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Capítulo 1


—¡¿Cómo pudiste olvidar nuestro aniversario?!

Furiosa, la joven levantó una porción de pizza de su plato y lo abofeteó con ella. La salsa se aferró a la mejilla de su acompañante como el corte limpio de una espada. El queso, inocente de toda culpa, fue a parar al suelo junto al resto de la masa.

Durante tres latidos, el silencio cayó sobre el restaurante. Todos los ojos curiosos se clavaron en la pareja, expectantes ante la promesa de un drama en vivo.

Con frustración, la muchacha sopló un rizo rubio de sus propios ojos. Temblaba de ira. Las manos en puños caían a sus costados, aferrando la falda de su vestido. El estampado de corazones flotando sobre tacitas también fue víctima de la pizza voladora.

Su acompañante, que había cerrado los ojos al recibir el golpe, los abrió lentamente, revelando unos iris grises desconcertados. Las pecas de su rostro resaltaban ante el color de la salsa.

—¿De qué rayos estás hablando? ¿Aniversario de qué?

—¡De dos años, tres meses, seis días y doce horas!

—¿Estás demente? —explotó de exasperación—. ¡Ni un recluso cuenta con tanta exactitud el tiempo de su calvario!

—¡¿Estás llamando cárcel a lo nuestro?!

—La cárcel suena más tentadora que pasar otro día esquivando el veneno de tu lengua. Eres más tóxica que Chernóbil, nena.

—Ahora pensar mucho en mi novio me vuelve tóxica. ¡Siempre que te escribo algo lindo que me sale del corazón me clavas el visto!

—¡Nunca te he clavado el visto! —Se aclaró la garganta, bajó la voz a un tono razonable—. Ni siquiera abro el mensaje. Veo la notificación y se me olvida responder.

—Sabía que lo nuestro tenía un mal presagio. —Ella retrocedió, apoyando la cadera contra el respaldo del sofá de la mesa vecina—. ¿Quién conoce a su alma gemela en un funeral? Siempre atraigo a puros imbéciles.

—Pues no te quejaste cuando este imbécil cumplió tu fantasía de atarme a la cama mientras me dabas con el látigo al grito de Arre, unicornio.

Uno de los clientes se atragantó con la papa frita que acababa de llevarse a la boca. Su acompañante le dio un golpe en el brazo para obligarlo a callarse.

La joven rubia abrió la boca con incredulidad ante la acusación de su novio. Entonces, el verdadero fuego ardió en sus pupilas.

—Pues deberías agradecerme. Te enseñé que el punto G de los hombres no estaba precisamente en un lugar muy hetero.

Ella levantó el enorme vaso con gaseosa de la mesa, decidida a borrar su sonrisa con ese líquido rojo oscuro.

—¡Lucila Tanga, ya deja de lanzarme comida!

Él atrapó su muñeca y terminaron forcejeando. El contenido salpicaba las manos de ambos.

Los testigos contenían la respiración en esa batalla final. Si el tiempo lo hubiera permitido, las apuestas habrían volado.

En medio de la lucha, ella perdió el equilibrio a causa de sus tacones. Soltó un chillido y comenzó a caer hacia atrás, levantando el vaso sobre su propia cabeza. Él consiguió atraparla por la cintura y empujar el vaso lejos.

La bebida cayó sobre la clienta de la mesa vecina, volviendo su vestido blanco en algo digno de una novia vampiro.

—¿Viste lo que hiciste, Lucila? —la acusó el joven—. ¡Convertiste a nuestra vecina en extra de una película con zombis de bajo presupuesto!

—Ay, linda, ¡lo siento tanto! —Se acercó a la muchacha y le ofreció un puñado de servilletas de su propia mesa—. Los vestidos blancos son muy delicados. Deberías lavarlo pronto para evitar que las manchas sean permanentes.

La víctima levantó la mirada, aturdida.

—Está bien, estoy bien —respondió nerviosa. Se puso de pie al instante, tratando de quitar las manchas con servilletas de papel—. Es verdad, mi vestido es un desastre. Tengo que irme —se disculpó con su acompañante.

—Pero no has tocado la comida... —objetó el hombre del otro lado de la mesa.

—Este vestido... es de mis favoritos. —Respiró profundo—. Mejor otro día.

—Te llevo...

—¡No! Digo, no es necesario. Vivo cerca. Te llamo después. —Con esa despedida, abandonó el restaurante.

La pareja, que había hecho una tregua temporal para limpiar los restos de pizza y bebida de los muebles, regresó a sus comentarios despiadados.

