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CAPÍTULO: 7

ABRIL

Me diagnosticaron diabetes tipo 1 cuando tenía seis años. Concretamente, el día de mi sexto cumpleaños. Recuerdo que me cansaba con mucha facilidad en el colegio sin apenas hacer esfuerzos, comía pero perdía peso, tenía mucha sed e iba al baño continuamente. Mis padres no le dieron importancia hasta que, desde el colegio, llamaron a mi padre para avisarle de que me había desmayado y necesitaba atención médica con urgencia. Desde ese mismo tres de octubre soy una persona diabética. Eso quiere decir que, las células de mi páncreas, no producen la suficiente insulina que requiere una persona sana. Por lo tanto, el azúcar se acumula en mi sangre siendo y mi cuerpo es incapaz de transformar esa glucosa en energía. Obviamente, esto lo he entendido con el paso de los años, muchas horas de indagación sobre el tema y varias visitas a la consulta del médico. Con tan solo seis años, solo pensaba en lo sumamente graciosa que me parecía la palabra diabetes y en lo poco que me gustaba tener que pincharme la insulina cada día. Aunque Catalina siempre ha estado ahí para ayudarme. No solo a saber controlar mi diabetes. Catalina siempre ha estado junto a mí, cuidándome, día y noche. Lleva trabajando para mis padres desde mucho antes de que yo naciese y, podría decirse que, para ellos, es una asistenta más en la casa. Para mí es una segunda madre.

—¿De verdad no quieres que te prepare nada más de comer? Estoy convencida de que no habrás probado un solo bocado.

Una vez que he ajustado la dosis de insulina en la jeringuilla, dejo el pequeño frasquito de cristal sobre el escritorio para guardarlo más tarde en la nevera. Ocho unidades de la medicación serán suficientes. Llevar más de la mitad de tu vida padeciendo la misma enfermedad te hace aprender sobre ella hasta conoceros, una a la otra, hasta el más mínimo detalle. Con decisión, cojo un pellizco sobe mi brazo izquierdo y, con la mano derecha, introduzco la fina aguja de metal y presiono el émbolo hasta el final, inyectando todo el contenido.

—Estoy bien, Cata.

Deshecho la aguja junto con la jeringuilla en un contenedor específico que guardo en mi dormitorio y me vuelvo hacia Catalina. Me conoce mejor que nadie bajo este techo y ella me ha permitido formar parte de su vida, incluso he podido conocer a su marido y a su hija. El día que entré en su casa por primera vez y me topé con Fátima, mi compañera en las tertulias del Muse's, me quedé impactada. Especialmente por el prácticamente nulo parecido físico que guardan ambas. Catalina me observa en silencio mientras termina de doblar un par de blusas ya lavadas y planchadas. Su cabello oscuro se mantiene perfectamente recogido en un moño bajo, dejando entrever algún que otro destello de sus canas. Sus ojos oscuros lucen cansados, pero nada le hace perder la sonrisa ni la pulcritud de su uniforme anaranjado y blanco. Fátima dice que, en casa, su auténtica casa, Cata se comporta de la misma forma. Se preocupa tanto por que los demás estén bien que se olvida de sí misma y de su bienestar. Y, cuando hay algo que le perturba, no permite que interfiera en su día a día. Yo pienso que tiene súper poderes, pero ella nunca lo va a admitir.

Catalina termina de guardar la ropa en su cajón correspondiente cuando mi estómago toma la iniciativa y termina por delatarme. Siento su rugir con tanta fuerza que me llevo una mano al abdomen y Cata ahoga una risa traviesa.

—Iré a prepararte ahora mismo algo para comer —dice, alisando la tela de su delantal con ambas manos—. ¿Quieres un sándwich con queso como cuando eras pequeña? Te encanta todo lo que lleve queso, en realidad. ¿O mejor algo dulce? ¿Y para beber?

