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PRÓLOGO

JAMES SIRIUS POTTER TENÍA UN ENORME PROBLEMA.

Para ser sinceros, tenía una gran cantidad de ellos, pero el más grande se centraba en que tenía cinco minutos para alistarse para su cita en el Ministerio de Magia y apenas reconocía el lugar donde se encontraba metido. Su cabeza latía constantemente, tenía la boca seca y tenía un terrible olor a alcohol encima. Si tan solo se hubiera negado a salir con sus amigos, todo estaría mejor.

Rodando sobre su espalda, quedó mirando el techo blanco y maldijo la hora en la que los gemelos Scamander lo convencieron de salir cuando sabía que tenía que levantarse temprano para su cita de las ocho. «Solo será una bebida», habían dicho al unísono, manteniendo una expresión angelical y prometedora. Lamentablemente, James y el alcohol no hacían buenas migas porque siempre terminaba con una resaca que lo llevaba el diablo.

¿Cómo demonios James Sirius Potter, a sus veintidós años, todavía no sabía cuándo parar de tomar? Parecía que lo hacía por inercia, tomando la mayor cantidad que su sistema le permitiera mientras buscaba algún ligue de una noche para poder divertirse.

Sus días de gloria brillaban con gracia en su pasado. Formando parte de uno de los mejores equipos de Quidditch, los Montrose Magpies, James Sirius era uno de los jugadores más jóvenes, siendo de los pocos que calificó para representar a Inglaterra en el campeonato internacional de Quidditch. Tenía varios trofeos y medallas de reconocimiento. Era talentoso. Tenía prestigio, las chicas colgaban de sus brazos y también tenía una buena suma de dinero en su cuenta.

Y todo se había ido al caño desde el momento en el que terminó en una situación incómoda.

No había sido su culpa, al menos no completa. Asumía una culpa parcial de algunos actos que se conglomeraron en una forma de catástrofe. Sí, solo una culpa parcial. Solo se declaraba culpable de haber metido su pene en las vaginas equivocadas, pero podía ser excusado con la calentura del momento. En su defensa, él no sabía quiénes eran cuando se le acercaron durante las pre-fiestas del campeonato.

Había visto dos mujeres sonriéndole de manera seductora, vistiendo provocativamente, mordiéndose los labios al sonreír. Después le hicieron señas, le pagaron algunas bebidas y lo invitaron a tener un poco de diversión. ¿Quién era él para negarse a tener sexo con dos mujeres atractivas? Era soltero y sin compromisos, de modo que no tenía ataduras que le impidieran o hicieran que el encuentro era incorrecto.

Todo iba perfecto hasta el día del campeonato cuando las vio en el estadio y se acercó a saludarlas, tal vez con la intención de repetir lo que hicieron dos días antes. El problema estuvo cuando vio a unos gigantones de dos metros rodeándolo, empujándolo lejos de las mujeres.

Sucedía que ellas eran las novias oficiales de dos capitanes de dos equipos rivales al suyo.

James terminó con un ojo morado, y varios músculos doloridos por la enorme pelea que terminó formándose en el campeonato que no pudo llevarse a cabo. Fue el espectáculo que el mundo mágico estuvo publicando una y otra vez, rememorando los mejores momentos de las peleas, apuntándolo con el dedo al decir que era una completa desgracia para la familia Potter y juzgándolo por sus actos. También empezaron a salir a la luz todos los trapos sucios que llevaba ocultando desde que se despidió de Hogwarts y comenzó a vivir lejos de la casa de sus padres para sacarle el jugo a sus nuevas libertades.

Temerosos de que afectara los campeonatos, el departamento de Deporte y Juegos Mágicos decretó que James Potter sería sancionado por un lapso no menor de un año. En palabras más comprensibles: no podría jugar con su equipo o cualquier otro a ligas mayores durante un año.

Eso fue lo que lo condujo a hacerle una petición a su madre, Ginny Potter, de soltera Weasley, antigua jugadora de las Harpías de Holyhead y actual columnista en el periódico El Profeta. Quería que ella, teniendo buenos contactos en el mundo del Quidditch, moviera algunas fichas para permitirle una reconsideración a su sanción y que le dejaran jugar en una cantidad de tiempo más corta.

¡Vamos! Tenía veintidós, su carrera estaba en su punto máximo como para dejarla caer por un motín que no fue completamente provocado por él.

Y esa cita de reconsideración era precisamente a la que llegaría tarde.

James se paró de la cama a la velocidad de un rayo, buscando su varita en su chaqueta, la cual estaba en el suelo, para buscar su ropa con un simple hechizo. Con la magia a su favor, se libró del mal olor que su ropa tuviera y se la colocó en cuestión de segundos. Ni siquiera se molestó en buscar una forma de domar su cabello para lucir presentable; era un Potter, el cabello descontrolado era lo que los caracterizaba.

