Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Adolescencia Tardía

Mírate, no eres ya joven. Los años han comenzado a hacer estragos en tu piel, pero aún conservas cierta lozanía madura con un porte de señora de bien. Nada que ver con aquella niña desgarbada que jugaba en el pueblo donde nació y creció.

¡No suspires, que el tiempo pasa para todos, no solo para ti!

Aunque aún puedo recordar aquella inocencia, aquella sensación de ilusoria libertad que la juventud me otorgaba como si fuese a durar eternamente. Durante décadas he intentado, y casi logrado, olvidar aquellos tiempos con mi Juan. Crecimos juntos y fuimos pasando de una sincera amistad a un sentimiento mayor no previsto, ni escondido a nuestros ojos. Nos escapábamos a bañarnos juntos a un rio cercano donde nos pasábamos horas haciendo planes sobre nuestro futuro juntos.

Pero la vida no siempre te da lo que deseas. La realidad tiende a imponerse y te quita todos tus anhelos, dejándote desnuda y desabrigada cuan árbol en invierno. Mi madre ansiaba algo más para mí de lo que ella obtuvo de su matrimonio y mi padre quería para su hija más de lo que un joven del pueblo, como lo fue él en su día, podía ofrecer a una chica joven y con un espíritu inquieto. Yo lo sabía. Era conocedora de las esperanzas que habían depositado en mí y que rezaban a Dios porque tuviese la ocasión de conocer y conquistar a un chico estudioso y cosmopolita que me abriese las puertas de una mejor educación, de un mejor estatus y un futuro económicamente estable. Por todo ello jamás hablé de mis planes con Juan, de mis sentimientos por él, ni de mi falta de interés en conocer a nadie que no fuese él. No lo habrían entendido. Y callé.

Callé incluso cuando apareció aquel chico refinado de ciudad en una cacería. Cuando mi padre vio que estaba interesado en mí me lanzó a su compañía durante los días que estuvo en el pueblo. Marcos era un joven amable, educado, con estudios y heredero de una buena y estable empresa. Todo lo que mis padres siempre habían deseado para mí. Me hablaba de su ciudad, de su estilo de vida y mis ansias aventureras, esas que se veían aplacadas con mi Juan, aparecieron para cuestionar mis decisiones, para ponerme una piedra en el camino. Una piedra en la que mis padres me empujaron a tropezar y caer. Y callé de nuevo.

Nunca podré olvidar su mirada de decepción, cómo aquellos hermosos ojos castaños dejaban de mirarme y pasaban a observar con un innegable dolor la preciosa puesta de sol entre las montañas. No hubo reproches por su parte, solo una amable comprensión ante lo que era mi obligación como hija. Una no podía rechazar una propuesta de matrimonio de ese calibre y más cuando tus padres te piden que lo hagas por ellos. No estaban en un buen momento económico y yo no dejaba de ser una boca más que alimentar. Y en mi juventud yo era bien bonita, tanto como para hacer caer a mis pies a aquel chico de ciudad hasta el punto de pedir mi mano a mi padre antes de regresar a su hogar. Y Juan lo comprendió y me dejó ir sin recriminarme que dejase de lado todo nuestro futuro planeado.

No diré que tuve mal matrimonio. Marcos fue un buen marido y un hombre sensato. Sin embargo, no pudo borrar de mí corazón el pesar de la pérdida, del anhelo de regresar a mi Juan. Solo el paso del tiempo comenzó a difuminar su imagen en mi memoria. Solo la llegada de nuestros hijos disipó aquel sentimiento de desasosiego. Aunque quizá sería más correcto llamarlo arrepentimiento. Porque sí, me arrepentía de mi decisión, de mi falta de fe en Juan, de mi falta de valor ante mis padres, de no haberme impuesto ante ellos y no haber antepuesto mis sentimientos por él a sus deseos, por no haber hecho primar mis anhelos a los suyos. La incertidumbre de no saber cómo habría sido mi vida a su lado me hacía imaginar diferentes presentes, diferentes situaciones e incluso llegué a cambiar en mi mente la cara de mis hijos para hacer que se pareciesen al padre que podrían haber tenido. Sí, albergué ira cuando mis padres, en una de sus visitas, me dijeron que Juan se había casado. Me lo contaron con un desconocimiento total de mis sentimientos por él, aunque eso no impidió que el dolor me atenazara durante varias semanas. No podía recriminarle que hubiese continuado con su vida cuando yo me había marchado con otro, aunque saberlo no mitigaba la pena y la añoranza.

