Capítulo 1: Bucarest.
«¿Esto es por lo de Lex? Porque puedo volver a enumerar la lista de razones por las que estaba en lo correcto.
Sé que lees mis mensajes, Bruce. Deja de ignorarme.
No puedes ocultarte para siempre.»
Alfred apagó el teléfono a pesar de que los mensajes seguían llegando. Empujó la puerta. Apenas y entraba un rayo de luz a la habitación. Estaba por pensar que su querido muchacho se había convertido en un murciélago de verdad, aunque, a esas alturas, hubiese preferido que algo así ocurriera; al menos, estaba seguro de que ese problema tendría solución. No obstante, no había remedio para las dolencias que aquejaban a su niño. Solo le quedaba estar allí, como siempre.
—Maestro Bruce, ya está anocheciendo —Evitó decir cualquier cosa sobre Clark Kent o el teléfono que recogió de la basura. La última vez que le recordó que los mensajes del alfa se acumulaban, el teléfono se había convertido en un proyectil. No tenía ganas de lidiar con el mal genio de Bruce otra vez—. Me prometió salir de la cama hoy.
Las mantas se removieron, el bulto que ocupaba la cama se hizo más pequeño, pero el aroma a tristeza de la habitación tomó más fuerza. El beta se movió a los pies de la cama, tirando de las sábanas, iniciando una lucha por el cobertor que acabó ganando a medias. La situación era peor que cuando su querido Thomas y la hermosa Martha abandonaron este mundo, al menos, Bruce era un niño que había conocido más felicidad que pena; sacudiendo un poco el polvo de la tristeza que acababan de dejar sus padres pudo obligarlo a seguir viviendo. Ahora era un hombre que solo conocía el dolor, la pena y, cuando estas no ocupaban su lugar, la venganza tomaba parte, pero ahora ni siquiera había eso, no había nada. Hubo mucho tiempo en el que deseó que se alejara del manto de Batman, pero ahora, después de casi un año sin el hombre murciélago, rogaría a cualquier dios para que volviera a tomarlo.
—Señor, no voy a dejar que siga manchando el honor de su palabra.
Tiró más de la sábana. Bruce quedó al descubierto, pero solo se acurrucó sobre sí mismo como un niño pequeño. Llevaba la misma pijama de hace dos semanas, apenas y tomó un baño hace tres días —y porque Alfred le echó agua encima—, comió solo un par de bocados el día anterior. Alfred respiró profundo porque no soportaba esa situación ni un minuto más:
—¡Señor Wayne!
No podía regañarlo, no mientras Bruce temblara intentando taparse de nuevo y los sollozos se hiciera presentes en la habitación. Alfred se sentó al borde de la cama, dejando a un lado el cobertor, estiró su mano y, tomando el papel de padre que había usurpado unas cuantas veces en el pasado, le acarició el cabello.
—Lo siento mucho, mi querido muchacho, pero, esto no es el fin del mundo.
—Era mi bebé.
—Lo sé, señor. No estoy diciendo que no le duela, pero han pasado dos meses, usted-
—Entonces sí es el fin del mundo. —Bruce jaló del cobertor, se tapó a medias. Alfred respiró profundo y alejó su toque.
—Desafortunadamente para usted, no. El mundo sigue allí, los días siguen pasando, los problemas en Gotham sucediendo... Los mensajes del señor Kent acumulándose.
—No me hables del estúpido de Kent.
—Oh, señor, le voy a decir ahora mismo al señor Kent dónde estamos si no hace el favor de levantarse ya mismo —Alfred se puso en pie. Iba a ser duro, tenía que ser duro, cualquier cosa que significara que Bruce retomaría su vida, entonces Alfred lo tomaría—. Le doy cinco minutos.
Las luces de Bucarest eran preciosas a esa hora de la noche. Se metían por las ventanas polarizadas de la limosina y chocaban contra el perfil disgustado de Bruce dándole una imagen diferente a la de las últimas semanas. Al final, le había llevado una hora, pero logró sacarlo de la cama, darle un baño y obligarlo a ponerse un traje decente. El pueblo donde Bruce había decidido instalarse hace casi un año atrás en las afueras de Bucarest era bonito, pero después de tres meses viviendo allí, comenzaba a extrañar la excéntrica Gotham como si fuese su hogar, algo parecido a lo que sentía por Inglaterra.
—¿Se acuerda de los Grayson voladores?
—Hum.
