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I

Capítulo 1.

Narrador Omnisciente.

Hoy era el día.

Todo el castillo estaba patas arriba. La reina, ciertamente, sabía lo que se avecinaba y no pudo esconder su nerviosismo mientras que su esposo fingía calma, a sabiendas de que perdería a su ser querido para siempre.

El pueblo de Lutterhalf conocía, por supuesto, las costumbres de sus monarcas, así que se preparaban. Las amas de casa hacían sus mejores postres y los vendían en la entrada de sus hogares o en los sencillos puestos de trabajo hechos a mano que su pobre sueldo les proporcionaba. Las jóvenes plebeyas cocían a mano hermosos vestidos con lentejuelas falsas, preparándose para lo que se avecinaban. Muy irónico, ¿no?. Todos conocían de la famosa tradición y leyenda menos la principal benefactora.

Y allí estaba ella. Sentada en su gran y lujosa habitación, siendo peinada y vestida por tres de sus mejores mucamas. Tenía un gran sonrisa en el rostro. Para nadie era un secreto que le fascinaban las fiestas del castillo, y de hecho, ¿a quién no?. Cristal era conocida por ser una princesa sumamente hermosa y educada, pero sobre todo, traviesa. A pesar de estar cumpliendo sus dieciocho años el día de hoy, y ser toda una jovencita, solía ser muy intranquila y más cuando de sus hermanos menores se trataba.

Y hablando de hermanos..

—¡Cris!. ¡Cris!.

Oh si. Allí estaban ellos. Los pequeños tornados de la gran casa real.

Pía, la mayor de ellos, tenía ya siete años y a su corta edad, era conocida por tener una cabellera extensamente larga al igual que su hermana mayor, no propia para una niña de su edad. Su cabello castaño y brillante llevaba en la cima una pequeña corona de diamantes rosados, su color favorito, en forma de flores. El vestido a juego que llevaba ya estaba manchado de lodo, algo muy común en la pequeña princesa.

Por otra parte, estaban los gemelos Caden y Jaden, los menores y más intranquilos, con solo cuatro años de edad. Eran muy monos, a decir verdad, pero sus travesuras.. digamos que te hacían huir despavorida. Eran muy inteligentes e ingeniosos.

—¡Oh, Pía!. Ya te ensuciaste de nuevo. —apareció Karen, la gran niñera de la pequeña. Si, cada uno tenía una encargada, y es que los reyes sabían a ciencia cierta que cuidar de sus hijos no era una labor fácil, por lo que una sola niñera no podría cuidar a los tres tornados.

Karen ya llevaba cinco años en la casa real. Llegó en el momento más crucial, debido a que la pequeña justo con dos años, ya mostraba indicios de ser toda una leona, y con paciencia y amor, supo domarla. A pesar de que a veces le llevaba la contraria, Pía la obedecía en todo lo que creía necesario. Le tenía un gran cariño, tanto así, que la criada podía llamarla por su nombre, sin necesidad de usar el mote real, y no solo con ella, sino también con los demás herederos. Todo el palacio le tenía un gran aprecio, sobre todo Cristal, que la veía como una hermana mayor.

—Oh vamos, chicos, Cristal se está poniendo hermosa para su gran día, no querrán interrumpirla..

—Ella siempre es hermosa. —respondió con seguridad uno de los gemelos, ganándose la aprobación de su hermano.

—Eso es verdad. Pero hoy debe ponerse aún más, ¿no es cierto Pía?. —se dirigió a la niña. Esta solía ser muy condescendiente, por lo que cualquier cosa que alegaba su niñera, solía confirmarlo. Y claramente, los hermanos al ver la decisión de la pequeña princesa, asintieron y se rindieron, dándose por vencidos.

—Gracias, Ken. —le agradecía Cristal mientras la pelirroja se llevaba a los tres niños del lugar. Esta le guiñó un ojo y tras dedicarle una sonrisa sincera, se marchó a cambiar, otra vez, a la niña traviesa que debía cuidar.

—Está hermosa, señorita. —dijo la mucama de menor edad, mostrándole su figura a través de un gran espejo. Cristal miró su perfil a través de este. Era hermosa, ciertamente. El corset en su cintura la hacia ver más delgada de lo que ya era, y el pomposo vestido, sin duda, podría ser solo diseñado para la primogénita real.

Completamente incrustrado en diamantes, desde el inicio de sus pechos hasta donde terminaba, en el suelo. Su larga cabellera estaba recogida en un moño bien organizado y la tiara.. lucía esplendorosa. Si, sin duda hoy sería un buen día. El mejor de su vida, pensaba ella.