Pero, finalmente, con el paso de los años y lo ocupada que estaba siendo madre, esposa y estudiante, dejé de recordarle. Tras hablar con las madres del colegio mis hijos me di cuenta de que ellas habían tenido un pasado muy diferente al mío. Habían podido estudiar, trabajaban, contribuían y tenían cierta independencia que yo nunca había contemplado tener, ya que ignoraba su existencia. Solo había concebido un futuro ligado a un hombre que proveía y no uno en el que yo misma pudiese autoabastecerme. Por ese motivo, mientras ayudaba a mis hijos a estudiar, fui aprendiendo con ellos. Me saqué el graduado y continué, no conformándome con lo básico. Para cuando mis hijos terminaron el colegio yo comencé a trabajar como auxiliar de enfermería en la planta de pediatría del hospital local. No recordaba haber sido nunca tan feliz como el día que cobré mi primer sueldo. Incluso mi marido estaba orgulloso de mis logros y presumía ante todos sus amigos y conocidos.

Sí... Fueron años felices para mí. Sentirme realizada en mi trabajo me daba la misma sensación de plenitud que ver crecer y graduarse a nuestros hijos. Ver como se enamoraban, se casaban y tenían sus propios hijos. Tener de nuevo piececitos que morder y pasitos que escuchar me llenó de una nueva alegría. Tras varios años estando solos en casa, con nuestros hijos ya crecidos y haciendo su propia vida, de pronto aparecieron esos pequeñines que habían dado un nuevo sentido al comienzo de mi vejez. Las arrugas no engañaban y ya no éramos personas adultas, sino que estábamos cruzando la barrera en la que se nos podía empezar a considerar ancianos y eso asustaba. Igual que la soledad de una casa vacía y días sin visitas, los dos solos. Tuvimos que volver a reencontrarnos como pareja, volver a conocernos de nuevo tras años donde nuestras conversaciones habían girado en torno a nuestros hijos. Y nos dimos cuenta de que no éramos más que extraños con un pasado en común y una cama compartida.

Fue muy duro esperar las visitas de nuestros nietos como único momento de sonrisas y alboroto en casa. Fue difícil darnos cuenta de que con la partida de los hijos habían partido nuestras únicas cosas en común. Solo nuestros trabajos nos mantenían ocupados y felices. Recuerdo que muchas compañeras deseaban jubilarse y dedicarse a viajar con sus maridos. Pero yo no. Para mí, el trabajo era mi vía de escape de una silenciosa y desangelada casa donde la compañía de mi marido no era tan bien recibida como debiera. Sin embargo, entendía dónde radicaba la principal diferencia entre ellas y yo. Ellas se habían casado enamoradas de sus maridos, se habían casado con el hombre con el que deseaban pasar hasta el último día de sus vidas. Mientras yo me había unido a un hombre al que no conocía, ni había llegado a conocer con el paso de los años. Y en ese momento, cuando nos encontramos solos, nos dimos cuenta de que realmente no teníamos intereses en común.

Su amor por mí fue pasajero y fruto de las pasiones juveniles que acechan a todas las personas en los inicios de la veintena. Y, pasados esos momentos de loca ceguera, nos encontramos con un matrimonio vacío y falto de comunicación donde el único tema interesante era la vida de nuestros hijos. Durante cierto tiempo el trabajo nos aliviaba y conseguimos cierta paz en los silencios amistosos de nuestro día a día.

Cuando Marcos se jubiló llegó otro punto de inflexión en nuestra relación. Pasaba demasiado tiempo en casa solo y comenzó a salir a pasear durante horas para ocupar su tiempo. Yo tenía por costumbre salir con algunas compañeras a tomar algo tras el trabajo y comenzó a recriminarme que no pasase tiempo con él, como si yo fuese una especie de arlequín que debiera estar a su disposición con el único propósito de entretenerle en sus horas ociosas. Las discusiones comenzaron a sucederse al no querer hacer su voluntad y preferir seguir con mi vida como si él siguiera trabajando. No sentía que fuese mi obligación estar a su lado todas las horas del día en que él no tenía ocupación.