—Pues han vuelto a su actuación. Casi un año y medio sin verlos en el escenario, leí en los periódicos que tuvieron un bebé... —Alfred miró por el retrovisor, pero Bruce no pareció inmutarse—. No actuaron en Gotham el año pasado, pero lo hicieron años anteriores, cuando era joven ¿los recuerda, señor? Íbamos juntos todos los veranos a verlos, le encantaban. Hoy será su gran regreso.
Alfred se detuvo frente a la entrada del circo de Haley. La disposición y los arreglos eran distintos, pero la esencia era la misma. Jaló de Bruce para que no se quedara agazapado en el coche. Había sido toda una coincidencia que el circo hubiera acabado en Bucarest, justo donde ellos. Tal vez, si su querido muchacho sentía de nuevo algo del hogar, algo de la alegría de su juventud, quisiera regresar. Bucarest estuvo bien hace diez meses, cuando Bruce pretendía ocultar su embarazo para evitar a cierto kryptoniano y todo lo que eso podría haber conllevado, pero ahora que el pequeño Wayne jamás iba a compartir entre ellos, no veía demasiado sentido en seguir allí.
De pronto, Bruce se detuvo en medio del camino. Las luces, el algodón de azúcar, las risas de los infantes pululaban por el aire. Alfred lo vio mirando una madre con su cochecito, inclinada sobre su bebé, ofreciéndole un peluche que se había caído. Lo agarró de la mano como si fuese un niño desobediente a punto de hacer un berrinche en medio de la calle y lo obligó a seguir sus pasos.
—No quiero ver a los Grayson voladores, quiero regresar.
—Ya está aquí, ya no se puede devolver, menos si no lo llevo yo.
Bruce jaló, Alfred lo agarró más fuerte. Estaba dispuesto a enzarzarse en una pelea callejera indecente si eso le daba un poco de emoción al día. No obstante, una voz los interrumpió. Ambos se detuvieron, Alfred arregló su chaqueta, Bruce suspiró a su lado y el ambiente agresivo volvió a un estado neutral cuando Haley se acercó.
—¡Bruce Wayne! ¡Oh! ¡El Sr. Wayne! Nunca pensé encontrarlo aquí ¡Qué gran sorpresa!
Haley habló un buen rato mientras ellos permanecían callados. Al final, Alfred había optado por contar una verdad a medias y decir que estaban allí por el gran regreso de los Grayson. Dicho eso, Haley los había invitado a ver los protagonistas de la noche tras bambalinas, cosa que Alfred agradeció y Bruce pareció hastiado. Como un hombre que siempre estaba detrás de escena, Alfred amó la pintoresca carpa donde los artistas se preparaban. John Grayson los saludó con un fuerte apretón de manos y Mary le dio un emocionado saludo europeo que incluía sus dos besos y un abrazo. Alfred miró de reojo a Bruce, su gesto de neutralidad había cambiado sutilmente a uno de desagrado cuando había notado ese rastro de leche en Mary. El inconfundible olor de una omega que estaba en su emocionante etapa de lactancia se abrió paso por el espacio de ambos y Alfred suspiró, resignado, sabiendo que el próximo destino no serían las bancas del espectáculo, sino un viaje sin retorno a la odiosa casa de campo.
—Haremos nuestro mejor show ya que el sr. Wayne se ha tomado tantas molestias—. John Grayson apareció de pronto. Tenía un pequeño bebé en brazos, tres meses quizá; el niño les regaló una sonrisa tonta, pero Alfred solo pudo percibir el olor de Bruce agriarse ante el gesto—. ¿Verdad , mi pequeño Robin? ¿Haremos un buen show?
John sacudió al bebé, el niño parecía feliz siendo movido de aquí para allá.
—¡Graysons! ¡Cinco minutos!
—¡Sí!¡Sí!
—¡John! Te dije que lo dejaras en su cuna, aish. —Mary lo tomó en brazos, el pequeño se reía, de pronto, enredó su mano en el cabello de su madre con intención de llevárselo a la boca. — ¡No! ¡No! mi pequeño Robin, para.
—¡Tres minutos!
—¡John! ¡las chaquetas! —John corrió hacia otro lado. Mary dio un par de pasos hacia Bruce con el bebé intentando desbaratar su precioso peinado; Alfred pensó que bien podría echarse a llorar allí mismo por lo que había causado. —¿Me ayuda, Sr. Wayne? Solo tres meses y ya le gusta dar la lata.
Bruce cerró y abrió los puños. Su aroma no era mejor que antes, ni su gesto más amable. No obstante, extendió sus manos para agarrar las diminutas muñecas del bebé y apretarlas, con cuidado, para que soltara el cabello de su madre. Entre que Mary se acomodó y Dick decidió soltarse, Bruce había acabado con el bebé en brazos.
—¡Un minuto!