—Cata —le llamo mientras me siento sobre la cama—, me muero por ese sándwich con queso.

La mujer cierra la puerta tras de sí, manteniendo esa sonrisa tan suya que me provoca un pellizco en el pecho cada vez que la miro. En otra vida, tuve que ser alguien realmente formidable para que una persona como Cata me trate como lo hace, me cuide como lo hace cuando su cometido en la casa es otro. Podría mantener cada habitación limpia como una patena y hacer como si yo no existiese. Pero no es así, nunca lo fue.

El intenso olor a queso fundido se cuela en el interior de mi cuarto, donde apenas entra luz natural del exterior. Y eso que no son más de las seis de la tarde, pero me gusta este cambio horario. Me encanta despertarme por las mañanas con la luz del sol a través de mi ventana. Así que enciendo la luz artificial de mi dormitorio y me aproximo hasta el espejo de mi tocador. En menos de dos horas tengo que estar en la recepción del hotel. Mi padre y el de Fabián han acordado que todos los miembros de las familias de los socios, estén allí antes de que los invitados comiencen a llegar. Mi madre está en la peluquería desde hace un par de horas y mi padre no deja de recibir llamadas de colegas felicitándole por su nueva inversión. Una inversión que, sin duda, será todo un éxito por llevar implícito el apellido Pedraza en sus contratos. Como si mi familia convirtiese en oro todo lo que toca.

Con la intención de despejarme, busco en mi lista de reproducción la primera canción que aparece sin reproducir. Pulso el play de mi Smartphone y dejo que la letra de "I can't have you" de Shawn Mendes me acompañe mientras desenredo mi cabello rubio con el cepillo de púas anchas. Dejo que mi larga melena descienda por mis hombros hasta la base del pecho, perfectamente lisa y sin un solo nudo. Con un peine más pequeño y estrecho, doy forma a mi flequillo que cae sutilmente sin llegar a cubrir mis cejas por completo.

—¿Todavía estás así?

La imperiosa y firme voz de mi madre atraviesa el umbral de la puerta hasta mis oídos. Le contemplo a través de su reflejo en el espejo mientras recojo ambos cepillos. Su melena rubia luce impecable en un alto recogido y ha marcado sus ojos con fuertes sombras en color vino y azabache, resultando así su felina mirada aguamarina. Creo que los ojos son de las pocas facciones que compartimos mi madre y yo.

—Mamá, es pronto e iba a empezar a peinarme ahora mismo.

—Fabián ya estará más que listo y no puedes hacerle esperar. Ni tampoco a su familia. ¿Qué imagen daría eso de nosotros? ¿A caso no te importa lo lejos que pueden llegar nuestras familias con la inauguración del hotel?

—Sí. —Mi voz a penas se escucha, soy consciente de ello cuando veo a mi madre cerrar la puerta tras de sí. Lo cierto es que nadie tiene más ganas que yo por esta noche. Porque cuanto antes empiece, antes terminará.

—No te escucho, Abril. Habla más alto.

—¡He dicho que sí!

La sombría mirada de mi madre se cierne sobre mí, aunque diría que se intuye un atisbo de una sonrisa triunfante en su rostro. Se acerca hasta mi tocador con pasos lentos. Yo trato de sostener su mirada con la misma templanza que ella, pero me siento pequeña, débil ante la que es mi propia madre. Es un sentimiento que me ha acompañado toda la vida. Esa sensación de nunca ser suficiente, de ser lo suficientemente hábil como para decepcionarle constantemente. Un fuerte pinchazo atraviesa mi pecho cuando su mano se aferra a mi mentón, con la misma frialdad con la que me hace volver a mirarle a los ojos. Me examina, como si yo fuese una completa desconocida para ella. Primero el flequillo, ahora ya ligeramente despeinado, luego la nariz, mis mejillas y el arco de Cupido, por donde pasa su dedo con rudeza antes de soltar su agarre.

