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CAPÍTULO: 1

ABRIL

Mientras somos tan solo unos niños nos llenan la cabeza de que no tenemos ningún otro tipo de obligación, salvo estudiar. Estudiar mucho. Porque claro, en esta vida, todos tenemos que ser alguien y nos lo dejan bien claro desde que aprendemos las tablas de multiplicar. Dejar huella, como si todos fuésemos astronautas cuya misión es viajar a la luna y dejar la marca de nuestros pies cada fin de curso.

Después, cumples los años suficientes como para matricularte en el instituto y, con las hormonas a más de cien por hora, te piden que empieces a saber cuál es el camino que quieres tomar en un futuro. Ciencias o letras, artes o deportes, universidad o un grado medio... Y es que, está más que claro, que un chico o una chica de quince o dieciséis años sabe con total seguridad a lo que va a dedicarse el resto de su vida. No tiene muy clara ni su propia identidad pero, su futuro, eso sí. Todo por medio de una serie de exámenes donde, como tengas un mal día, hechas a perder la nota que te abre las puertas a tu futura profesión. O no. El asunto es que no dejas de ser un número elijas lo que elijas. Mira, menudo agobio. Cuando eres adolescente suficiente tienes con entenderte cuando ni tú mismo te aguantas. Y. cuando crees que has tomada todas las decisiones que te han traído de cabeza todos estos años, llega el primer día de Universidad y, hablo ya desde mi experiencia personal, es el día donde más perdida me he sentido. Todavía recuerdo lo pequeñita que me hizo parecer ese aula tan inmensa, de escaleras empinadas y estradas de madera a ambos lados, donde un profesor de complexión baja y robusta nos empezó a explicar la exigencia, constancia y dedicación que debíamos dedicarle a una carrera como Derecho. Una carrera que, por cierto, no me gusta ni lo más mínimo.

De ese primer día ya han pasado casi dos años. Hoy, llevo más de tres horas estudiando, si es que se le puede llamar estudiar a estar atrapada entre las cuatro paredes que forman mi cuarto y no haber conseguido memorizar ni un solo párrafo completo. Los colores de los adhesivos y anotaciones que resultan sobre los densos apuntes de Derecho Civil empiezan a aturdirme. Ni siquiera me he levantado de la silla de mi escritorio más que un par de veces a beber agua y, en el tiempo que dura el trayecto de mi habitación a la cocina del piso de abajo, toda información que podría retener en mi cabeza se ha esfumado. Terminaré almacenando los conceptos a presión en mi memoria, como si de un cajón desastre se tratara y, a la hora del examen, mi cabeza vomitará en dos horas lo que a mí me supuso semanas enteras memorizar. Minutos después, saldré del aula y no recordaré ni una sola palabra de lo que haya escrito en el examen. Un ciclo vicioso. La educación disfrazada de su propia antítesis.

Este es mi segundo año en la carrera y, a pesar de lo que me prometí esforzarme por ver el lado positivo, la mayor parte de las asignaturas se me están haciendo cuesta arriba. Me dije a mi misma que me esforzaría, ya no solo por mantenerme en los puestos de las mejores notas de la clase, si no en que los estudios me gustaran, me llenasen o encontrase mi vocación entre las pilas infinitas de apuntes. A día de hoy, ni siquiera sé si esa promesa me la hice a mí misma o a mis padres.

—Venga, Abril. Concéntrate —trato de animarme mientras anoto un par de conceptos en un esquema hecho a mano.

Subrayo en color verde fosforito un nuevo párrafo de la introducción al derecho foral y la aplicación del derecho común. Repaso un par de anotaciones que tomé con el ordenador en la última clase y vuelvo a mirar la hora en mi teléfono móvil. Resoplo, llevándome las manos a la cabeza.

Esta es una anotación para la Abril del futuro; apaga el móvil cuando pienses ponerte a estudiar.

La mayor parte de mi tiempo lo paso ojeando las redes sociales o contestando mensajes atrasados. Chequeo un par de fotos que mis amigas han publicado en Instagram, prometiéndome que será la última vez hasta que no me aprenda el dichoso temario que tenía planificado para estar tarde. En la imagen, mi amiga Lola aparece muy sonriente junto a su novio Lukás. Ambos posan divertidos en una preciosa calle de Viena. Paso la foto y lo que me aparece es un vídeo de los dos, donde Lukás aparece por detrás de mi amiga y le roba un mordisco de lo que parece un cucurucho enorme de hojaldre dulce y nata montada. Le comento en la foto piropeándolos y diciéndole las ganas que tengo de que venga a España para las vacaciones de Navidad.

Por su parte, Gala publica una fotografía del anterior verano adjuntando un pie de foto pidiendo una máquina del tiempo para volver al mes de julio. Está espectacular con ese bikini amarillo junto a la orilla del mar. Sonrío al volver a ver de nuevo todas las publicaciones. De no ser por Lola y Gala, mi vida sería completamente diferente. Las dos me han enseñado lo que es realmente una amistad auténtica, donde nos apoyamos y complementamos las unas a las otras. Tan dispares y tan idénticas al mismo tiempo.

—Pues comunícale a tu socio que a Abel Pedraza no le gusta que le hagan perder el tiempo.

Y ese que acaba de aparecer en escena es mi padre. Seguramente, hablando con uno de sus clientes del bufete. No me sorprende porque lo raro es que no tenga el teléfono pegado a la oreja durante todo el día. Supongo que es lo que implica dar nombre a uno de los bufetes de abogados más importantes del país. Además de ser el jefe de una importante cadena de hoteles y bodegas. Como se ve, mi padre no ha perdido el tiempo. Lo odia de hecho.

—Cuando yo ya no pueda, alguien tendrá que seguir y enseñar el legado de la familia.

Esa es la frase favorita de mi padre. Su frase, no la mía. Él ha nacido para ello, para liderar. Con tan solo dieciséis años, su destino estaba escrito. Yo llevo más de dos años buscando el mío. Mi misión es mantener el ritmo y forma de trabajo y, en solo dos o tres años más, ocuparía el lugar que me pertenece en el bufete. Puede que entonces se hayan acabado todos mis quebraderos de cabeza e incluso me guste ser abogada. Solo un par de años más.

El agudo y repentino sonido de la alarma de mi móvil consigue asustarme tanto que mi rotulador fosforito sale despedido por encima de la mesa. Sobresaltada, retiro del escritorio los apuntes con desgana y me reclino sobre la silla, observando un nuevo mensaje de Fabián.

¿Quedamos para comer? Tengo ganas de verte.

Fabián y yo nos conocemos desde que íbamos al colegio, hace más de quince años. Nuestras familias siempre han mantenido una estrecha relación. Ya nuestros abuelos eran socios y amigos, al igual que nuestros padres ya fueron juntos a la universidad, incluso. El padre de Fabián y el mío son algo así como mejores amigos, aunque su relación no deje de estar alentada por negocios. Siempre negocios. La familia de Fabián está a cargo de una de las cadenas de hoteles más famosas del país y, mi padre, forma parte de ello. Este pequeño detalle hace de la familia Montero una de las más adineradas y conocidas a día de hoy y, como no podría ser de otra manera para la fortuna de mis padres, Fabián es el heredero de ese imperio de la hostelería y mi pareja desde hace casi seis años. Todo un orgullo para mi familia.

A la espera de una contestación rápida que no llega, Fabián termina llamándome por medio de una video llamada. Mientras doy por obsoleta mi tarde de estudio, me tumbo en la cama y sostengo el móvil entre las manos. El nombre de Fabián junto a un corazón amarillo, su color favorito, parpadea en la pantalla. Descuelgo.

Su imagen aparece rápidamente en la pantalla de mi teléfono móvil. Está guapísimo. Lleva el pelo un poco más largo que hace un año y los rizos rubios le caen rebeldes por la frente.

—Hola cariño —al otro lado de la línea la voz de Fabián se escuchaba ligeramente ronca—. ¿Qué hacías? ¿Has acabado de estudiar?

—Sí. He terminado justo ahora.

Sonrío como lo haría una persona satisfecha con el trabajo bien hecho. Fabián me guiña un ojo nada más verme aparecer en la pantalla. Lleva una camisa de vestir que le sienta como un guante y se ha dejado crecer un poco la barba a pesar de que luce perfectamente recortada. Al igual que su sonrisa perfectamente blanqueada y, a sus espaldas, su dormitorio perfectamente recogido. Todo en Fabián es siempre así. Yo, en cambio, mantengo recogido mi largo cabello rubio platino en un moño alto que se deshace con solo mirarlo fijamente. Por no hablar de las ojeras que comienzan a intuirse bajo mis párpados y que no me he molestado en cubrir con maquillaje. Pero Fabián siempre dice que estoy preciosa así, al natural.

—Tengo noticias sobre la gala del viernes. Puedo pasar luego a recogerte y comemos juntos. ¿Te apetece?

Un suspiro se escapa de forma involuntaria de lo más hondo de mi garganta y él parece darse cuenta de que, de todos los temas de conversación que existen en el mundo, la gala del viernes es el que menos ilusión me hace.

Todo mi entorno llevaba semanas hablando de la gala de inauguración de uno de los nuevos y lujosos hoteles del padre de Fabián, con quien no había mantenido ningún otro tema de conversación en las últimas dos semanas. Una noche llena de trajes, cócteles, coches de alta gama, vestidos de diseño y, como guinda del pastel, conversaciones y saludos tan afectuosos como artificiales entre mi familia y futuros colegas. Para mí no son más que nuevas fuentes de negocios y dinero. Demasiado dinero. Tanto que asusta.