—¡Aquí están! —John apareció con las chaquetas. Mary no le recibió el bebé a Bruce cuando este quiso devolverlo, pero le lanzó un par de besos con la mano mientras se alejaba por la cortina hacia el show—. Se lo encargo un momento, pero tenga cuidado con su cabello, Sr. Wayne.
Mary y John desaparecieron. Bruce sostenía al bebé con los brazos extendidos lejos de él por debajo de las axilas mientras este pateaba en el aire. Miró a Alfred. El mayordomo se estiró en su sitio y levantó una ceja.
—Me quiero ir, Alfred.
—Es de mala educación negar un favor, señor, sobre todo cuando han sido tan amables. A menos que quiera dejar al joven Grason tirado por ahí... tenemos suficiente espacio para ver el show todos, ¿no le parece una idea encantadora?
Alfred se alejó, no feliz, pero si tenía que ser un poco cruel para motivarlo aunque sea al enojo, estaba bien. Sin embargo, echó una ojeada un par de veces por si decidía abandonar al bebé a su suerte. Para su tranquilidad, solo minutos después los tres estaban en sus asientos esperando el show. Bruce no parecía feliz, mirando a los Grayson saltar de aquí para allá, brillando con sus chaquetas de lentejuelas. El bebé, por su parte, relegado a sentarse en el borde de sus rodillas, estaba absorto estirando sus manos hacia el rostro de Bruce, intentando alcanzar algo más que tela de traje. El nerviosismo de Bruce se hizo presente, no en su aroma, no en su rostro, pero sí en el golpeteo de sus pies contra el suelo que hicieron moverse al infante arriba y abajo en lo que creyó era un juego destinado para él.
—No va a reemplazarlo, señor.
—¿Qué? —Bruce lo miró. Odiaba sacarlo de su posible distracción, pero no tendría otra oportunidad para decirle eso sin que perdiera los papeles.
—A nuestro pequeño wayne, pero puede encontrar otra manera de afrontar la situación que no sea enterrarse en la habitación de una casa que ni siquiera le gustaba. Además, me parece que el Sr. Kent merece ser parte de lo que le está pasando, aunque sea dolorosa. De hecho, tiene usted toda una manada a la que abandonó hacer año y merecen una explicación.
Estuvo a punto de agregar que también podía pedirle amablemente al Sr. Kent que le diera otro, pero ya había jugado demasiado con su suerte y la estabilidad de Bruce. Dios sabe que entre Batman, un Bruce depresivo y esa otra parte de su muchacho, prefería quedarse con cualquiera de las dos primeras. Olvidó su línea de pensamiento cuando el bebé llamó su atención. Su estabilidad falló y se fue de espaldas, aunque Bruce lo sentó de nuevo bien, esta vez, al frente, para que dejara de mirarlo y se fijara en sus padres.
—Esto podría ser más llevadero si aceptara de una vez por todas que no está solo, señor —agregó, esperando que sus palabras fueran las adecuadas.
El golpeteo de Bruce se hizo más fuerte, el bebé pareció más feliz ante eso, aunque ahora el aroma de la desesperación los estuviera ahogando. Más allá, Haley anunciaba el increíble salto sin red de los Grayson. La gente se levantó, los aplausos ensordecieron el momento. Alfred podía sentir las emociones de Bruce en aumento acompañado con los gritos del bebé al mismo ritmo. Saltaron. Un «Oh» se escuchó mientras Mary giraba en el aire sin protección, otro «Uh», cuando John se agarró apenas de la otra cuerda. Una reverencia. John se lanzó y el estruendo del los metales rechinando no fueron suficiente advertencia para que Mary se quedara en su sitio. Alfred juró que vio la desesperación cruzar el rostro de John, pero, para cuando el hombre intentó agarrar las manos de su esposa, los tornillos se habían zafado. A centímetros quedaron ambos de tomarse, pero, aunque lo hubiesen hecho, no había cuerda que los hubiese llevado a salvo al otro extremo.
Todos se levantaron.
Los cuerpos de John y Mary Grayson yacían en el suelo polvoriento del circo mientras Haley y algunos otros se arremolinaban a su alrededor; los gritos desesperados que pedían una ambulancia se hicieron eco por toda la carpa. Alfred se levantó junto a Bruce. Su muchacho había dejado la desesperación para dar paso a la conmoción y a la tristeza, no como la de esos días, pero una que le recordaba a cierta escena en un callejón de Gotham. Para cuando miró a Bruce, este estaba abrazando a Dick contra su pecho, tapando la carita del niño con su propia mano y envolviéndolo con la solapa de su chaqueta como si eso pudiera protegerlo de lo que estaba pasando.
Bruce se dio la vuelta.
Empezó a caminar lejos del alboroto y Alfred no tuvo otra opción más que seguirlo. El bebé no lloraba, probablemente acostumbrado de ir de brazos en brazos dentro del circo, solo parecía feliz del ajetreo que le producía el correteo del hombre. Bruce salió de la carpa. Alfred lo llamó un par de veces. Parecía enajenado caminando a paso rápido y firme por la parte de atrás del circo. Las sirenas de las ambulancias y la policía se confundió con la música y de más. Bruce empezó a confundirse con las personas que disfrutaban de la otra cara de la feria, mientras Alfred intentaba alcanzar su paso.
—¡Maestro Bruce!
Bruce se detuvo hasta casi llegar al aparcamiento, sus pasos parecían confusos, girando hacia Alfred y luego hacia atrás y hacia los lados buscando el auto. Alfred lo detuvo, le puso las manos en los hombros y consiguió, después de meses, que por fin lo mirara a los ojos.
—¿Qué está haciendo, señor? Tenemos qué volver.
—Eso es lo que intento, ¿dónde se supone que aparcaste?
—No a la casa, al circo, hay que... —Alfred miró al bebé, Bruce lo tenía tan fuertemente agarrado y tan bien tapado con su chaqueta que apenas y se le veía la cabeza. No olía a tristeza, más bien a desesperación y algo mezclado con un intento fallido de calma, ese mismo aroma que un omega liberaba para calmar a su bebé. —Señor, hay que darle ese bebé a la policía.
—No.
—¿Cómo que...? Señor, sus padres... algún familiar cercano lo reclamará o alguien de circo, en cualquier caso, la policía debe de saberlo.
—No.
—¡Señor! ¡Haga el favor de devolver ese niño!
—No quiero, es mío.
—No es suyo, señor, es de Mary y John Grayson.
—¡Es mío!—Alfred agarró las manos de Bruce, forcejeó con él, el bebé se río por el movimiento creyendo que era un juego.
—¡Señor!
—¡Que no! ¡Alfred! —Alfred se detuvo, alejó sus manos de Bruce cuando vio el brillo en sus ojos, el jadeo y la mandíbula tensa.
Si la gente pensaba que un omega no podía sembrar terror con un movimiento, entonces nunca habían conocido a su niño. Esa mirada la había visto demasiadas veces para que le gustara: en el jardín cuando las plantas que Martha había sembrado quedaron hechas añicos, el día que esos pajaritos tuvieron la mala fortuna de hacer su nido en el balcón de Bruce, Thomas había dicho que eran cosas de niños, pero Thomas no estuvo allí para verlo regresar de las noches de patrullas y luego leer los periódicos a la mañana siguiente. Thomas nunca vio el crimen de Gotham disminuir de manera alarmante por falta de delincuentes.
—Nadie se va a dar cuenta, Alfred... John y Mary ya no están. Regresaremos a Gotham, ¿no es lo que querías? Saldré de la cama y todo lo que quieras.
Alfred se detuvo. No le gustaba por donde iba esto. Miró hacia la carapa. En realidad, los Grayson voladores habían sido una gran familia antes, pero ahora ya no, eran los dos últimos, salvo un par de hermanos que estaban en otro circo, pero no eran muy famosos. Si los Grayson estaban muertos, nadie en el circo se haría cargo de un bebé y un bebé en un orfanato podría tener suerte, pero ¿la misma suerte que correría con ellos? El niño podía tener una buena vida, más incluso que con Mary y John. Y Bruce... Tal vez podría aferrarse a esto para sanar.
—¿Qué pasa si el Sr. y la Sra. Grayson siguen vivos? ¿Les va a robar a su bebé?
—Podemos hacer un acta falsa, no es tan difícil, hemos falsificado muchas identidades. Mi bebé debería tener tres meses y Mary dijo que Dick tenía tres meses... Podemos decir que es mío.
—Entonces sí, señor: les va a robar a su bebé.
—Alfred... Si tuvieran la suerte de seguir vivos, en cualquier caso, ¿quién dice que podrán criar a un bebé? Van a tener muchas lesiones y, además, siempre pueden tener otro.
—¡Señor! Más que nadie, usted no debería decir algo como eso. Y lo van a saber, ¿cómo piensa que Mary Grayson va a olvidar que a la última persona que le dio su bebé fue usted?
—Nadie va a creerle.
—Señor, todo el mundo nos vio allí esta noche.
—Alfred, no, mírame —Alfred lo miró. Los ojos de su niño no habían perdido ese brillo, esa ira, su aroma decisivo lo envolvió en una espesa bruma, como cuando era un niño y lo intentaba convencer de que el jarrón se había roto por arte de magia. —Ninguno de nosotros estuvo aquí hoy, estuvimos en casa como todas las noches, cuidando de mi bebé recién nacido que estaba muy delicado. No hay cámaras, es su palabra contra la nuestra y nosotros tenemos más poder. Jamás estuvimos aquí y para lo que nosotros respecta, yo fui el que parió este bebé.
—Si es por el bebé, señor, siempre puede adoptar algún otro.
—¡Pero yo quiero este!
Bruce rechinó los dientes. El bebé se quejó cuando Bruce lo abrazó más de la cuenta.
Alfred cerró los ojos. Al igual que con el jarrón, asintió, haciendo de cuenta que lo que decía su niño era verdad: —Deberíamos volver a casa, señor, creo que olvidamos la chaqueta del joven Wayne en casa.
Hicieron falta dos meses más para arreglar el asunto, aunque el dinero lo hizo todo más fácil. Para cuando salían de Bucarest aquella primavera, Richard Wayne —que ya no se parecía en nada al bebé Grayson— estaba cumpliendo cinco meses y, a efectos de cualquier institución o persona, era el bebé biológico de Bruce Wayne. El bebé de John y Mary jamás había existido a efectos legales, los intentos por buscarlo en el periódico fueron infructuosos y, pronto, cualquier edición de esa noticia había desaparecido de todos los medios locales donde fue vista —si es que alguien tenía la mala suerte de acordarse—, su recuerdo solo quedó en la memoria de los cirqueros para quienes la última vez que vieron al pequeño petirrojo, estaba en su cuna, después de que Mary lo hubiera dejado dormido antes del show. John y Mary habían sobrevivido, pero después de dos meses, ninguno de los dos había despertado del coma.
—Gotham no ha cambiado mucho.
Alfred miró por el retrovisor. Bruce estaba demasiado ocupado mostrándole a Dick su ciudad como para preocuparse por el cambio. Las calles, los edificios y de más no habían cambiado, pero la gente parecía más nerviosa, menos tranquila, pendiente a cada paso de un peligro inminente; parece que Bruce Wayne no hacía tanta falta, pero Batman había removido los pilares de la tranquilidad.
—A mí me parece que sí —dijo de repente. Alfred volvió la mirada a la carretera, asintió.
—Supongo que es momento de regresar a la rutina, ¿no?
—¿Con cón un bebé, señor?
—Ese era el plan, después de todo.
La mansión Wayne tampoco había cambiado, aunque ahora parecía un poco más fría; es lo que hacía un año sin habitarla. Al menos, Bruce entró con una sonrisa, hablándole al bebé Richard sobre la historia de su nuevo hogar; no era muy distinta a la imagen de cuando salieron, Bruce también le había hablado al bebé de Clark y había jurado que le gustaría cuando naciera. El bebé, al cual Bruce decidió no ponerle nombre, había nacido demasiado pronto y resistido las inclemencias de la vida demasiado poco. Tras siete meses de un embarazo escabroso, Bruce había traído al mundo a un pequeño kryptoniano con todo tipo de problemas: apenas respiraba, apenas podía moverse sin quebrarse un hueso, apenas y abrió los ojos. Cualquiera pensaría que el hijo de Superman tendría genes más fuertes, pero, como había anunciado la pobre Leslie que había estado monitoreando en secreto el embarazo de Bruce, había combinaciones que no siempre salían bien; al parecer era lo que le pasaba a los genes humanos al juntarse con los kryptonianos: la inestabilidad, pocas veces, llegaba demasiado lejos. Tras un mes batallando por su vida, el pequeño Wayne sin nombre había optado por abandonar ese mundo y, al parecer, se había llevado un poco una gran parte del buen Bruce con él.
Gracias al cielo Richard había logrado recuperar una gran parte.
—¿Señor?
Alfred dejó las maletas en el pasillo. Bruce se había puesto frente al espejo, cargando a Richard contra él, la carita del bebé se iluminó por el flash de la cámara, aunque dudaba que se viera bien en la foto. Bruce maniobró con el bebé, mientras tecleaba en el móvil e intentaba que Richard no tocara la pantalla.
—Brucie ha regresado a la ciudad, supongo que todos tienen que saberlo.
—¿Con una foto?
—Vamos a salir en todos los periódicos.
—¿No debería primero decírselo a... ya sabe quienes?
—Vendrán cuando vean la foto.
—Veo. ¿Qué vamos a decirles?
—Lo que ha pasado, Alf, que tuve un bebé.
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