—¿Qué vestido vas a ponerte para esta noche?

Suspiro, volviendo a contemplar mi reflejo en el espejo del tocador. Una antigua fotografía de mi abuela decora la esquina superior derecha junto a un ramillete de flores secas. De pronto, siento como mi estómago se retuerce y un repentino temblor sacude mis piernas. Mis ojos brillan, mucho más azules que de costumbre y mis manos, ahora heladas, se hacen con el cepillo de menor tamaño para volver a acicalar mi flequillo en forma de cortinilla.

—Fabián me ha pedido que me ponga el vestido verde que me regaló —miro a mi madre a través del espejo—. Fue su regalo en las últimas Navidades.

La mujer suelta una aguda carcajada y se cruza los brazos a la altura del pecho. Ella luce un vestido granate de corte clásico, pero con la espalda completamente al descubierto. La tela se ciñe sobre su delgada cintura y una estela de pedrería resalta su escote en forma de corazón.

—Ese chico siempre ha tenido muy buen gusto —afirma colocándose a mi espalda—. Aunque deberías ponerte el azul marino. Los tonos oscuros disimularán los kilos que has ganado estos meses. Hablaré con Catalina para que te modifique la dieta.

Como si alguien hubiese escuchado mis peticiones, alguien llama a la puerta de mi dormitorio. Mi madre hace pasar a Catalina, quien sostiene entre sus manos una bandeja con un sándwich de jamón y queso fundido y un vaso con zumo de naranja.

—Catalina —le llama mi madre con un tono altivo—, ayuda a mi hija a prepararse, sería un palto de muy mal gusto que llegásemos tarde a la inauguración.

—Sí, señora.

La asistenta deposita la bandeja sobre la mesa del escritorio y, con una disimulada sonrisa, se coloca junto a mí para volver a cepillarme el cabello con extremada delicadeza. Por primera vez desde que mi madre está aquí, siento algo de calidez expandirse por mi interior. Siento que todos mis monstruos duermen de nuevo.

—Y una cosa más, Catalina —avisa mi madre ya desde el umbral de la puerta del cuarto—, no quiero que le subas nada de comida a Abril sin mi previo consentimiento. No quiero que, además de diabética, sea una chica con exceso de peso.

La empleada se da por aludida y asiente con la cabeza mientras se apura en cerrar la puerta del dormitorio una vez que mi madre desaparece por el pasillo.

Siento que me falta el aire. Noto como mi pulso se acelera y como el latir de mi corazón se hace presente cada vez más sobre mi cuello. Muevo mi pierna izquierda con nerviosismo sobre el suelo, haciéndome temblar. No es hasta que veo a Catalina caminar hacia mí cuando mis ojos se empañan. ¿Por qué todo lo hago tan mal? ¿Por qué siento que cada decisión que tomo por mi cuenta es una decepción más para ellos? ¿Por qué me miro al espejo y no me reconozco? Sorbo por la nariz y aprieto los ojos con tanta fuerza que incluso me duelen. Catalina me abraza por detrás, permitiéndome descansar mi cabeza sobre su hombro, como cuando era una niña y tenía miedo por las noches. El olor que desprende a suavizante y pan recién hecho me reconforta, hace que mis pulsaciones cobren un ritmo normal de nuevo.

—Todo pasará, nada malo es eterno —me repite al oído—. Nada es imposible, todo tiene solución. Tu no tienes la culpa de nada, mi niña.

Me sé cada una de sus frases de memoria. Me las repitió el día que me diagnosticaron la diabetes, el día que discutí por primera vez con Fabián, la primera vez que sentí la decepción en los ojos de mis padres, mi primer día en la universidad. Las palabras de Catalina se han convertido en una especie de mantra que aporta un poco de luz cuando yo no veo más que oscuridad.