Apresurado, buscó la forma de salir de la habitación, notando que no sería un buen lugar para realizar la aparición. No sabía si se había marchado con una muggle, de modo que podía llegar a exponer su magia ante alguien no mágico.

—¿Te vas sin despedirte, guapo?

La voz femenina a sus espaldas, lo hizo detener sus pasos, sonriendo de manera incómoda y giró sobre sus talones para observar a la mujer. Ojos azules le devolvieron la mirada, aunque no lucían molestos, sino divertidos.

Tal vez no era muggle, pues parecía reconocerlo.

Genial, otra persona que lo veía hacer el camino de la vergüenza.

—Tengo un lugar donde estar ahora mismo —se disculpó—, pero fue divertido, eh... —dudó, intentando recordar el nombre de la mujer.

Ella se rio un poco.

—Gina.

—Cierto, Gina. Un placer y eso.

Y dicho eso, se volteó, agarrando la manecilla de la puerta para poder salir a la velocidad de un rayo.

—Llegas tarde.

La familiar voz de su madre se escuchó en la oficina situada en el séptimo nivel del ministerio, trayéndole unos escalofríos al presentir el gran regaño que estaba por recibir. Su tono había sido frío y cortante, cargado de furia contenida que estaba luchando por retener. Incluso a su edad, le tenía miedo a su madre cuando se ponía de esa forma.

Adoraba a su madre, realmente lo hacía. Era una mujer buena que había hecho un gran trabajo criándolos a él y a sus hermanos, pero también traía el carácter explosivo de las mujeres Weasley; se transformaba en un dragón imparable y temible cuando estallaba en cólera.

—Tuve unos percances. Me disculpo por ello —dijo, aclarando su garganta, mientras tomaba asiento al lado de su madre en la mesa ovalada donde los miembros de la junta del departamento se encontraban mirándolo con cara de pocos amigos.

James intentó sonreír para verse más accesible, pero no recibió ninguna de vuelta.

Los miembros estaban enfrascados en miles de pergaminos distintos, examinando sus actos y evaluando la situación. Parecían tener todo bajo control, detalle que le dio a James un poco de confianza. Quizá tendría la oportunidad de salir victorioso de esa reunión.

—Señor Potter, hemos recibido su solicitud de apelación respecto a su sanción y hemos estado pensándolo arduamente —habló Smitherson, el actual presidente de la junta—. Fue un caso extremadamente vergonzoso para nuestro país. El primogénito del Elegido siendo partícipe de uno de los motines más grandes en la historia del Quidditch...

—Yo no peleé. En todo caso, fui la víctima en la situación —se defendió James.

Ginny le propinó un fuerte codazo en las costillas que lo hizo quejarse por lo bajo.

—... ¡Ha sido un escándalo! ¿Nuestra reputación? Por el suelo. ¿Su equipo? Desgraciado. ¿Se da cuenta de lo difícil que sería ponerlo de vuelta en el campo con esta situación cuando su rostro sigue siendo la primera plana de los periódicos?

Para sustentar sus palabras, Smitherson le lanzó el nuevo ejemplar del periódico. El titular expresaba en mayúsculas: «JAMES S. POTTER BUSCADOR DE GOLPES». Era un poco ofensivo y con una información incorrecta, pues James no era el buscador del equipo, sino uno de los cazadores.

Arrugó el rostro en una mueca de disgusto.

—No tengo control sobre la prensa —alegó, encogiendo un poco sus hombros, sacándose ese peso de encima.

No era secreto alguno que la prensa había luchado mucho para tener libertad de expresión, así que todo lo que apareciera en sus periódicos no necesariamente tenían que ser por su culpa, al igual que no siempre era verdad. No podían darle tanto crédito por ello.

—Pero sí tiene control sobre sus actos —rebatió Smitherson, dedicándole una mala mirada y carraspeó antes de continuar con su discurso rimbombante—. Es considerado una figura pública, señor Potter. Todo lo que hace está siendo vigilado por los periodistas y todo lo que hace nos afecta. Nunca hay problema cuando nos vemos involucrados de manera positiva, pero su drama ha llegado a unos medios donde nos han perjudicado. Tenemos que tomar cartas en el asunto y lo sabe.

James apretó sus labios en una fina línea, intentando no sonar tan irrespetuoso. Era conocido por ser un deportista con una infinidad de ego y poca responsabilidad. Para el mundo mágico, James Sirius Potter era un arrogante.

—Supongo que esto significa que no me levantarán la sanción. Gracias por nada —masculló, rodando sus ojos e hizo un intento de ponerse de pie, pero su madre lo detuvo al sostenerlo de un brazo.

—No tan rápido —dijo Smitherson—. Viendo a que es válido su argumento en su petición donde mencionó que estar fuera del campo durante un año podría afectarle a su desempeño como jugador, su madre nos ha ofrecido una nueva sanción.

