REDENCIÓN
En un tiempoatrás...
El cielo luminoso percibido por sus ojos apesadumbrados lo hizo pensar en lo miserable que se sentía en aquel momento, puesto que su repugnante cuerpo provocaba lástima y temeridad en todo aquel que posara su mirada en él. Elevó un suspiro al cielo con la efímera esperanza de hallar una salida a su funesta realidad. No obstante, sus pensamientos se vieron interrumpidos por una voz rígida y petulante.
—Largo, ¡maldito forastero! Podrías contagiarnos con esa enfermedad —advirtió un hombre de cabello oscuro y piel morena—. Ni se te ocurra volver por aquí, de lo contrario, ¡te mataremos!
Aquel hombre, vestido con ropas desgastadas, lucía las marcas de la tristeza en su rostro delgado. Aquellas palabras lo penetraron, haciéndolo palidecer y dejando entrever cuan enfermo estaba. No podía esperar menos, todos parecían aborrecerlo. Contuvo el aliento un instante para reprimir sus sentimientos heridos, no pronunció ni una palabra. Algunos se acercaron, cautelosos de él. Llevaban consigo frutas y mantas viejas para que sobreviviera y se marchase cuanto antes...
—Con eso sobrevivirás —farfulló el caudillo arrojando las cosas al suelo. Dimitri se apresuró a recogerlos, escuchó susurros de desprecio cuando se levantó.
Estaba molesto consigo mismo, desató su furia contra su propia existencia; como si aquello lo librase momentáneamente de una maldición que se guardó para sus adentros cuando se marchó de la pequeña aldea. Fue adentrándose en el denso bosque que estaba envuelto en una viveza que envidió, perfilándose lejano e interminable a medida que recorría sus verdes suelos. Al bajar la vista y estudiar sus manos, tuvo ganas de morir. Las llagas tenían un aspecto grotesco, y el olor nauseabundo fue acabando con su entereza, el cansancio fue provocando temblores en sus piernas delgadas, haciendo agobiante cada paso para su pierna infectada; los agujeros en su muslo derecho liberaron un líquido blanco que le produjo náuseas al tiempo que el picor iba incrementándose. Sin ayuda de nadie, se sintió acorralado, pues la hostilidad de los Clarianos era dura y cruel.
No tenía nada ni a nadie. «Soy un monstruo», matizó con amargura en su pensamiento, estaba condenado a morir. Él sería otro más de los cientos y cientos que perecería por la epidemia de los malditos, como lo habían nombrado los caudillos de los clanes olvidados. Dimitri, decidido a consumar su existencia, caminó entre los árboles empinados dejando sus huellas marcadas en el suelo húmedo; flaqueando ante la imponencia de vasto bosque llegó finalmente a su destino. El viento ávido, como un titán imparable, bramaba entre el cielo y la tierra. A pesar de la belleza percibida por sus ojos, desistió a sobrevivir un día más. La esperanza se alejó cada vez más de sus manos, como un sueño bailando hacia la propia muerte al igual que sus deseos de vivir.
Aquel acantilado aguardaba por él, incesante y penetrante como, la caricia misma de la vida que destilaba burlona y descarada por negársele para concederle únicamente una muerte segura y sin clemencia alguna; todo por no pertenecer a un linaje continuo. Con ello, sabía muy bien que sí, moriría. Siendo un Clariano con pocas probabilidades, resultó una bendición acariciar el filamento de la muerte. Cerró sus ojos respirando por última vez el aire cálido que susurró ecos entre las inmensas montañas imponentes como una fiera. Dio un paso que aseguraba una caída prometedora a la nada... Sin embargo, unas manos lo retuvieron por sus hombros.
—La muerte suele ser una elección equivocada, muchacho. Puedes estar a punto de sucumbir, pero, la verdadera fuerza reside en aquel que jamás renuncia a sí mismo —aseguró una voz masculina detrás de él—. Puedo curarte, pero a cambio, deberás retribuir este acto con un juramento.
Dimitri estaba desesperado por encontrar una salida, por fin los dioses habían escuchado sus súplicas, aquella voz reavivó una esperanza que había dejado de tener. El cambio perpetrado en su alma se había agitado como aves surcando el cielo hacia un nuevo horizonte. Esas palabras le hicieron desear un milagro que minutos atrás afirmaba perdido. Creería en aquel hombre desconocido. Dimitri nunca había pensado en quitarse la vida, aunque tuviese poco, siempre fue suficiente para ser feliz, pero la enfermedad lo había llevado a tomar esa decisión tan radical.
Dio un paso atrás sin volver la mirada al ser que le hablaba.