Cierro los ojos, concentrándome por unos minutos en el viento que empieza a desatarse, golpeando los cristales de mi ventana.

—¿Abril?

Los ojos marrones de Fabián me miran expectantes y me incorporo de un salto sobre el colchón.

—Si, suena bien. ¿Quieres probar el nuevo restaurante indio? Gala dice que se come genial.

—La verdad es que he reservado ya cerca del hotel nuevo de papá. Hay un sitio con el mejor marisco de la ciudad, te encantará.

Resoplo sutilmente, llevándome una mano a la frente para masajearla con los dedos. Quiero a Fabián, de verdad, llevamos juntos más de seis años, cómo no iba a quererle. Pero hay momentos donde le golpearía con sus hoteles en la cabeza, ladrillo a ladrillo.

—¿Recuerdas que soy alérgica al marisco, verdad?

A juzgar por su incrédula expresión, no, no lo recordaba.

—Mierda.

—No pasa nada.

—Sí, sí, claro que pasa... —se lamenta—. Llevo varias semanas tan nervioso por la inauguración del hotel que olvido hasta las cosas más tontas. Llamaré ahora mismo para anular la reserva.

Como en toda relación, se viven momentos buenos y otros no tan buenos, pero Fabián y yo siempre nos las arreglamos para que los momentos buenos superen a los malos. Cada vez que me siento asfixiada por la universidad o por una mala racha con mis padres o conmigo misma, Fabián me ayuda a encontrar una pequeña burbuja de aire a la que aferrarme. Un respiro dentro de todo el caos, una tregua. Él forma parte de ese aire que me mantiene a flote en los peores momentos y me hace disfrutar de los mejores.

—No te preocupes, seguro que en la carta tienen algo que no lleve marisco —termino por ceder y mira la hora en el reloj de mi escritorio—. Tengo que prepararme, quiero darme un baño para despejarme. La universidad me chupa todo el tiempo y la energía.

Un chasquido y una sonrisa al otro lado de la pantalla me saca de mis pensamientos.

—La carrera es muy importante, Abril. Piénsalo, en dos años te graduarás y entrarás en el bufete de tu padre, podrás ser quien quieras ser por fin —dice Fabián, emocionado. Extremadamente emocionado—. ¿Sabes el orgullo que sentirán tus padres? Cariño, no todo el mundo tiene nuestra misma suerte. Tenemos el mundo en la palma de nuestra mano.

"Cuando yo ya no pueda, alguien tendrá que seguir y enseñar el legado de la familia. Abril, tú eres quien ocupará mi lugar y llevará el imperio de los Pedraza a lo más alto".

—Claro... —carraspeo—. Nos vemos en una hora. Tengo que buscar el conjunto verde que tanto te gusta.

Prefiero cambiar de tema. Hablar de mis estudios o de mi futuro no es algo que me guste, me cuesta mucho hacerlo en realidad. Cada día más. Pero no debería ser así, tengo que sentirme afortunada. Como dice mi madre, yo no soy alguien cualquiera. Formo parte de la familia Pedraza y eso me convierte en una chica privilegiada.

Esto último también es cosecha de mi madre.

—Ahora tengo muchas más ganas de verte.

La llamada finaliza y yo vuelvo a dejarme caer de espaldas sobre la cama, contemplando el póster de Audry Hepburn en Desayuno con diamantes, pegado en la pared. Me duelen los ojos y ver todo ese montón de papeles desperdigados por mi escritorio no ayuda. Ni tampoco pensar en el nauseabundo olor a marisco que voy a tener que soportar en menos de una hora. Hasta Audrey parece reírse de mí. 











¡HOLAAA BONICOOOOS! ❤ ¿Me echabais de menos? ¡YO A VOSOTROS MUCHÍISMO! 

Por fin os puedo traer el primer capítulo de ADRENALINA. ¡Ya es todo vuestro! Me muero de ganas por saber qué opináis, así que, por fa por fa por fa por fa, dejármelo con algún voto o con comentarios que siempre me hace mucha ilusión leeros. 

Bueno pues aquí tenemos ya a nuestra Abril. Os prometo que no os va a defraudar, tengo muchas ganas de que la conozcáis a fondo. Es uno de mis personajes favoritos 

¿Y Lola Y Lukás? ¡LO FELICES QUE SON! Me muero con ellos ❤❤ 

Y aparece también un nuevo personaje, Fabián, ¿qué pensáis de él?

Espero coger pronto el ritmo con esta historia porque estoy editando Oxitocina a la vez y quiero hacerlo todo bien 🙊🙊

Nos leemos pronto, bonicos.

Os adoro 

María

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