James frunció el ceño y volteó para observar a su progenitora en busca de una mejor explicación a lo que estaba sucediendo.

—¿Qué?

—Hablé con McGonagall. Tienen una plaza abierta para ser profesor en Hogwarts y le pedí que te la diera. En adición a eso, servirás como entrenador de los equipos, enseñándoles de la mejor manera posible. Eso te mantendrá ocupado durante el año que estarás fuera —explicó Ginny, intentando de permanecer inexpresiva, aunque la realidad era que se le dificultaba tener que herir a su hijo de esa forma.

—¡¿Qué?! —exclamó James, observándola como si estuviera arruinando su vida por completo—. ¡Eso es peor que la primera sanción! La rechazo.

Escuchó a su madre suspirar, colocando un pergamino frente a sus ojos junto a una pluma. En letras negras y cuadradas se podía leer la palabra «Contrato».

—No puedes. Debatimos sobre esto y la junta decidió que tus opciones se reducirían: firmas el contrato con Hogwarts o no podrás reincorporarte en tu equipo.

Potter apenas podía respirar. Estaba furioso, indignado, dolido y frustrado, muy frustrado. Su corazón golpeteaba su pecho con fuerzas, sintiéndose como un martillo contra sus costillas. ¿Cómo podían echarle la culpa y castigarlo de ese modo cuando la pelea no había sido su completa culpa?

—No están siendo justos —murmuró y mordió el interior de su mejilla, reprimiendo sus ganas de golpear la madera de la mesa y las paredes para liberar su furia.

—James, firma el contrato —pidió su madre—. Por favor.

Lo pensó durante unos minutos. Millones de ideas, protestas, argumentos y maldiciones estaban nublando sus sentidos, impidiéndole pensar con claridad. Ninguno estaba siendo justo con él. Lo obligaban a firmar un contrato para realizar un trabajo que no le gustaba porque si no lo hacía, lo hacían renunciar a su sueño y a su carrera.

Y su madre había sido la persona que echó el primer puñado de tierra en su tumba.

Alcanzó la pluma entre sus dedos y apretó su mandíbula con tantas fuerzas que casi escuchó sus dientes rechinar. Inhaló por su nariz, armándose de valor cuando deslizó la punta de la pluma sobre el fino pergamino, sintiéndose como si le estuviera entregando su alma al diablo. Terminando de trazar la raya en las «t» de su apellido, James le entregó el pergamino a su madre, su mirada clavada en algún punto de la oficina.

—¿Algo más que quieran quitarme?

—James...

—¿No? Perfecto. Los veré en un año entonces —dijo y esta vez nadie lo detuvo cuando salió disparado fuera de la oficina, dando grandes zancadas en dirección al ascensor.

Presionó el botón tantas veces que juró que lo quebraría. Las puertas se tardaron unos eternos segundos en abrir y entró antes de que su madre pudiera seguirle los pasos y darle el interminable discurso de cómo tenía que aprender a recordar que las acciones tienen consecuencias.

Estaba tan abstraído que ni siquiera se dio cuenta de que el elevador iba en dirección contraria a su salida y se encontraba viajando al nivel dos: el Departamento de Seguridad Mágica.

—Espectacular —masculló, rodando sus ojos.

Para su suerte, su parada fue solo para recoger a dos mujeres, suponía que eran madre e hija por la manera en la que tenían un innegable parecido y se hablaban en murmullos. La joven, la cual no parecía mucho menor que él, tenía una expresión exasperada y apariencia se ser irrespetuosa porque se encontraba haciéndole muecas a su madre.

—Te dije que no quería —espetó la joven, su mirada achocolatada parecía ser mortífera en esos momentos.

James se removió, incómodo de que tuvieran que discutir con él presente en el elevador.

—Tú nunca escuchas.

—No, tía, esa eres tú.

—No me hables de esa forma, muchacha.

La joven volvió a rodar los ojos y fijó su vista en él, notando que estaba escuchando claramente su discusión.

—Lo siento, ¿mi discusión te distrajo o también querías regañarme? —preguntó la chica en un tono cortante y frío, casi arrastrando las palabras, afilándolas al salir de sus labios.

—¡Ryn! —la reprendió la alegada tía de la joven.

Antes de que la mujer pudiera disculparse con él, las puertas del elevador se abrieron y James se escabulló entre ellas, rezando por alejarse de cualquier drama familiar que lo estuviera rodeando. Lo único que quería era asegurarse de tomar una gran cantidad de alcohol y olvidarse por unas horas de que en unas semanas las personas dejarían de verlo como «James Potter el jugador de Quidditch» y lo llamarían «James Potter el profesor».

Tragó en seco al recordar su contrato.

De todas las personas en el mundo, ¿por qué le tocaba a él ser profesor?

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