Con el fin de mantenerle ocupado más tiempo comencé a endilgarle las compras. Le hacía la lista de la compra para el mismo día, para que a diario tuviese que ir al supermercado, le mandaba a llevar la ropa a la costurera o a comprar el pan. De esa forma se mantenía haciendo recados toda la mañana y así salía a caminar por la tarde. Eso le dejaba cansado al final de la jornada y con la sensación de haber sido útil, además de darme tiempo a mí para continuar con mi vida. Lo vi como la mejor solución, aunque jamás pensé que fuese una decisión que me costaría mi vida tal como la conocía, que me costaría perder a mi marido.

El dichoso pan tuvo la culpa. Todos los días le mandaba a comprar el pan justo antes de comer y allí conoció a una mujer diez años más joven que él, y más que yo, con quien comenzó a trabar amistad. Empezó a quedar con ella mientras yo trabajaba y esa amistad tornó en algo más. Hasta que me jubilé. Ese año mi marido decidió que no podía dedicarle tanto tiempo a su amante si tenía a su mujer en casa y, ante tal dilema, tuvo que escoger. Claro está, no me escogió a mí. Me hubiera gustado decir que le odié por ello, pero le entendí. Había encontrado el amor y había decidido agarrarse con las dos manos a ese sentimiento en detrimento de una relación que llevaba muerta posiblemente desde sus inicios. Él sí tuvo el valor de escoger con el corazón mientras yo no había sido capaz de hacerlo cuando se me planteó la situación cuarenta y siete años atrás.

El divorcio sorprendió a los niños. Bueno, no eran ya tan niños, pero para mí siempre serán mis pequeños. Resultó extraño ver cómo reaccionaban, su incomprensión ante una situación que, para mí, como principal implicada, no me resultaba catastrófica. No querían conocer a la nueva pareja de su padre y tuve que intervenir para que les visitasen. Poco a poco la situación se fue normalizando, aunque fue complicado de comprender, tanto para mis hijos como para mis nietos. Para mí también tuvo su parte chocante. No hay que olvidar que provengo de una generación donde los matrimonios duraban hasta que la muerte les separase, no hasta que aparezca otra más joven que te guste más.

Sí, también me fue difícil sobrellevar la soledad de la casa cuando mis hijos tenían que dividirse para las visitas. Donde antes veían a ambos padres juntos ahora solo veían a uno y debían ir también a la otra casa a ver al otro. Lo bueno para mí fue que Marcos me cedió la casa mientras él se fue a vivir con ella. Al fin y al cabo, había sido yo quien había convertido esa casa en un hogar. La había decorado a mi gusto y cada rincón guardaba recuerdos de cuando habíamos sido una familia. Con la jubilación se me hacía cuesta arriba tener la casa tan vacía, sin el trabajo para llenar los principales huecos del día. Muchas noches me despertaba, sola en la inmensa cama de matrimonio y, por momentos ajena a la realidad de mi soledad, terminaba deambulando por la casa, mirando viejas fotos como un vulgar fantasma de las películas que tanto le gustan a mi nieto mayor. Lo cierto era que, viendo que la muerte se tornaba cercana, no me parecía mal ir practicando para, en el futuro, asustar a mis nietos bajo una sábana blanca.

Quizá lo peor era saber que debía afrontar la peor etapa de la vida sola, sin ese compañero que mis padres querían para su hija. Adecuarse a lo que se dibujaba como eterna apatía y falta de objetivos me estaba resultando lo más hiriente de mi divorcio. Esa sensación de haber dejado pasar la felicidad, por un hombre que me había dejado cuando debíamos ser el mayor apoyo el uno para otro. No era capaz de encontrar algo que me hiciese feliz, que me motivase a levantarme cada día. Hasta que decidí que me impondría las mismas tareas que le había impuesto a Marcos cuando se jubiló. Empecé a ir a diario a la compra en lugar de hacer una compra semanal que me traía a casa el repartidor. Empecé a hacer todos los recados con calma para tener algo que hacer cada día. Y, por supuesto, empecé a ir por el pan. Cuando mi marido me dejó por la mujer de la panadería comencé a comprar esas asquerosas barras precocinadas que me trajo mi hijo para una cena, pero no tenían nada que ver con el pan de toda la vida. Ese que es crujiente, de panadería, hecho con un buen horno, con una masa esponjosa y que duraba un par de días sin ponerse duro como una piedra.

