
I
Las medusas llegan con la mañana: cantidades de cuerpos negros varados en la arena. El océano se vacía; un millar de invertebrados muertos o agonizantes, junglas de tentáculos y finas membranas frágiles cubren la orilla tres kilómetros en cada dirección. Son traslúcidas, casi espectrales, como si el mar hubiera exorcizado sus fantasmas. Ahogadas en aire, se abren y sangran las entrañas, una saturación que impregna la tierra.
La gente asegura que son venenosas. Ortiga de mar, carabela portuguesa, melena de león. La gente va a la playa con los teléfonos, saca fotos y las envían a programas sobre la naturaleza. Una foto logra aparecer en el diario local, otra llena cinco minutos de un programa matutino del canal regional. «Y en el apartado de noticias locales, digamos que un banco de medusas tiene consternados a los turistas de una de las playas más populares. Sin duda no es lo que uno espera si viene aquí por un fin de semana largo, ¿no, Cathy?». «De hecho, Tim, creo que existe una clase de medusa que llaman "Aguamala"».
De dónde provienen las medusas es un misterio. La gente discute; intercambia mensajes con links para artículos. Son una consecuencia del calentamiento global, del vertido de residuos tóxicos. Son señales de un cambio en las pautas mundiales de migración, del crecimiento del nivel de los mares, de El Niño. Son californianas y se han alejado muchísimo de su hábitat.
Desde el porche trasero Nina pasa la mayor parte de la tarde observando la limpieza. Está en bata desde la noche anterior, cargada de desodorante de ayer, con costras de dentífrico en las comisuras. Ve a hombres con botas de goma recorrer la playa con recogedores de basura, con palas y baldes para juntar las formas glutinosas y desecharlas. Hace mucho calor, de verano candente, agitado de aves extranjeras. Ella se sienta en la terraza con un tobillo enganchado al otro y come pedazos de panque del martes pasado, tragando café negro porque la leche se ha vuelto una cuajo amarillento.
Debajo de la bata tiene sangre de mosquitos. Las axilas sin afeitar, las piernas sin depilar, el cuerpo sin humectar. El olor a hongos de las sábanas sin lavar, ungüento para los moretones. Anoche cenó afuera —gambas al ajillo precocinadas, directamente del paquete—, y dejó los platos pudriéndose en el calor del día. Gaviotas sobrevuelan la terraza como buitres. Oscuros lamentos en un cielo derretido.
—Si alguna vez intentas vivir sola terminarás en llamas —había dicho Celia una vez—. Dos días y listo. Para hacer un huevo duro incendiarás la cocina entera. O eso o te vamos a encontrar tres semanas después, sofocada bajo pilas de tu desastre. Tú no estás hecha para ama de casa, tesoro.
—Solo porque nunca me dejaste probar.
Los ojos de Celia se ahuecan de irritación.
—Cuando quieras, tesoro. Yo invito.
El teléfono está sin tono desde el fin de semana. Una bendición, en varios sentidos. Desde que llegó no tiene electricidad, ni idea de cómo conectarla. La caja de fusibles del sótano es territorio desconocido. Hace el café en la cocina de gas, come jamón envasado, pan con mantequilla, cebollas en vinagre de un frasco. Al atardecer, cuando el sol se va de las partes de la casa que dan al este, se retira por etapas a las habitaciones todavía iluminadas hasta que ya no hay más luz, y entonces se va a dormir.
No poder mirar televisión es un disgusto menor, ya que lo único que en realidad mira, si es que lo hace, son los canales de compras y las médiums a tiempo completo. Para una consulta con una vidente experimentada en la comodidad de su hogar, llame ahora mismo. Su tipo de televisión es el que, según Daniel, habla de una debilidad de carácter (aunque hay que admitir que a Daniel le hablan de debilidad de carácter montones cosas: el gusto por las golosinas de gomita, el rechazo a poner nombres humanos a los perros, el cabello por debajo de los hombros, los libros de Tolkien). En el pasado ha tratado de educarla cambiando al History Channel o documentales sobre las ballenas beluga. La primera vez que al entrar había visto a Nina mirando ventas por teve con una maraña de cáscaras de naranja en la falda, había ladeado la cabeza y torcido la vista hacia la tele.
—¿Qué venden?
—Huevos Fabergé.
—No auténticos, ¿no?
—No sé. Si compras media docena te mandan un gabinete para guardarlos.
Ella tenía un dedo ávido para el teléfono, un ojo para las gangas demasiado impulsivo. La ruidosa descarga semanal de paquetes de envoltura blanca en el buzón pronto se había convertido en fuente de tensiones, a medida que Daniel entregaba fríamente tijeras para cortar cajas de pizza, juegos de cuchillos de cerámica, envases estampados, perlas de cultivo presentadas en caracoles.
—¿Ahora qué compraste?
—Es un juego de frutas de madera talladas a mano. Pensé que podríamos ponerlas en el recibidor.
—En el recibidor tengo las maquetas japonesas.
—Ya sé, pero hay espacio para las dos cosas.
—¿Eso qué es?
—Creo que es un kiwi. No sé. No son del todo iguales a las que se veía en la tele.
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