Asiento con la cabeza y Catalina vuelve a repetirme las mismas palabras, en el mismo orden. Tengo que sacar fuerzas de los lugares más recónditos de mi alma. Hoy es un día importante para mi familia y para la familia de Fabián. Hoy es un día importante para nuestro futuro, para ambos. Y yo quiero a Fabián, le quiero como nunca supe que podría querer a alguien.

Catalina deposita un suave beso en mi cabeza y termina de cepillar mi melena rubia mientras me entretengo aplicándome el maquillaje que he escogido. Ninguna de las dos dice ni una palabra. La mujer da forma a mi cabello en un recogido alto y tirante, sin dejar suelto ni un solo mechón. Todo tiene que estar en un sitio, perfectamente colocado. Catalina le da un toque especial al peinado con una fina diadema brillante con diminutas perlas blancas. Por mi parte, me delineo sutilmente los ojos con un lápiz negro sobre una sombra en polvo de tonos cobrizos y dorados. Resalto mis pómulos con un poco de colorete rosado y alargo mis pestañas con máscara negra. Finalmente, perfilo mis labios y los relleno con un color rosa palo muy suave.

—Estás preciosa.

Catalina se lleva una mano a la boca y con la otra me pide que me levante para hacerme girar sobre mí misma haciéndome reír por primera vez.

—¿Preparo tu vestido favorito? ¿El rojo? —me pregunta entusiasmada. Mucho más entusiasmada de lo que yo estoy.

Recuerdo las palabras de mi madre, la petición de Fabián en el restaurante antes de marcharse, lo importante que es para mi familia que esta inauguración salga bien, sin un mínimo fallo. Y eso incluye también mi atuendo.

—Prefiero ponerme el vestido verde ¾le sonrío, aunque ella sabe fielmente que algo no va bien, pero disimula—. El que fue un regalo de Fabián.

Ella asiente antes de dirigirse hasta la parte de mi armario donde guardo los vestidos de gala y los trajes para eventos importantes. Todo guarda su respectivo sitio, todo mantiene un orden. Comienzo a desvestirme con rapidez y Catalina me ayuda a abrocharme el vestido. Puede que haya descuidado mi dieta últimamente, pero el vestido todavía me sienta bien. La prenda se ajusta perfectamente a mi silueta con su corte de sirena. El brazo derecho queda totalmente al descubierto, mientras que el izquierdo lo vista una fina manga de seda verde. La tela del resto de vestido es mate, a expensas de un conjunto de diminutos cristales que se esparcen desde la zona de mi hombro izquierdo hasta el lado contrario de mi cintura. Con mis zapatos de tacón, la caída del vestido queda en la largura perfecta. Así que, termino de calzarme y preparo un bolso de mano pequeño con lo más imprescindible para esta noche.

—Abril...

La voz ahogada de Catalina apenas llega a mis oídos cuando me vislumbro en el espejo. Instintivamente, llevo mi mano a mi hombro descubierto mientras examino mi figura. No soy una chica excesivamente alta ni tampoco excesivamente delgada. Tengo unas piernas largas sí y también las caderas anchas, pero jamás he tenido un vientre plano, ni mucho pecho, ni tampoco una cintura de escándalo. Es cierto que mi cara siempre ha llamado la atención por las redondeadas mejillas que mueren en el nacimiento de mis profundos ojos azules. Pero nunca nadie hace referencia a mi sonrisa, mi parte del cuerpo preferida. El mismo rasgo que solo mi abuela y yo compartíamos.

El fuerte estruendo del claxon del coche me hace sobresaltarme. Aterrizo de nuevo sobre la cruda realidad y me enfundo en un robusto abrigo negro que me resguardará del frío durante la noche.

—Es hora de irse —le comunico a Catalina, quien me ha parecido que se retiraba una fugaz lágrima de sus castaños ojos.

—No te hace falta ningún lujo para brillar por ti misma, mi niña.

Le abrazo con fuerza, queriéndome llevar un poquito de su olor conmigo. Como si pudiera meterlo dentro de un pequeño frasco de cristal y olerlo cada vez que sienta que el nudo de mi garganta vuelve a atentar contra mí. Me separo despidiéndome de ella y abandono la habitación. Desciendo con cuidado las escaleras que me llevan hasta el piso de abajo y, al final del último tramo, puedo ver como dos imponentes figuras me esperan. Mi madre se dirige a su asiento dentro del coche en cuanto me ve. Sin embargo, mi padre se aproxima hasta mí, me toma por el brazo y deja un beso sobre mi mejilla. Sus ojos verdes penetran con fuerza sobre los míos. Su cabello, ya resultado del paso del tiempo, luce perfectamente peinado hacia atrás, al igual que su traje negro hecho a medida por uno de los mejores diseñadores de moda del país. Mi padre es un hombre apuesto, al igual que mi madre. De jóvenes, eran la envidia de todas las fiestas y eventos. Hasta que comenzaron a llegar los rumores.

Sonrío ligeramente a mi padre, quien me abre la puerta del Aston Martin gris ceniza. Abel Pedraza siempre ha sido un hombre de pocas palabras, pero es porque nunca le han hecho falta más para llegar hasta la cima. Con su mirada es capaz de aniquilar a quien se interponga en su camino. Nadie se atreve a desafiarle. Ni ahora, ni nunca. "Algún día el mundo llevará nuestro apellido, Abril". Un escalofrío recorre mi espina dorsal al rememorar aquellas palabras.

El viaje transcurre tranquilo. Nadie dice nada. Mi padre ha querido conducir uno de sus lujosos coches y, mi madre, se ha tomado la libertad de preparar un par de copas de champán para ella. Yo me mantengo en el asiento trasero del deportivo, respondiendo a los mensajes del grupo de WhatsApp que tenemos en común Gala, Lola y yo. Ellas me piden que les envíe una foto del vestido.

Abril: Prometo enviaros una foto en cuanto llegue a la inauguración.

Gala: ¡Y del pedazo de casoplón al que vas, nena!

Lola: ¿Te dejarán hacer fotos dentro? Estas cosas son tan exclusivas que no sé...

Gala: Las fotos de Abril es lo más cerca que vamos a estar en nuestra vida de un sitio como ese.

Lola: Pues también es verdad.

—Abril —me llama mi padre. Su mirada capta mi atención a través del espejo superior del coche—, ya hemos llegado.

Asiento y guardo el teléfono móvil dentro de mi bolso de mano. No hay nadie fuera, lo que me resulta extraño. Seguramente, mi padre y el de Fabián hayan pagado la cantidad de dinero suficiente a los medios como para que ni haya nadie de prensa ni fotógrafos a la entrada del hotel.

Nos adentramos en el hall del nuevo edificio y es increíble. El hotel es una combinación perfectamente equilibrada entre lo antiguo y lo nuevo. Un enorme techo de cristal, que recorre la entrada, es sostenido por gruesas vigas de madera formando una especie de celosía por la que, de día, podrá entrar una gran cantidad de luz natural. Los suelos son de mármol pulido, al igual que las enormes columnas y sus capiteles son escenas que evocan a la antigua Roma y Grecia. Unos preciosos arcos de piedra a la izquierda dan acceso a lo que es el comedor y, en el centro del hall, un pianista profesional toca una pieza de Bach junto a una imperiosa fuente de cristal. Los sillones y sofás mantienen una línea de estilo mucho más moderno que rompe con la estética de la fachada y de las paredes. El toque de color lo aportan los centros florales y las innumerables plantas exóticas que decoran lo que, en un próximo futuro, será la recepción, y los pasillos. Varios camareros vestidos de etiqueta se acercan a los grupos de invitados con bandejas de diferentes copas de vino y cava. Se trata de dos chicas y tres chicos que se mueven con elegancia por toda la sala. Pero son los padres de Fabián y él mismo quienes se acercan hasta nosotros. Mi padre se saluda con Héctor, el padre de Fabián, estrechando sus manos en forma de saludo. Puedo observar como la satisfacción recorre sus rostros, pues todo ha salido como habían planeado.

