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Capítulo 22


Dejando de lado la Reserva de las desgracias, no habían tenido oportunidad de conocer el pueblo.

Siendo zona rural, abundaban las construcciones de adobe o cabañas vacacionales. Árboles frondosos proyectaban su sombra sobre las aceras, y protegían a los transeúntes de los rayos de sol.

Los vecinos mantenían conversaciones mientras regaban sus jardines. Compartían chismes que llegaban desde la capital gracias al internet, mientras los niños correteaban con sus mascotas. Saludaban con sonrisas automáticas a los turistas, acostumbrados a ver rostros desconocidos pero con la cautela suficiente para no acercarse.

Calles amplias de tierra permitían el paso de vehículos escasos. La mayoría eran camionetas todoterreno que conectaban al pueblo con la zona comercial, demasiado alejada si tenían prisa.

En ese momento Aitana disfrutaba la caminata en compañía de Eliza. Se detenían frente a cualquier monumento o árbol raro para tomarse fotos.

Se percibía un aire atemporal, una paz propia del ser humano que había aprendido a compartir su mundo con la naturaleza.

El clima era perfecto para su estrategia. Un cielo despejado, un sol resplandeciente con la promesa de un nuevo inicio y una brisa fresca acariciando sus mejillas.

O quizá era el tiempo que le estaba respirando en el cuello cual pretendiente indeseado, reconoció la agente. En cinco días debería abordar el transporte de regreso a Desaires Felinos.

Si volvía con las manos vacías, ¿el jefe realmente le daría una patada? Lo dudaba. Pero estaría decepcionado, y le quitaría los privilegios que se había ganado en tantos años como agente dedicada.

Entre esos privilegios estaban días libres a elección, tolerancia ante las tardanzas y cupones de pizza gratis cada mes.

—Me aferraré a esos cupones de pizza aunque sea lo último que haga —juró Aitana en voz alta.

—¿Tienes hambre? —Eliza la miró, curiosa al oírla pensando en voz alta.

Aitana sacudió la cabeza, de regreso a la misión actual: un paseo inofensivo por Sientelvainazo. El menú del día incluía distender a su presa, hacerla bajar la guardia. Demasiados días de sembrar cizaña y cosechar discordia podrían resultar contraproducentes.

Necesitaba a Eliza con su mente clara para darse cuenta de su realidad. Si sufría una crisis por sobrecarga, era capaz de encerrarse en sí misma y expulsar a los agentes de su vida.

—Siempre tengo hambre —respondió Aitana—. Pero puedo esperar. ¿Te sientes mejor al tomar aire libre?

—Un poco. Necesitaba despejarme. De no ser por ti, en este momento estaría tirada en la cama, comiendo sin parar y luchando contra una crisis existencial.

—Acabas de describir mi estilo de vida fuera del horario laboral.

—Estoy pensando en volver a casa antes —admitió.

—¡No! —se apresuró a convencerla. Toda la misión se derrumbaría ante una jugada tan brusca—. Estás de vacaciones. ¿Quién querría volver al trabajo teniendo la oportunidad de descansar en semejante paraíso?

—No se siente como un descanso... Anoche me desvelé —comentó, bajando la mirada a sus manos rígidas—. Tuve pesadillas horribles donde el techo se desmoronaba. Soñé que gritaba, pero al despertar me encontraba en silencio.

—Debe ser una buena señal. Para poder reconstruirte, necesitas hacer pedazos tu versión anterior.

—Suena... más optimista de lo que interpreté. —Sombras aparecían bajo sus ojos, su cabello con altas dosis de frizz. En lugar de optar por uno de sus vestidos, esta vez salió con un cómodo conjunto deportivo—. Hoy no me veo perfecta, ¿verdad? —preguntó al notar la mirada atenta de su acompañante.

—Eres humana. Lo único que importa es cómo te veas tú misma. —Enterró las manos en su propio cabello y lo levantó. Entonces lo dejó caer sobre su espalda como resortes de fuego—. A veces contemplo mi propio reflejo y me deja sin aliento tanta belleza. Me amo.

