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Adopta, no compres.

Hola, mi nombre es Bruce y tengo 10 años. Llevo una vida normal y tranquila, pero no todo ha sido un camino de rosas.

Nací en una preciosa granja y allí estuve los cinco primeros meses de mi vida junto con mi madre y mis siete hermanos. Mi madre se llamaba Laika, y era una pitbull preciosa. No conocí a mi padre, pero mi madre me dijo que no era buena compañía, y que de no ser por nosotros, sus cachorros, lo que vivió con él fue un error.

Mi nombre original, el que me puso mi madre, era Lucas. Pero cuando cumplí los cinco meses me alejaron de mi madre y no la volví a ver jamás. No fue ahí cuando me cambiaron el nombre, porque nadie me llamaba. Lo último que recuerdo de mi madre eran sus gritos de socorro porque se estaban llevando a todos sus hijos.

Ese mismo día llegué a un sitio bastante oscuro. Había otros muchos perros como yo, algunos más mayores y otros más jóvenes. Me pasé todo el tiempo que estuve allí encerrado en una jaula, y con suerte me alimentaban una vez al día. No tenía agua y muchas veces me sentía muy débil, sobre todo en verano.

Cuando cumplí un año me sacaron de la jaula y se dedicaron a obligarme a hacer ejercicio durante todo el día, hasta que caía rendido por el cansancio y entonces volvía a la jaula, sin agua, sin comida. Tenía tanto miedo y tanta rabia metida dentro que sólo la podía liberar cuando me hacían atacar cosas hasta destrozarlas.

Una vez, sin saber por qué, mi dueño me cortó la cola y las orejas. Estaba muy dolorido.

Un día, en vez de darme objetos para destrozar, me dieron a otro perro como yo, aunque más mayor. Yo tenía casi dos años y él tenía cuatro. "Ataca" me decían. Yo no entendía por qué tenía que hacerle daño, hasta que el otro perro me mordió la cara. En ese momento una agresividad enorme salió de mí, y mordí y arañé a ese perro hasta que casi le maté. Cuando se lo llevaron, yo vi que la persona que me había metido ahí celebraba mi victoria. Yo, a pesar de sentirme mal por haberle hecho daño a ese otro perro, me puse un poco feliz. Pensaba que me daría un premio, igual me sacaba de paseo o me daba una rica comida; pero no. En vez de eso, me volvió a encerrar en la jaula y me llevó a otro sitio.

En ese lugar al que me llevaron, tenía que pelearme casi a diario. Al ser joven, siempre ganaba. Hasta que un día no pude más. Me revelé. Tenía cuatro años y decidí que no iba a volver a hacer daño nunca. Ese mismo día que empecé mi huelga, me pusieron contra un perro más joven, de unos dos años. Le miré con pena al ver lo superior que se sentía. Ese perro me recordó a mí. Entonces me empezó a morder y a arañar, como había hecho yo todo este tiempo. Viejas cicatrices se abrían y volvían a sangrar, y a la vez se me creaban otras nuevas. Me sentía débil, muy débil. Sabía que mi hora estaba llegando.

Cuando todo eso acabó, me cogieron de las patas y me llevaron a un descampado donde me dejaron tirado con las cuatro patas atadas. Estuve ahí varios días, y me sentía morir.

Más o menos una semana después, noté que alguien me desataba y me levantaba del suelo. Intenté librarme de los brazos de aquella persona, pero estaba tan débil que fue inútil. Me metieron en otra jaula, una más cómoda que las jaulas a las que estaba acostumbrado.

Llegamos a un sitio con un olor muy agradable. Oía hablar a alguien, pero estaba tan cansado que no hice caso. Me metieron en una sala y me tumbaron en una mesa fría de metal. Me empezaron a tocar la cabeza con mucha delicadeza y me pincharon con algo en la pata. Después me pusieron en un sitio cómodo y me dejaron ahí toda la noche. Cuando desperté me sentía mejor, aunque seguía cansado. Una chica vino a por mí y me hablaba con voz muy dulce. Me cogió en sus brazos y me volvió a llevar a la mesa fría de metal. Una vez ahí me quitaron lo que tenía en la pata y me dieron agua. Bebí como no había bebido en años, tenía mucha sed. Luego me pusieron un poco de comida, muy poca en comparación con el hambre que tenía, pero me la comí encantado. Estaba muy rico. Luego entró un hombre que se parecía a aquel que me abandonó y me asusté mucho, pero cuando me puso la mano en la cabeza me tranquilicé. Todos en ese sitio me transmitían tranquilidad. Aquel hombre empezó a examinar mis heridas y me hacía daño, aunque a la vez la chica de antes me seguía acariciando y me decía que no pasaba nada.

Unos días después me habían limpiado, curado y cosido todas las heridas, y yo había dormido tanto que estaba lleno de energía. Me habían alimentado a base de comida muy blanda pero muy sabrosa y me daban agua siempre que yo quería. Me hice muy amigo de una niña que estaba todos los días ahí. Se llamaba Emily, y ella a mí me llamaba perrito bonito. Cuando me encontraba bien siempre jugábamos juntos, y alguna vez cuando yo estaba mal ella se quedaba conmigo hasta que me dormía.

Poco después me llevaron a un lugar en el que había muchos perros y otros animales que yo no conocía, pero me gustaban. Sobre todo unos que llamaban gatos, pero yo a ellos no les gustaba. Emily me iba a visitar a ese sitio siempre que podía.

Pasé en aquel sitio más de un año, y Emily crecía rápido. Yo había cumplido los seis años y, aunque les costó un poco debido a mis arrebatos de ira, finalmente me habían juntado con otros perros de muchas razas y edades. Me llevaba muy bien con un par de perros que eran como yo, y el resto, bueno, no me llevaba mal con ellos.

Un día una familia entró en aquel sitio. La chica que se encargaba de ese lugar habló con ellos y les llevó hacia el lugar donde estábamos los perros. Todos fueron hacia delante para ver a esos humanos, pero yo me quedé un poco hacia atrás comiendo. De pronto vi que la madre de esa familia me señalaba y los hijos asentían emocionados. La chica del centro, Marta, vino a por mí. Me puso un collar y una correa y me sacó, junto con esa familia, de paseo. Hacía mucho que no daba un paseo tan largo. Los niños me acariciaban y los padres hablaban con Marta. Luego volvimos al centro y mientras los niños jugaban conmigo, vi que los padres se iban a otra sala. Cuando salieron me dieron un par de caricias y se fueron. Creí que no les volvería a ver.

Por alguna razón que aún desconozco, me castraron. Entré en una sala, me durmieron y cuando me desperté vi que lo habían hecho. Yo no lo entendía, pero a muchos perros ya se lo habían hecho. Me pusieron una cosa en la cabeza y no podía lamerme la herida que me habían hecho.

Estuve una semana deprimido, siempre tumbado donde nadie me veía y apenas comía nada. Pero un día la puerta se abrió y volvió a venir aquella familia. Traían un collar y una correa. Marta entró a por mí y me llevó con ellos. Los niños me abrazaron y me acariciaron mientras los padres volvían a hablar con Marta.

-¿Y cómo le vais a llamar?
-Bruce -dijeron al unísono.

Marta apuntó algo en un papel y se lo entregó a ellos. Yo me quedé un poco extrañado, ya que mi nombre era Lucas, pero como nadie lo había usado en años, acepté que me llamasen Bruce.

Me sacaron de allí y me metieron a un sitio que llaman coche. Me ataron a una cosa, dijeron que por seguridad, y se metieron todos dentro. Ese sitio se movía y al parecer se desplazaba de un lugar a otro. Me gustaba porque era calentito y yo había pasado mucho frío en el centro. Me tumbé y me quedé dormido.

Cuando desperté era de noche y todos bajaron de aquel sitio. Luego me bajaron a mí. Todo eran olores nuevos, un lugar que no había visitado nunca. Estaba emocionado aunque asustado. Entramos en una casa y me hicieron meterme en un lugar pequeño al que llaman ascensor. De primeras me dio miedo, pero me fui acostumbrando con el tiempo. Cuando salí de ahí vi que abrían una puerta y me invitaban a entrar. Me quitaron la correa y entré despacio. Inspeccioné cada rincón de esa casa memorizando cada detalle. Finalmente llegué de nuevo a la puerta de antes. Busqué a la familia y me fui con ellos. Me senté delante de todos y les observé detenidamente. Todos se presentaron y me dieron un abrazo. La madre se llamaba Clara, el padre David y los hijos Nuria y José. Nuria me llevó a un lugar muy agradable y me señaló un rincón en el que había agua, comida y una especie de cama. Me acerqué y parecía seguro. Me puse a beber agua hasta que escuché a alguien llorar. Me di la vuelta y vi que había una cama alta y con barrotes. Parecía una jaula. Me asomé pero no veía nada. Entonces David me cogió en brazos con un poco de dificultad y vi lo que había dentro: un cachorro humano. Me dijeron que se llamaba Manuel. Cuando me acerqué a él dejó de llorar y me sonrió. Me gustó mucho, parecía muy inocente y frágil. Desde el momento que le vi me propuse protegerle pasase lo que pasase. Y no sólo a él, sino a toda la familia.

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Ha pasado tiempo desde que llegué a esta casa. Como ya he dicho, tengo 10 años, de los cuales llevo 4 en esta casa con esta gente maravillosa. Todos han crecido, pero sobre todo los niños. Nuria ya tiene 18 años, es toda una mujer. José tiene 11 y acaba de empezar el instituto. Y Manu tiene 4, lleva un año en la escuela. Me dan comida tres veces al día, y siempre tengo agua para beber. A veces, cuando todos están en el colegio o el trabajo, me quedo solo. Pero no me importa porque sé que luego vuelven. Me sacan tres veces al día, justo antes de comer. El segundo paseo es el más largo, estamos como una hora en el parque. En verano cuando hace mucho calor el que se convierte en el paseo largo es el de la noche. Nuria a veces queda con sus amigos en la calle y me lleva con ella. Tengo muchos amigos, tanto perros como humanos. Hace poco llegó un cachorro de gato a casa y me encargo de protegerle aunque él no me soporte. No podría pedir más. Tengo amor y juegos cada día. Me siento muy feliz y por fin puedo dormir tranquilo. Mi vida es perfecta.

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