El rey del miedo
El repiqueteo de unos nudillos en la puerta hizo despertar al señor Saltzman de su trance. Llevaba un buen rato pensativo, con los ojos entornados y las puntas del cabello negro cayéndole en cascada sobre la frente. Su mente estaba a reventar de pensamientos. Tenía tantas ideas por realizar... Un hombre rubio y de ojos castaños entró en la estancia y se sentó en una de las sillas frente al despacho del individuo. El hombre era considerablemente más bajo que el del cabello negro, pero es que este era de una altura sobrenatural.
— Señor Saltzman, las tasas de miedo van aumentando por momentos. ¡Las cifras son increíbles! No sé qué habrá hecho pero es usted el mejor.
El señor Saltzman, que por fin había salido de su trance con la llegada del trabajador, sonrió halagado.
— Muchas gracias, Ulrich. Aunque sin un servidor como tú no habría podido ser tan bueno en esto. Celebremos luego estos 5000 años de servicio juntos con unas copas.
— Claro, señor. Estoy muy orgulloso de usted. Es un gran jefe y un placer servirle. ¡No todo el mundo puede decir lo mismo! — Entonces soltó una carcajada — Las únicas cifras que superan estas son las de la edad media. Esa fue nuestra época de oro — Ulrich le hablaba a su superior con añoranza y nostalgia — Ahora las cosas no son tan fáciles como en aquellos tiempos ¿Verdad? En aquel entonces mi sueldo era tan alto que tenía para alimentar a tres familias como la mía ¡Y mire que en mi casa somos ocho!
— Siempre te he dicho, Ulrich, que tienes demasiados hijos — El rubio rió gustosamente.
— Si, pero que le vamos a hacer, cuando son pequeños son una ternura. Luego a los 500 años son unos adolescentes problemáticos que solo tienen ganas de irse de casa. Mi primer hijo se llamaba Camiel, ya debe de tener casi 8000 años. Mi mujer nunca se cansa de tener hijos. ¡Es su ambición!— Con suma tranquilidad, Ulrich se levantó de la silla.
El señor Saltzman se frotó la sien, pensando en la pesadilla de tener tantos criajos revoloteando por el comedor. "Niños" Pensó. "¿Para qué tener niños si tengo cientos de marionetas humanas con las que jugar?".
— ¿Cuántos años tiene el pequeño? — Se limitó a preguntar, con curiosidad.
— Tiene 37. ¡Es una ricura! A penas hará dos años que ha aprendido a caminar —Ulrich se ajustó las mangas de la americana gris y se pasó los dedos por el cabello rubio —Bueno, debería irme ya, en casa me esperan.
— Adelante. No hace falta que venga por la tarde, tómese el día libre. Eso sí, pasaré a buscarlo a las ocho e iremos a por unas cervezas— Saltzman le guiñó un ojo a Ulrich, que asintió enérgico con la cabeza y le agradeció con alegría.
A él realmente le apetecía pasar un buen rato con Ulrich. Era el más servicial de sus trabajadores, además de un buen compañero de juergas. ¡Que no se diga que un hombre de tan alto prestigio como él no puede divertirse! Ulrich era la prueba viviente de ello, y los camareros humanos que les servían cervezas hasta las tantas de la noche también.
Al cerrarse la puerta tras la marcha del hombrecillo, el varón que quedaba en la sala miró por el gran ventanal de su despacho y vio sus tierras arder con el fulgor rojo de las llamas, como todos los días. En todas su existencia, sabiendo que fue uno de los primeros seres en pisar esta tierra, no había visto nunca nada más bello que el fuego.
Desvió su mirada de la ventana para llevarla al panel principal. Kansas y Texas estaban siendo arrasadas por huracanes, y en la costa de Chile se estaba produciendo un terremoto y un gigantesco tsunami. Una pequeña sonrisa apareció en el rostro de mármol del inmortal. Lo había conseguido una vez más.
Aquella noche, Ulrich y el señor Saltzman celebraron su último éxito en mucho tiempo.