En mi inconsciencia decidí acercarme en un breve paseo hasta la que había sido nuestra panadería habitual. La mala suerte hizo que, acercándome, viese salir a mi ahora ex marido con su nueva pareja. Cierto sentimiento de envidia recorrió mi cuerpo al ser consciente de que él sí tendría a alguien con quien terminar de envejecer, con quien ser feliz esas últimas décadas y que tendría una mano a la que aferrarse cuando la muerte le acechase al final del camino. Algo que yo no tendría. Esa sensación me hizo frenar en seco. Aunque no hubiésemos terminado mal, no podía enfrentarme a esa situación estando todo tan reciente y con pensamientos tan lúgubres. Me alejé y caminé sin rumbo durante quince minutos hasta que vi frente a mí una pequeña panadería que desprendía un olor a pan recién horneado que parecía impregnar todo el aire de la calle.

Nunca me había alejado tanto de casa paseando y sin duda, viendo lo que me había encontrado, pensé que debería salir más a menudo de mi zona de confort y ver qué me deparaba cada recoveco de esta ciudad. Crucé la calle y entré por la puerta sin ser consciente de que el pan, de nuevo, haría girar mi mundo. Una joven me atendió muy cortésmente, sonriendo de una forma que me hizo pensar que la conocía, a pesar de estar segura de no ser así. Hasta que su padre salió de la trastienda. A él si le conocí. Por supuesto que sí. Habría reconocido esos preciosos ojos marrón claro en cualquier parte, hubiesen pasado más de cuarenta años o no. Juan se me quedó mirando y supe que él me había reconocido de la misma manera que yo a él. Tonta de mí no supe reaccionar y me quedé mirándole como quien tiene un billete de lotería premiado. Sabes lo que tienes entre manos, pero no te lo llegas a creer. Me sentí igual. Di gracias a Dios de que él recobrase el sentido del habla, ya que yo no sé si habría sido capaz de salir de mi trance si no fuese porque él se acercó a mí y me habló.

Le vi muy diferente, el tiempo había pasado por su piel de la misma forma que había actuado en la mía. Las arrugas le marcaban la frente, los ojos y la boca. Sin embargo, su mirada limpia era exactamente la que recordaba en mis sueños cuando ya mi mente consciente no atinaba a traerme un recuerdo nítido suyo. Y ahí estaba, frente a mí, tantos años después de nuestra separación. En una breve charla me explicó que era la panadería de su hija y que, de vez en cuando, se acercaba a ayudarla. Había ido mejorando hasta salir del pueblo y llevaba décadas viviendo apenas a un par de manzanas de mi casa. No sé por qué el destino nos mantuvo separados a pesar de estar tan cerca, aunque, estoy segura, de que habría dejado a mi marido por él sin dudarlo en cualquier punto de los últimos cuarenta años. Quizá, por eso mismo, no nos permitió cruzarnos hasta ahora.

Lamenté que la panadería se llenase de gente cuando empezábamos a ponernos al día. Bueno, para eso había ido él allí, para ayudar a su hija, no para estar de cháchara con una antigua amiga. Sin embargo, como no soy una persona a la que le guste terminar las conversaciones de forma tan abrupta, decidí regresar al día siguiente, a la misma hora, para ver si Juan se encontraba de nuevo ahí. Y estaba. Y seguí pasándome día tras día a partir de entonces a la misma hora y siempre le encontraba en el mostrador, recibiéndome con una sonrisa y mi barra de pan favorita preparada. Comencé a pensar que podíamos retomar la amistad cuando le invité a un café un día en que me sentí muy lanzada, como dice mi nieta, y él aceptó sonriente. Y así comenzamos una costumbre en la que yo iba a por el pan y él se venía conmigo a tomar un café. Lo curioso fue que me di cuenta de que cada día abandonaba el negocio, aunque su hija tuviese clientela que atender, para irse conmigo y que parecía ir solo para estar ahí cuando yo apareciese.