La puerta fue tocada. Los guardias que custodiaban la puerta la abrieron, dándole así el paso a la reina de Lutterhalf, Corinne. Una mujer hermosa, ciertamente, con los años marcado en su rostro pero aún con la belleza que la había caracterizado por toda su vida, y esa que hizo caer flechado al rey Arthur III.

—¡Oh dios!. —susurró, atónita. Si bien sabía que su hija debía verse increíble esa noche, no podía imaginar que tan bien iba a lucir.

Empezó a llorar. Un cúmulo de sentimientos dentro de ella empezó a pulular; felicidad, tristeza, añoranza.. Pero se preguntarán, ¿Por qué tristeza?. ¿Quién realmente podría estar triste en el cumpleaños número dieciocho de su hija mayor?.

Cualquier persona común y corriente, tal vez no, pero.. hoy todo iba a cambiar. A pesar de que la joven chica no lo sabía, hoy sería "arrojada" a los brazos de un hombre, según dictaba la tradición que se cumplió paso a paso en Lutterhalf desde la coronación de Sebastián el Grande, el tataratatarabuelo de Arthur III, padre de Cristal. Este decía, que cuando la primogénita o primogénito de la familia real cumpliera la mayoría de edad, sería casado/a por quienes sus padres dictasen que fuera el indicado o indicada para ello. En caso de que los reyes tuvieran más hijos, la tradición se seguiría cumpliendo, cuando estos sean adultos. Estúpido, ¿no?. Pero así se regía el reino, y todo el pueblo lo sabía, menos ella.

La habitación se llenó de amor y abrazos fraternales dónde la reina sentía el sentimiento de culpa salir a flote, sin embargo no podía hacer nada. La tradición no podía cambiar, se había mantenido vigente por generaciones, e incluso, ella misma llegó a formar parte de ella, cuando al cumplir la misma edad que su hija tenía ese día, sus padres la hicieron conocer a Arthur, y aunque el amor nació con solo una mirada de los jóvenes monarcas, no estaba segura de si su hija correría con la misma suerte. Temía que tuviera en toda su vida una gran decepción, de ser infeliz con un hombre que no le diera hijos, pero aún así, no había nada que pudiera hacer. Por otro lado, se escondía un gran secreto, uno que solo el rey y la reina sabían y que preferían mantenerlo solo en su conciencia, pues después de todo, pensaban que con el casamiento de su hija, esto se solucionaría. Arthur no tenía opción.

En otra parte del pueblo, una intimidante carroza se aproximaba al castillo. Negra como el alma de quién se mantenía dentro, impaciente, por conocer a la chica la cual todos tildan de la belleza del reino. Con solo veinticinco años era considerado el rey más joven, fuerte y poderoso de todo el mundo. Tenía riquezas, cientos de jovencitas detrás de su fortuna y belleza, deseando tener unos hijos hermosos propio de su linaje, pero sin duda le faltaba algo y era su reina. Aquella que gobernaría a su lado, y que no solo estuviera con él por las monedas de oro que pudiera poseer o la gran proporción de tierra que tenía en gran parte del mundo.

Golpeaba con impaciencia el pie en el suelo, esperaba con ansias que llegara su momento. Y así fue, en menos de diez minutos los cuatro caballos negros con armadura de oro hicieron su parada frente a las puertas del castillo. Los guardias de la puerta se pusieron más erguidos si eso era posible, conocían la fama de quién estaba a punto de descender de la carroza y no querían desafiar su rabia.

Su bota chocó contra el blando suelo de fango. Estaba por caer una lluvia torrencial, así como su personalidad lo caracterizaba. Era como si el clima dedujera lo que estaba a punto de pasar. Una de sus damiselas, o mejor dicho, la preferida de sus esclavas, tomó enseguida la sombrilla y tapó toda su anatomía con ella. Ni una sola gota lo podía tocar, o sino pagaría las consecuencias.

Las puertas del palacio se abrieron. Ya miles de invitados se encontraban en la sala principal, cuchicheando, tomando té o abaniqueándose en el caso de las mujeres, los hombres, por su parte, no hablaban de nada más que no fueran carreras de caballos y esclavas hermosas. Estaba el Marqués y su esposa e hija, el Emperador de Rusia y así cientos de hombres y mujeres con grandes cargos sobre sus hombros.

Como todo invitado especial, el recién llegado debía ser presentado ante los demás, y así se hizo.

—¡Atención, por favor!. —hizo sonar una pequeña campana el mayordomo real, un hombre gordito pero moderno, de mucha barba y poco cabello en la cabeza—, Con ustedes el último invitado de la noche, el Rey Bastien III de Hannover, monarca del reino de Richmond.

Silencio.

Toda la sala enmudeció.

¿Qué hace aquí?.

¡Oh, Dios, no puede ser!.