Dio un giro de trescientos sesenta grados, lo que hizo ondear la falda de su vestido de fresas.

Eliza soltó una risa ahogada ante esa descarada demostración de ego. Su sonrisa se esfumó un segundo después.

—No tengo idea de lo que estoy haciendo con mi matrimonio, Aitana —confesó, su voz trémula mientras caminaban por las aceras del pueblo—. Estoy muy asustada porque nunca había tenido tanta mala suerte. Eres lo único bueno que me han traído estas vacaciones.

La agente sintió una punzada de culpa. Un sudor frío se deslizó por su espalda. Por primera vez, experimentó miedo a ser descubierta.

¿Eliza la insultaría, le daría una bofetada mientras la expulsaba de su vida? ¿O la apuñalaría con su silencio y una mirada decepcionada, sus ojos enrojecidos por lágrimas inminentes?

Le dolería mucho más la segunda alternativa. En caso de nunca revelar la verdad, ¿podría conservar una amistad construida sobre mentiras?

Se abrazó a sí misma y sonrió con gentileza.

—Tú también me agradas, Eli —expresó con sinceridad—. No soy una buena persona, pero de verdad deseo que encuentres la felicidad que mereces. —Se aclaró la garganta, sacudió los temores con un encogimiento de hombros—. Por hoy, relájate. Todo tiene solución, solo es cuestión de encontrarla. Ven, ¡vamos a comprar adornos que nunca necesitamos hasta que descubrimos que existían!

Después de una hora caminando, consiguieron llegar a su destino. El centro comercial era pequeño, una casona antigua de tres pisos, con pasillos y tiendas a sus lados.

Ignoraban descaradamente las insistencias de algunos vendedores, consultaban a otros. En el último local, Aitana descubrió un sombrero oscuro aterciopelado de ala ancha.

—Creo que estoy enamorada... —suspiró.

Recordó la primera enseñanza de su jefe en cuanto al arte del camuflaje: La mejor forma de pasar desapercibida era brillar. Usando alguna vestimenta o accesorio extravagante en las misiones, los testigos prestaban atención a esos detalles, y al ver a los agentes con ropa casual les resultaba imposible reconocerlos.

Los sombreros siempre habían sido su complemento favorito. Respiró con fuerza, afilando su lengua para regatear el precio.

—Aquí vamos.

Avanzó en línea recta, dispuesta a conseguir un descuento.

Antes de que pudiera interceptar al vendedor, otro cliente le ganó de mano. Pagó en efectivo. Aitana hizo un mohín, fulminando la espalda del ladrón.

Le dio unos toquecitos en el hombro. Esperó paciente a que se volviera. Cuando sus ojos se encontraron, Aitana compuso su mejor sonrisa coqueta y suavizó su voz.

—Hola, corazón... ¿Estás solito o esperas a alguien?

—Eso dependerá de sus intenciones conmigo, señorita —respondió el joven con una sonrisa gentil, sus pupilas resplandeciendo con calidez.

—Con unos ojazos grises como los tuyos solo puedo tener intenciones impuras. —Deslizó dos dedos por su brazo—. ¿Cuál es tu nombre?

—Esteban Dido —respondió con absoluta seriedad—. ¿Y el tuyo, preciosa?

—Soy Viviana, pero mis amigos me llaman Vivi Bora. Nos complementamos a la perfección... —Sus párpados cayeron, su voz unas notas más profundas—. ¿Puedo invitarte una copa o le temes al éxito?

—Debería desconfiar. Podría ser una traficante de órganos dispuesta a robarme el corazón. —Enrolló un rizo cobrizo en su dedo índice, acercando su rostro hasta que sus labios estuvieron a un aliento de distancia—. Pero está de suerte, tengo debilidad por las pelirrojas de astucia felina.

—No es lo único felino que poseo. ¿Quieres oírme ronronear? —Apoyó la palma contra su pecho y la fue subiendo hasta su hombro—. Prometo no arañarte... demasiado.