—¿Ya estás feliz? —gruñó el joven—. Arruinaste la cita de los vecinos.

—¿Sabes qué? ¡Estaré feliz cuando te vayas al diablo y pueda bailar sobre tu tumba!

—Tengo miedo de ir al infierno y terminar como tu compañero de celda. —Lanzó las servilletas de ambos sobre el cesto de la basura—. ¡Ya estoy hasta el cuello de ti! Terminemos esto aquí y ahora.

—¡Al fin algo en lo que estamos de acuerdo! —Levantó los brazos en agradecimiento al cielo.

No hubo más pullas. Ambos salieron por la puerta, hechos una furia, hacia lados opuestos de la calle.

La joven caminó con incomodidad por los tacones de sus botas. Soltó un suspiro de alivio cuando llegó a su auto.

Estudió su maquillaje en el espejo retrovisor. Quizá necesitaba otro retoque de labial.

Confiada, puso en marcha el vehículo en dirección al restaurante. Encontró al hombre caminando por la orilla de la calle, los pulgares colgando de los bolsillos de sus jeans. Bajó la velocidad y lo siguió un par de metros en silencio. Cada vez más cerca.

—Si me atropellas y se quiebran mis brazos —declaró él con despreocupación—, te obligaré a limpiarme el trasero cada día hasta mi recuperación.

Lentamente, levantó la vista. Se miraron a los ojos durante una pequeña eternidad. Tensos, con rastros del resentimiento que habían reflejado minutos atrás.

Entonces, estallaron en idénticas carcajadas. Tantas que él se dobló en dos y a ella se le escaparon lágrimas.

La muchacha estacionó y abrió la puerta del copiloto.

—Deja de actuar como un cachorro huérfano y sube, Exe-punto-exe.

Exequiel rodeó el auto y saltó dentro. Luego, se inclinó hacia ella y le revolvió el cabello. La peluca rubia cayó en su regazo, revelando unos rizos cobrizos indomables.

—Oye, me costó ponerme eso. Quería ser rubia unas horas más.

—Te prefiero al natural, así puedo encontrarte como un incendio entre la multitud.

—Vete al diablo y llama al jefe.

—Paciencia, mujer.

Mientras sonaba el celular, sacó un paño de la guantera y una botella de desmaquillante.

Las pecas y la sombra sutil bajo los párpados se fueron borrando del rostro masculino, revelando una piel lisa con un saludable bronceado. Despeinó su cabello y desabrochó los primeros botones de su camisa para recuperar su estilo casual.

El teléfono indicó que su interlocutor estaba aceptando la videollamada. Exequiel lo levantó de forma que ambos pudieran ver la pantalla.

Al instante los bombardeó la imagen de un anciano con una peluca similar a la melena de un león, seis bigotes pintados en su cara y una olla por sombrero. En su pecho cargaba una mochila portabebés, dentro de la cual dormitaba un gato inmenso.

—¡Ahí están mis agentes favoritos! ¿Qué tal la misión?

Ambos jóvenes intercambiaron una mirada irónica, sabiendo que el hombrezuelo le decía favorito a todos.

—¡Hola, jefe! —saludó Aitana con una sonrisa inmensa—. Debió haberlo visto. Fue como un partido de básquet. Yo levanté la pelota-vaso y Exe la empujó a la cesta. ¡Acertó justo sobre el vestido de la clienta!

—Sabotaje exitoso —agregó el joven—. La clienta fue rescatada de la cita indeseable. Alguien debería decirle que no acepte otra invitación si no ha superado a su ex.

—Shh. —Su compañera lo hizo callar con una mano contra su boca—. Que sigan metiéndose en situaciones incómodas. Si la gente deja de necesitar rescates tendré que conseguir un empleo decente.

Su jefe se aclaró la garganta.

—Escuché eso. Si no les gusta, nuestros rivales siempre están reclutando agentes.

—Lo decía con cariño, jefazo. —Ella soltó una risita—. ¿Se refiere a la agencia de Cupidos? No es lo mío. Pero Exe sería un excelente casamentero, guiando a otros hacia un tesoro en el que él mismo vale madre.

—¿Quién necesita flechas de plomo cuando puedes matar con esa lengua afilada?

—Estos veinteañeros de hoy en día actúan como niños. —El anciano chasqueó la lengua, y casi se le cae la olla de su cabeza—. Los veo en la agencia esta tarde, ya les tengo una nueva misión.

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