—Ya han llegado varios invitados, seguramente no podrían esperar a estar presentes en el evento del año —asegura la madre de Fabián.

—No hay forma mejor de cerrar un año lleno de éxitos —confirma mi madre, arrebatándole una copa de vino blanco a uno de los camareros. Con un elegante gesto, alza la copa frente a sus ojos—. Brindemos por ello.

Todos alzamos nuestras copas en honor a las palabras de mi madre. Fabián se lleva su copa de cava a los labios mientras me mira de reojo. Viste con un traje azul marino que se sienta como un guante y contrasta con la corbata carmín que ha escogido para combinarlo.

—Estás espectacular. —Sus ojos recorren mi cuerpo de arriba a abajo.

—Tú también estás muy guapo.

Fabián me muestra una sonrisa ladeada, él ya sabe de sobras lo atractivo que es. Con su mano toma mi cintura, donde se aferra con ganas y, bajo las miradas de varios magnates y socios de nuestras familias, me besa lentamente. Fabián me besa de manera que hacerlo no supone un escándalo, pero sí algo que les dará de qué hablar a los demás durante la velada. Cuando se separa de mí, acaricia mi cuello con las yemas de sus dedos hasta bajar por mi hombro desnudo. Por un momento, la belleza del hotel se convierte en un túnel de confusión y tinieblas donde no consigo hallar la salida.

Respira, Abril. Todo pasará, nada malo es eterno. Nada es imposible, todo tiene solución. Respira.

—Tengo que ir al lavabo. —Fabián asiente y deshace su agarre, confuso.

—No tardes demasiado.

Sonrío y, tras avisar a mis padres y a los de Fabián de mi breve ausencia, me dispongo a caminar por uno de los pasillos más alargados de la recepción del hotel. No tengo ni la menor idea de a dónde me llevará. No tengo ni idea de qué hago aquí. Solo sé que necesito respirar. Respirar despacio. Quiero salir de aquí.

Camino todo lo deprisa que puedo en busca de una ventana, una puerta o una salida, algo que me dé pie al exterior. Me muevo tan rápido que ni siquiera me doy cuenta de que he comenzado a sudar hasta que me golpeo en el costado con algo. O mejor dicho, con alguien.

—Oye, ¿estás bien?

Una voz grave llega hasta mis oídos y se hace hueco entre mis pensamientos. No, no lo estoy. Pero ahora eso no importa, solo quiero respirar. No respondo. Ni siquiera compruebo a quién pertenece esa voz. Trato de reanudar de nuevo mi marcha una vez que me estabilizo del golpe, pero una mano me retiene, sujetándome por la muñeca. Nerviosa, intento zafarme de aquel desconocido, pero su sujeción se hace más firme. Tomo aire por la boca cuando fijo mi atención en mi fina muñeca envuelta por unos largos dedos, cuyos nudillos están cubiertos por varios símbolos de tinta sobre su piel. Al igual que el dorso de su mano, dejando entrever el inicio de un tatuaje que continúa bajo la manga de su camisa negra. La prenda se ciñe sobre su brazo como si de una segunda piel se tratase, marcando sutilmente los músculos de su hombro. El aroma que desprende a menta y tabaco nunca me había resultado tan familiar. Ni tampoco sus ojos. Unos ojos azules tan profundos como el mismísimo océano.

Unos ojos que, desde la primera vez que los vi, supe lo que era sentirse atrapada en medio de un huracán.

—¿Bruno? ¿Qué haces tú aquí?












De verdad bonicos, sólo necesito saber qué os ha parecido este capítulo porque es un punto crucial en la novela. No diré más 🙊

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