—Por cada arañazo devolveré una mordida.

Enterró la mano en su cabello, deleitándose con la suavidad de sus hebras. Ella respondió con un murmullo de aprobación.

—Si son solo amigos... —intervino una voz masculina, seca— ¿cómo explican la tensión sexual sin resolver?

Ambos agentes volvieron el rostro hacia esa voz. Emilio tenía los brazos cruzados, una mirada cínica.

Aitana se aclaró la garganta y enderezó la espalda. Abrió la boca para hablar, pero en ese momento apareció Eliza.

—¡Aitana, debes ver esta tienda! Tienen... —Sus ojos descubrieron a los dos hombres—. Oh.

—¡Vaya coincidencia! Los acabo de encontrar. —Intercambió una mirada con Exe.

—El hilo rojo me atrae por instinto a mi bella y ponzoñosa esposa —agregó él, dejando caer el sombrero recién comprado sobre la cabeza femenina.

—¿Es para mí? —Ella abrió los ojos, emocionada.

—Lo vi y te imaginé discutiendo con el vendedor para conseguirlo con descuento.

—Ay, ¿cómo crees que se me ocurría hacer algo así? —Ella soltó una risita y le dio una palmada en el brazo—. ¿Cómo podré pagarte, cariño?

—Ya que insistes... —Le apartó un mechón de los ojos y tomó su barbilla con suavidad— quiero que sea lo único que uses esta noche cuando estemos solos.

—¿Crees que no soy capaz?

A pesar de la valentía en sus palabras, ella sintió el calor arremolinarse en sus mejillas. Resistió el impulso de abanicarse. Exequiel sabía ser letal cuando adoptaba el rol de galán.

—¿Qué les parece si seguimos los cuatro juntos? —preguntó Exe con una sonrisa, sin apartar la mirada de su socia ni la mano de su barbilla. Suavemente, acarició sus labios húmedos con el pulgar. Disfrutaba demasiado sus reacciones, ella era tan transparente a sus ojos—. Te extrañaré si pasas toda la tarde lejos.

—Sigue provocándome y hackearé el software de tu boca, Exe-punto-exe.

—¿Qué estás esperando? —Él se inclinó hasta que sus labios se rozaron.

Alguien se aclaró la garganta. Los agentes retrocedieron un paso y observaron al matrimonio que los acompañaba.

—¿Terminaron de contar dinero frente a los pobres? —preguntó Emilio.

—Podríamos tener esa química si uno de nosotros no fuera hielo seco —masculló Eliza, disparando esa sutil puñalada a su marido.

—Tu influencia viboresca ha calado profundo en ella —susurró Exe al oído de su socia.

—Gracias —respondió al mismo volumen—. Estoy orgullosa de mi creación.

Emilio abrió los ojos con incredulidad. Se giró para estar frente a su esposa.

—¿Sigues molesta por eso?

—Para nada. Estoy felizmente casada con un hombre que piensa que me hago la víctima, soy superficial, aburrida y tan atractiva como un puercoespín.

—¿Ves? A esto me refiero. ¡Guardas cada paso en falso que doy para usarlo en mi contra! ¿Cómo esperas que me exprese con libertad así?

—¡Tal vez ayudaría si terminaras de explicarte al menos una vez!

—¡¿Quién tiene hambre?! —chilló Aitana, interponiéndose entre los recién casados.

Era suficiente. Se suponía que sería una tarde de reconciliación. Por primera vez en la historia del universo, los agentes tenían buenas intenciones. Llevarlos a disfrutar del pueblo, hacerles ver el lado bello de las relaciones... para al día siguiente acabar de aplastar cualquier rastro de esperanzas, pero no era momento de adelantarse a los hechos.

Por esa razón, cada agente se aseguró de traer asu víctima al punto de encuentro.

¿Qué tan difícil sería sobrevivir el resto del día sin hacer al mundo arder? 

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