcentaje de la platería aun antes de pedir el divorcio.

Lo que queda —un tanto adrede, en opinión de Nina— es mucho de lo que ella adquirió en sus compras impulsivas. Un estante de muñecas rusas pintadas para parecerse a los Muppets. Una máquina de contar monedas. Un gran gato de cerámica en cuyo cráneo se puede almacenar paraguas. Entre los espacios vacíos que dejaron las incautaciones de Daniel, sus efectos personales permanecen como una serie de insultos. Una lámpara con forma de esfera para pececitos, un temporizador para huevos lleno de arena índigo. Estos objetos se dispersan por la casa como un vertido de artefactos inútiles, piezas arqueológicas demasiado vulgares para recuperarlas del basural.

El proceso de divorcio ya lleva más de seis meses y Nina se cansó de rastrear dónde están las cosas. Tiene ronchas en el dedo alrededor del anillo de bodas y una hinchazón cerca del nudillo como cuando en su cumpleaños de quince comió ostras y tuvieron que llevarla a emergencias. Cada mañana, antes de que el calor del día le asalte el cuerpo y lo vuelva pegajoso e intratable, agarra el anillo y lo hace girar tirando adelante y atrás, torciéndolo en un vano intento de tomar al dedo por sorpresa y sacárselo antes de que la hinchazón lo impida. Nunca funciona; su mano izquierda es demasiado viva para la derecha.

—Grasa de tocino —le dijo Celia por teléfono (fue unos meses antes de que Nina le robara a Celia el coche para ir a la casa de la playa y rindiese sumariamente su derecho a los buenos consejos)—. O moja los dedos en agua con sal, que reduce la humedad de la piel.

—Ya probé con eso —contestó Nina—. Y con arnica y sal, tambien teniendo la mano hacia arriba quince horas al día. No hay nada que resulte.

—Bueno, entonces no sé. —Al fondo los hijos de Celia ladraban órdenes de un partido de Twister: ¡mano izquierda en rojo!—. Córtate el dedo o no te divorcies, supongo. Qué sé yo.

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