Esos y algunos otros fueron los pocos murmullos que se oyeron en el salón. Algunos sentían miedo por el gran Bastien, otros solo curiosidad, pues su rostro era un total enigma para la sociedad. Solía tapar su cara en los combates, nadie sabía de qué color eran sus ojos o si era tan hermoso como los antecesores reyes a su linaje. Los Hannover siempre fueron conocidos por su maldad y escrutinio al participar en combates, no tenían piedad ni amor, de hecho, se decía, que hasta a sus esposas e hijos maltrataban, pero sin duda, todo esto era una mentira, y Bastien lo sabía más que nadie. Si bien había sido educado con mucha exigencia, tuvo el amor de sus padres hasta que la guerra se los arrebató. Pero esa es otra historia que aún queda por contar.

Su presencia hizo eco en las lujosa paredes de la sala. Las personas abrieron sus ojos, otros simplemente jadearon del asombro mientras que las señoritas más jóvenes no pudieron evitar hacer salir a sus hormonas juveniles.

Tenía un bello rostro. Su descendencia griega se veía marcada en la definida barbilla y pómulos que tenía. Su piel era tan blanca que los rayos de sol, cuando chocaban contra esta, la hacían ver más tersa de lo que realmente era. Tenía un cabello oscuro y unos ojos tan claros y profundos como un pozo sin fondo. Parecía que todo su mundo se consumía, que tenía dos galaxias sumamente infinitas en sus ojos.

Era un hombre atractivo y los demás en la sala lo notaron. Se sintieron incómodos al tener semejante competencia a su lado. A las mujeres casadas no les importaba hacerle ojitos, aunque de sobra sabían por boca de todos, que ninguna mujer había llamado la total atención del joven rey.

Hasta ese día.

Todos parecían querer escuadriñarlo con la mirada, sin embargo, el sonido de las trompetas reales hizo eco en todo el lugar.

Había llegado la hora de conocerla.

—Con ustedes, la familia real. —dijo uno de los guardias y procedió a abrir la puerta.

Primero, iba la mascota de la familia, Tiger, un gran tigre blanco que había sido adoptado por Cristal cuando era un niña, en su viaje a África. Había sido educado desde que era un cachorro por la misma princesa y los mejores adiestradores, por lo que estaba totalmente domesticado. Su nombre no fue muy creativo que digamos, pero la pequeña Cristal de siete años no tenía una gran imaginación en aquella época.

Detrás de él, la familia real, siendo presentado uno a uno.

—El rey Arthur III Gevauden y la reina Corinne Gevauden.

Ambos eran dignos del título que se les otorgaba. Iban de mano. Al rey le importaba un rábano las leyes cuando de su familia se trataba y a pesar de que todos solían llevar siempre una postura erguida y con las manos juntas al frente, Arthur amaba mucho a su esposa y lo hacía ver al mundo entero, entrando de mano con el amor de su vida, lo que enorgullecía mucho a Corinne.

—Y por último los herederos al trono, los gemelos Caden y Jayden Gevauden, la princesa Pía Gevauden y la primogénita real, Cristal Gevauden.

Cientos de cabezas se movían para poder ver con mejor exactitud, pero allí, desde su lugar, estaba él. Asombrado, quieto en su lugar cuando la chica entró al salón con sus doncellas cargando la cola de su vestido. No se hicieron esperar los murmullos, era el vestido más hermoso nunca antes visto y ni siquiera la presuntuosa hija del Emperador de Francia había tenido uno tan hermoso por su cumpleaños, por lo que no se hizo esperar su disimulada pataleta.

Bastien enseguida lo supo: había encontrado a su reina. Tenía todo lo que buscaba en la chica que en un futuro habría de gobernar Richmond a su lado. Sencillez, belleza, un gran puesto en la sociedad y si no se equivocaba, sería un gran esposa y madre. Quería conocerla más, eso estaba claro, y así saber si su instinto se equivocaba.

Los próximos minutos, la familia real pasó a saludar a los nobles que allí se encontraban. Cristal saludaba a su amiga Klara, princesa segunda del imperio ruso, una chica hermosa de cabellos dorados y ojos marrones, junto a Karen. Estas tres habían hecho una sincera amistad, independientemente de las diferencias entre sus puestos en la sociedad.

Por otro lado, los reyes se dirigían a dónde estaba Bastien. Ya debían de seguir con su parte del trato.

—Su majestad. —saludó Arthur y su esposa lo imitó. El ego le carcomía por inclinarse ante otro rey, sin embargo, sabía que todo dependía de él. Tenía que doblegarse.

—Arthur. —saludó el pelinegro y le dió la mano como saludo. Imitó la misma acción con la reina, a excepción de que sólo besó su mano a modo de saludo, con gran educación y la seriedad que lo caracterizaba.

—Es un placer tenerlo aquí hoy. Pensé que vendría más tarde, el clima está devastador.

—Así es, su majestad, solo que no quería perderme este momento. —le respondió a la reina, observando desde lejos a Cristal reír con sus amigas. Su sonrisa le pareció lo más hermoso que había visto jamás. Ni los rubíes o esmeraldas que tenía en su castillo eran tan asombrosos como la joven princesa. —Espero con ansias que llegue el momento.

—Bastien. —pronunció con un poco de severidad el rey—. Teníamos un trato. Solo podrías cortejarla cuando se le dé la noticia.

—Y así será, soy un hombre de palabra. —aseguró él—. Pero quiero una cosa más.

Los reyes se miraron entre sí, y así asintieron, haciendo oídos al joven.

Por otro lado, Cristal observaba con plenitud el salón, estaba perfectamente decorado con sus flores favoritas. Se sintió la persona más feliz del mundo, en su cumpleaños, sin saber que a algunos metros más allá, tres personas decidían su futuro. Sintió un escalofríos recorrer su figura. Sentía la mirada penetrante de alguien sobre ella pero con tantas personas a su alrededor, no podía diferenciar bien de quién era. La fiesta era en su honor, era un hecho que todos tuvieran sus ojos sobre ella.

—¡Atención, Atención!. —todos callaron cuando el rey habló—. Primero que nada quiero felicitar a mi princesa. Un día como hoy pasó de ser una adolescente traviesa a una joven adulta, responsable y dedicada. Sé que será una gran reina y espero estar vivo para ver con mis propios ojos como se convierte en lo que desde que nació, se le fue destinado. Te adoramos pequeña, estamos muy orgullosos de ti. —sus padres les mandaron un beso al aire, con los ojos llorosos, más que una dedicatoria, le estaba abriendo la puerta a su nueva vida—. Y ahora, el primer baile de mi pequeña como ya toda una mujer. ¡Música!. —Y sonó. La princesa se levantó de su asiento, preparada para bailar con su padre su primer baile, cuando una mano grande y pálida, tomó la suya, pequeña y delicada.

Si duda, no era la de su progenitor.

Se giró, confundida, pero la sorpresa en su rostro fue contagiada cuando todos notaron quién era el apuesto bailarín que se preparaba para bailar con la joven, y a pesar de que en ese momento ella no lo sabía, los demás nobles empezaron a susurrar, descubriendo todo al instante.

Según la tradición de todos los reinos, cuando una princesa o príncipe baila su primer baile, al cumplir la mayoría de edad, con otra persona de la nobleza que no sea parte de la familia, solo significa un cosa: la unión entre dos naciones. O sea, matrimonio. El baile de Cristal y desconocido chico para ella en ese momento, indicaba que estaban comprometidos y todos los supieron al instante.

Los reyes bajaban la cabeza, sumisos. Pía saltaba de alegría al ver bailar a su hermana mayor con un joven tan apuesto, o como ella lo nombró..

—¡Un príncipe azul!.

Cristal cedió. Sabía que armar un escándalo sería peor, y si su padre no había interferido, por alguna razón sería, así que se dejó llevar por esos ojos claros que la miraban con adoración.

Para Bastien, tenía lo más precioso en toda la tierra frente a sus ojos. Estaba decidido a convertirla en su compañera de vida y supo, con solo mirarla a sus ojos que era la indicada. Sentía una inexplicable conexión, y quisiera o no, Cristal sentía lo mismo. No podía dejar de mirarlo, era como si estuviera hipnotizada por su angelical rostro. Movían los pies según el acorde de la música pero no apartaban la mirada el uno del otro.

Ni siquiera notó cuando la música dejó de sonar y una horda de aplausos se avecinó. Solo pudo reaccionar cuando se inclinó ante su presencia y tomando su mano, depósito un suave y caliente beso en el dorso de esta, que hizo tragar a la muchacha.

Por educación, también se inclinó, respondiendo su saludo y por primera vez para muchos, Bastien sonrió. No necesitaba esperar nada más, la quería a su lado de una vez.

La miró a los ojos, acción que demostraba para el toda la sinceridad depositada en las palabras, pues era de los que se asinceraba mirando a las personas frente a frente, ya que según él, así podrían descubrir la verdad en su mirada.

Se inclinó, tomando el corto mechón que sobresalía del moño de la joven y en un movimiento súper íntimo, lo colocó detrás de su oreja y le susurró:

—Será un placer gobernar a tu lado, princesa mía.

Todo hizo clip en su cabeza. El baile, su mirada, su acción, y..

—¿Qué?.

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