Mis sospechas se vieron confirmadas cuando decidí preguntarle por su mujer y me explicó que era viudo desde hacía un par de años. La enfermedad que nadie se atreve a siquiera pronunciar en voz alta, se la había llevado tras varios años de lucha. Le vi apenado y me sentí alegre y triste a la vez. Alegre porque no tenía esposa, egoístamente eso me dio alas, y triste porque se notaba que la había querido y que la pérdida le había dolido hasta el punto de ensombrecer aún su semblante mientras me lo contaba. Decidí no volver a sacar el tema para evitar que se apenara, aunque no tuve reparos en hablarle de la infidelidad de mi marido y el divorcio. Debo reconocer que quería que supiese que yo estaba disponible. Quizá no para justo en ese momento, pero sí para cuando él se sintiese recuperado de su pérdida.

Y así, día tras día, nos tomamos ese café y pasamos unos minutos juntos y a solas. Como cuando nos íbamos a bañar al rio y jugábamos con el agua haciendo nuestros planes de futuro. Comencé a sentir que quizá la vida me tenía reservado un último intento, una última oportunidad con mi Juan. Bajo el amparo de la casualidad me le ha devuelto, le ha puesto en mi camino en un momento en el que ambos estamos libres de hacer lo que siempre quisimos. Sin padres ni obligaciones que nos aten a nada ni a nadie.

Jamás pensé volver a encontrarle. Jamás pensé volver a tener una segunda oportunidad con él y menos a estas alturas de la vida. El destino me da otra ocasión para hacer las cosas bien y empezar y terminar mi viaje con la persona con quien me habría gustado compartir todo el recorrido. Los sentimientos se agolpan en mi como si tuviese quince años de nuevo y le veo como antaño le vi. Mis ojos no ven en él las arrugas o achaques provocados por la edad, sino que solo veo a mi joven Juan. A aquel chiquillo con quien hacía planes de un futuro que nos parecía siempre lejano y al que ahora hemos adelantado.

Ahora me levanto cada mañana con energía, me arreglo con mis mejores ropas, voy a la peluquería para ponerme guapa para él y me voy dando un paseo para verle. Vuelvo a sentir mariposas en el estómago cada vez que me coge la mano, como antaño las sentí. Me pongo nerviosa y me sudan las manos como jamás me había ocurrido en ningún momento de mi vida, ni siquiera en el trabajo o durante mis estudios. Cada vez que pienso en él, y eso pasa cada pocos minutos, siento como la sangre corre por mis venas y tengo ganas de gritar y llorar de alegría. Saldría corriendo si no fuese porque ya no tengo edad para hacer tamaña locura, aunque seguro que mis hijos considerarían mi juvenil actitud como tal, y solo vería censura en sus miradas. Al igual que la vi cuando su padre decidió ser feliz con su nueva pareja y me dejó. Pero me da igual. Ningún pensamiento puede hacer que la sonrisa se borre de mi cara. No existe crema que pueda quitar las arrugas que me van a salir de tanto sonreír.

Vuelvo a vivir, vuelvo a sentirme feliz, vuelvo a ser suya y él a ser mío. Quiero disfrutar a su lado cada minuto y no voy a dejar pasar esta nueva oportunidad y sé que él quiere lo mismo. Veo cómo me mira, cómo me toca y cómo sus preciosos ojos castaños vuelven a mirarme de esa forma. Como antes. Como si nunca nos hubiésemos separado.

¡Oh, vaya! Si mis hijos me viesen hablando con el espejo ya sí que no habría manera de hacerles entender que no estoy loca, como seguro pensarían. Ya veré cómo se lo explico, cómo les hablo de Juan, pero más adelante. Ahora me veo guapa, me siento guapa y lista para verle.

¡Oh, pero mira qué hora es! Llevó un buen rato hablando conmigo misma y se me ha ido el santo al cielo... Como no me dé prisa no llego a la panadería.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro