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SEIS


SEIS


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❝𝑰 𝒉𝒂𝒕𝒆 𝒕𝒐 𝒔𝒆𝒆 𝒚𝒐𝒖𝒓 𝒉𝒆𝒂𝒓𝒕 𝒃𝒓𝒆𝒂𝒌 

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A Marcus le dolía la vida, porque a Hallie le dolía la muerte.

Y es que, decir que le dolía era un eufemismo.

Su sufrimiento le desgarraba el alma. La sensación era tan perturbadora y ajena, que casi le resultaba irreal. No porque no hubiera experimentado pesar antes, no. Porque esta clase de dolor era una que bien podría convertirse en calvario si no se detenía a tiempo. Marcus lo sabía. La única vez que se permitió sentir tanto, antes de que Hallie apareciera, le había arrebatado las ganas de volver a sentir cualquier cosa, durante más años de los que deseaba contar.

Comparar ambos sucesos parecía inadecuado, pero inevitable. La mera idea de que cualquier cosa pudiera pasarle a Hallie suponía una angustia igual (y, quizá, mayor) a la que experimentó cuando sus padres murieron. A Marcus no le gustaba recordarlo, mucho menos hablar de ello, porque el papel del pobre huérfano no era uno que pudiera permitirse adoptar un hombre de su posición, pero a veces era necesario dar un vistazo al pasado para continuar viviendo en el presente.

Le hacía creer a su abuelo (y a todo el mundo, si era franco), que aquel episodio era uno que ya no tenía importancia en su vida. Las noches en que se despertaba bañado en sudor y con el nombre de su madre titubeándole en la punta de la lengua, eran una prueba contradictoria que no hacía falta presentar ante el hombre que había sido su mayor soporte.

A veces, sus sueños eran sobre sus padres en el aerodeslizador, estrellándose en las montañas del Distrito 1. Otras, eran él y Kalika, quien cargaba un bebé en brazos, los que se enfrentaban a tan fatídico destino. Pero eran las ocasiones en que soñaba a sus padres, ahogándose en mar, a los pies del barco pesquero donde el padre de Hallie se quitó la vida, las que lo atormentaban con un ímpetu obsceno. Era al despertar de esas pesadillas que él descubría que su prometida de verdad podía comprenderle, pues ambos albergaban la misma pena interior.

Por eso le perturbaba tanto no poder ayudarla en esto: porque él no comprendía cuán horribles eran los Juegos desde tan cercana perspectiva. Sin embargo, debían serlo. No había visto a Hallie tan asustada por nada antes. Siendo sincero, no creía haberla visto llorar, además de la noche en que ambos compartieron sus martirios personales y los atenuaron en los hombros del otro, la misma noche en que él le había pedido que fuera su esposa; y que la promesa del Vasallaje fuera capaz de aterrorizarla del modo en que lo hacía, le daba escalofríos.

Tenía que hacer algo. Algo que no involucrara a nadie dentro de la Mansión, o su intención podría llegar a los oídos equivocados.

​ Había ocurrido lo impensable: su abuelo se había puesto en su contra. El gesto de fiero descontento que encontró en su rostro cuando expresó su negativa, le resultó tan irreverente que no supo qué hacer. Debería hacer mucho más. Peleado más. Pero, la verdad era que nunca había pensado que su abuelo podría atreverse a negarle algo.

Le había criado toda su vida, desde aquel trágico accidente, y había inculcado en él la idea de que no existía nada que no pudiera hacer; que, en Panem, los excesos no podían juzgarse si venían de un Snow.

Antes de conocer a Hallie, él había disfrutado jactándose en ese inmaculado estatus. No conocía, y no le interesaba conocer, nada sobre limitaciones. Su vida entera había sido una expresión sublime de opulencia. Los más excéntricos lujos le habían sido otorgados al menor indicio de interés. Quizá, por eso, cuando su preciosa chica apareció, él se sintió tan desesperado por tenerla. Minutos después de haber bailado con ella, de disfrutar de uno de los momentos más amenos de su existencia, su abuelo le había llamado a su despacho.

Ella no era la mujer para él, le había dicho. Y aunque Marcus había argumentado que no esperaba nada serio de su encuentro con Hallie (a pesar de la inminente sospecha de que comenzaba a necesitarlo), él le había prohibido divertirse con ella. No era su tipo, había insistido.

Insensato como nunca, Marcus convirtió en reto el demostrarle lo contrario. Cualquiera era su tipo. Lo que quisiera era su tipo. ¿No era eso lo que habían dicho toda su vida? Pues estaba equivocado. Al final, la jugada les había salido mal a los dos, porque su impetuosa crianza no le supuso impedimento alguno para desobedecer al Presidente y sin preverlo, terminó profundamente enamorado de Hallie.

Así que creyó que eso era lo que su abuelo intentaba decirle: Hallie Winkler no era su tipo, porque era la clase de mujer por la que cualquier hombre en su sano juicio desarrollaría una adicción. Y Marcus, acostumbrado a una vida de visitantes desechables, no estaba preparado, ni de lejos, para esa alternativa.

No habría podido evitarlo, de cualquier forma: la chica era una en un millón. Poseía un físico avallasador y un intelecto que competía con el de los sabios del Capitolio. Sus ojos, los más increíbles que Marcus había visto alguna vez, suponían una poética semblanza a las preciosas playas de su Distrito. Cuando le miraba con ellos, de esa manera tan suya, le hacía pensar que ella había sido diseñada como una incitación ambulante al pecado.

Era la mujer perfecta: el sueño de cualquier hombre, convertido en sustantivo. Todo en ella derrochaba un aura de inalcanzabilidad que resultaba insoportable.

Y, aun así, Marcus también descubrió en ella una tristeza inigualable. Una constante de vacío que encarcelaba sus pensamientos durante unos cuantos segundos, de vez en cuando, antes de que consiguiera deshacerse de ella. A veces, temblaba cuando le tocaba, aunque intentaba disfrazar su desasosiego con la ansiedad de un roce más pasional. Marcus había querido pensar que todo era producto de sus Juegos. Hallie era una chica tan magnifica, tan increíble, que resultaba fácil olvidar que había sido televisada en todo el país apuñalando a un ser humano.

Diecisiete veces.

Marcus recordaba haber temblado de escalofríos, observando por décima vez la grabación de su Victoria, siendo consciente de la poderosa pasión en su mirada. Aunque estaba asesinando a alguien, los ojos de Hallie reflejaban una libertad imposible de describir.

Una libertad que nunca había demostrado en su presencia; una que intentaría salvaguardar con todas sus fuerzas.

Casi con parsimonia, tomó el teléfono que estaba sobre su escritorio. Digitó los números rápidamente, y mientras esperaba una respuesta, apuró el trago de whiskey que sostenía en la otra mano. Necesitaba el valor que el alcohol ofrecía, ahora más que nunca. Si su abuelo se enteraba de lo que estaba a punto de hacer...Estaba seguro de que Seneca Crane había sido obligado a dimitir de sus funciones por acciones mucho menos peligrosas.

Incluso si no tenía éxito, sus obras podrían hacerle acreedor a una condena por traición, si no era capaz de concretarlas como necesitaba. Sabía que, si algo así ocurría, ni el Presidente mismo podría salvarle de las consecuencias.

                –¿Señor Presidente? – inquirió la voz delante de la línea.

Estrujando los labios, tomó una fuerte respiración alejado del micrófono y tomó una decisión.

                –Habla Marcus Snow – respondió, intentando aparentar serenidad –. Necesito pedirle un favor y necesito que todo lo que voy a decirle, quede entre nosotros.

Su interlocutor le escuchó con atención, haciendo breves aportaciones y brindándole respuestas muy útiles e informativas, pero sin ofrecer ningún acuerdo en concreto. Aunque comenzaba a desesperarse por su ambigüedad, Marcus no se preocupó. La paciencia vendría acompañando su siguiente trago de licor. E incluso si no lo hacía, no pensaba demostrarle ninguna debilidad.

De todos modos, si Hallie era perjudicada en el Vasallaje, su vida ya no tendría ningún sentido.





El vidrio impactó contra la pared. Los cristales hechos añicos se unieron al desastre que había en el suelo.

Aquel era el cuarto vaso que destrozaba esa noche. El resto de las cosas que había hecho trizas, formaban un aleatorio laberinto de trampas que hacían imposible la circulación en la habitación.

Escuchó gritos escaleras arriba y se sujetó el cabello con desesperación. ¿Qué debía hacer? ¿Qué se suponía que era lo correcto en una situación tan intrínseca como aquella?

                –¡No! ¡No!

La voz desesperada lo obligó a salir de su trance y a sortear los diversos obstáculos dispuestos sobre el suelo para escalar a la planta alta. Conforme se acercaba, reparó en la luz encendida de la habitación de invitados y en los profundos sonidos de llanto que provenían de su interior.

                –Cielo – pronunció con lentitud, apenas atravesó el umbral de la puerta. La figura hecha un ovillo en la cama no pareció reparar en su presencia –. Te prometo que todo va a estar bien.

                –Van a matarme. Van a matarme.

La certeza en sus palabras, le provocó un una sensación de indescriptible agarrotamiento en la espina dorsal.

                –Nadie va a hacerte daño – afirmó –. Nadie va a hacerte daño. No esta vez.

                –No puedes saber eso.

Lo sé, pensó. Lo sabía.