20 años después, ya en el 2030, el tsunami de Haití y todos los demás éxitos de estos dos caballeros quedaron en el olvido. Las cosas por el inframundo se habían complicado demasiado. Los mundanos ya no se asustaba con tanta facilidad. Las nuevas tecnologías, series de televisión y videojuegos violentos cada vez inmunizaban a más gente, haciendo así que el miedo desapareciera por completo de sus organismos.
Y pensarás... ¿Y qué más da? ¿No temer a nada es mejor, no? Puede ser bueno por un tiempo, pero es que el miedo no es algo malo, es algo necesario. Te avisa del peligro y muchas veces te salva de una muerte segura. Es por eso que nuestra mente lo desarrolla, como modo de armadura. Una especie de protección que evita que te hagas daño. O al menos te alerta.
Ese era el trabajo del señor Saltzman, infundir el miedo por el mundo. Muchos lo llamaban "El dios del caos", "El ladrón de esperanzas" e incluso "El coco", pero el prefería que la gente de confianza lo llamara por su apellido, Saltzman. Lo hacia ver más elegante, y él era un tipo impecable.
El rubio en cambio... Era como su antítesis: algo descabellado, vestido con ropa simple y con el humor siempre por las nubes. En ese momento,Ulrich estaba un par de días de baja por paternidad. Su vigésimo cuarto hijo Kolgan acababa de nacer. El niño era rubio, como su padre, pero de ojos tan rojo como las llamas infernales que Saltzman veía desde su ventana.
En su despacho, Saltzman hacía chirriar los dientes. Al no tener miedo, la gente hacia locuras. Como por ejemplo el humano que visualizaba en la pantalla principal, que intentaba cruzar el océano atlántico nadando.
Saltzman, ya harto de tanta tontería, se acercó al panel central. La única cosa que aún lograba causar miedo a los desalmados que ya habían olvidado esa emoción eran los desastres naturales. Era la única manera de que dejaran a un lado el muro que aislaba la emoción y entraran en pánico.
Nuestro "Lucifer personal" llevaba un par de años experimentando con humanos. Y había descubierto que el efecto de esta extraña "infección cerebral anti-miedo", como la llamaba Ulrich, se anulaba al ver destruidas las cosas que uno ama. Y en eso los desastres naturales era unos expertos.
El mundo exterior era gobernado por los humanos, pero si ellos mismos hacían que su raza se extinguiese, el señor Saltzman perdería la razón por la cual fue creado, al igual que todos sus empleados.
No podía dejar que eso ocurriera. Aunque tuviera que arrasar toda la tierra para que los humanos recobraran el sentido común. La tierra se regeneraría, los humanos aguantarían y todo volvería a ser como antes. Era la mejor opción.
Frunció el ceño. Volvió a pensar en los millones de personas que morirían a causa de su decisión, pero apesar de aquel exterminio resistirían, procrearían y volverían en un tiempo a la normalidad. Los humanos eran como las cucarachas, nada fáciles de erradicar y con quinientas vidas. Con las manos en el panel de control apretó casi todos los botones. Causando huracanes, torbellinos, terremotos, tsunamis e incluso erupciones volcánicas por doquier.
Luego se sentó en la silla de su despacho, apoyó las manos en su regazo, entrecruzó los dedos y cruzó las piernas a la espera de que algo sucediera.
El suelo empezó a temblar como consecuencia de los hecho que estaban ocurriendo en la tierra. Por el ventanal se podía ver que del suelo del averno comenzaban a brotar pequeñas fuentes de lava. Al pasar un par de minutos la tierra era como un cuadro. Una bella obra de arte fabricada por Saltzman al estilo del Guernika.
Una pequeña sonrisa coqueta asomó por el rostro de Saltzman. A pesar de todo, era el dios del caos y amaba la destrucción.
Qué cabía esperar del hijo pródigo de Satanás. Tan elegante y educado como ingenioso y devastador.
Observó aquella obra magistral como un depredador a su presa. Jamás hubiera imaginado que fuese tan bonito volver a hacer una cosa así. Había iniciado la nueva Génesis. Se quedó allí sentado, manteniendo el equilibrio universal, esperando ver el mundo arder.
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