La seguridad en su discurso se sustentaba en un solo fundamento: alguien le había compartido un dato de cuantioso valor político. La urna del Distrito 4, la que correspondía a las Vencedoras en el próximo Vasallaje de los Veinticinco, contendría sólo tres papeletas, una por cada tributo viva. Sin embargo, en todas ellas estaría escrito el mismo nombre. Y no era el de la mujer que se deshacía en sollozos sobre las sábanas marrones.

                –Tienes que creerme – suplicó. Necesitaba que ella le brindara su confianza; nada más parecía poder mantenerlo a flote en ese preciso momento –. Te estoy diciendo la verdad.

Ella lloró con más intensidad. Sus músculos se retrajeron en una involuntaria invitación a que se acercara a consolarle. Apenas esperó un segundo, antes de aferrar el tembloroso cuerpo entre sus brazos; el aliento hediendo a whiskey se le bañó en sus largos cabellos.

                –Sé que lo estás haciendo – ella le miró, sus preciosos ojos verdes llenas de lágrimas le provocaron un vuelco en el estómago –. Y también sé cuál es la alternativa. Y no quiero. No quiero. No quiero.

Aquel se convirtió en su mantra.

Cuando sus manos cubrieron sus oídos y sus labios se aferraron a aquellas dos palabras, Finnick reconoció que la había perdido. Su ligero momento de lucidez le había abandonado.

Sin embargo, se permitió reconocer, Annie tenía razón.

Si su nombre no se encontraba en la urna, sólo le quedaba plantearse otra opción. Una que resultaba casi igual de insoportable. Y es que, toda la situación era imposible; apenas podía creer que, después de todo lo que había ocurrido, tuvieran que enfrentarse a algo como eso. Sus Victorias debían protegerles, y ahora eran ellas quienes los condenaban.

¿Cómo era posible que pudieran librarse de una maldición tan quisquillosa?

Finnick se planteó la cuestión con insistencia, mientras sus manos se deslizaban a través del suave cabello pelirrojo de Annie, en un intento por brindarle confort.

Poco sabía que, mientras el refugiaba los temores de una Vencedora entre sus brazos, otro hombre a cientos de kilómetro de distancia, con un ímpetu y una determinación comparables apenas a las suyas, estaba realizando una llamada que, contra todo pronóstico, estaba a punto de cambiar la vida de otra.





Respiro agitadamente, recobrando la consciencia, aferrando mis dedos agarrotados a las delicadas sábanas de seda.

He tenido una pesadilla horrenda.

Tengo el cabello apelmazado al sudor de la frente y los labios resecos por dormir con ellos entreabiertos. La garganta me escuece, pero también lo hacen las memorias, y el remordimiento es suficiente para aminorar cualquier malestar físico.

He tenido una pesadilla horrenda que me ha hecho darme cuenta de una cosa. Algo particularmente importante que no me había molestado en considerar desde el anuncio del Vasallaje, cegada como estaba en mi propia autocompasión.

He tenido una pesadilla horrenda que me ha aletargado el egoísmo y despertado el instinto de resolución; la necesidad de hacer algo, de ponerme en movimiento, que creía haber perdido, enterrado durante mis largos años en la ciudad.

Porque, aunque he tenido una pesadilla horrenda, y me he convertido en una mascota auto domesticada, no soy capaz de mentirme a mí misma otra vez.

La pesadilla es real.

Y si no hago nada para evitarlo, va a reducir a cenizas un país entero.

HEEEY, Y'ALL.

Apuesto a que no esperaban que actualizara tan relativamente pronto. Honestamente, ni siquiera yo me lo esperaba.

Y es que, tenía una idea de lo que quería para este capítulo en particular, pero me resultaba díficil plasmarla. Y, la verdad, no es que esté muy complacida con el resultado, porque es muy cortito en comparación con los demás y no disfruto mucho de los capítulos de relleno y siento que este se siente así, pero de todos modos, es fundamental para el desarrollo de la historia.

El Vasallaje está cada vez más cerca, ¿no están emocionados? ¿Y notaron esa brevísima narración de nuestro vencedor del 4 favorito? Apuesto a que sí.

Espero que el cambio de puntos de vista no les haya confundido; la verdad lo dispuse de ese modo para aumentar el factor sorpresa, pero si no le han entendido mucho, o no les gusta, hagánmelo saber y lo cambiaré. Para mí, resulta muy sencillo: las narraciones de Hallie siempre son en presente y en primera persona, mientras que las de otros personajes son en tercera persona.

Así que, ¿qué les ha parecido?

Ya saben que si me cuentan todo en un comentario, se gana una dedicación en el siguiente capítulo.

La de esta semana va para:

@kissedxfire

Mil gracias por apoyar esta historia.

No se olviden de regalarme también una estrellita bonita. Me motivan muchísimo a escribir.

Nos leemos pronto y que la suerte esté siempre de su lado.


All the love, xx

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