—Si prometes curarme. ¡Haré lo que sea! —respondió Dimitri con una voz esperanzada.
A pesar de que fuese una mentira, creería en lo que pudiera darle una oportunidad de vivir.
—A partir de ahora, deberás cuidar de alguien. Antes de llevar a cabo el siguiente paso, primero encontrarás una familia adecuada donde puedas establecerte.
Dimitri se quedó rígido al oír aquella orden. Pensó que él sería un esclavo. Estaba equivocado. No adivinó siquiera la responsabilidad que cargaría aquel juramento.
El hombre lanzó un suave soplido que fue envolviendo el cuerpo de Dimitri con destellos y colores llenos de vida que se implantaron con delicadeza en su piel. De pronto, algo misterioso comenzó a recorrer todo su cuerpo, como si zumbara un torrente de fuego, de energía desconocida y ferviente de vida. Sanó completamente. Entonces, vio al hombre que tenía parado frente a él, aunque no pudo verle el rostro. Una túnica azul cubría todo su cuerpo a excepción del cabello largo de color níveo que se dejaba entrever y, sin más, desapareció en un parpadeo.
Dimitri había hecho una promesa. Cumpliría el designio de su redentor sin importar cuál fuera. Tenía que asegurarse a qué familia dejarlo, y dadas las circunstancias, sería meticuloso para garantizar su seguridad. Recorrió durante un tiempo todos los Reinos de Clarus, observó a cada uno seleccionando una posible familia. Los reinos se estaban edificando de manera desmedida cada vez que volvía para examinar su elección de nuevo, antes de tomar una decisión definitiva. En algunas ocasiones se ponía a deliberar, ¿por qué habría de hacer algo así? ¿Quién era? Preguntas que se perdían en el aire...
Pasó un año entero sin saber nada de aquel hombre misterioso, estaba ya terminando su búsqueda. Había dejado los reinos para asentarse en la lejanía y por fin dedicarse a disfrutar de la calidez del sol, la bondad del aire y la serenidad del soto que había encontrado entre tantas montañas.
Esa mañana estaba sentado a la orilla de un río lejos de todo. De pronto, una figura masculina apareció a su lado. Dimitri observó su semblante impasible como el mar, portaba ropa extraña al igual que su cabello llamativo albugíneo que caía a lo largo de su espalda que palidecía ligeramente su rostro. Al terminar de estudiarlo, lo reconoció enseguida.
Era aquel hombre, traslucía una jovialidad peculiar. Sus ojos, azules como el cielo mismo, parecían capaces de ver el universo entero. Muchos de los clanes tenían jóvenes promesas, guerreros con dones peculiares, eran seres diferentes, sí. Pero él, en particular, no se asemejaba a ninguno de los elegidos. Emanaba un aura cálida como la primavera del viento en las flores de los campos, destellando una paz poco frecuente que despedía de su ser, cuando el sol los fundió en su calor.
Dimitri vio como la piel se le volvía iridiscente en ocasiones, arropado por un poder desconocido y revitalizador, lo que lo hacía más intrigante.
—Dimitri, ha pasado tiempo sin verte, veo que has mejorado notablemente. Estás irreconocible.
—¡Gracias! No me puedo quejar, me siento muy bien —expresó con tono agradecido.
—¡Acompáñame!
Su mirada escrudiñaba el horizonte, mientras el viento danzaba en sus cabellos blancos como la nieve. Dimitri asintió. Se levantó para seguirlo. Aquel hombre alzó la mano, haciendo aparecer un agujero ovalado, tan oscuro como la noche. Caminó hasta desaparecer dentro de él, y Dimitri fue detrás. Al voltear, la lobreguez oscilante dominó su entorno, repentinamente sintió estar en una brecha rocosa y húmeda, se escuchaban varias gotas de agua caer al suelo. Cuando pensaba que iba a estrellarse contra alguna roca, una luz apareció iluminando el lugar, aquella bola de luz flotante avanzó conforme los pasos de ellos.
Siguieron caminando hasta llegar a una abertura de piedra tallada con una imagen de un árbol cubierto por hojas secas. Luego, ingresaron poco a poco, la brecha desapareció sin dejar rastro alguno, y entonces, Dimitri observó restos enormes en todos lados.
—¿Qué es esto? —inquirió Dimitri con tono pasmado, nunca en sus quinientos años de vida había visto algo así.
—Estamos en el cementerio de dragones.
Dimitri se encontraba estudiando los restos de los dragones, que alguna vez gobernaron Clarus. Cuando levantó la mirada, vio que el hombre misterioso se había alejado para luego acercarse nuevamente donde él se encontraba. Lo vio sostener algo.
—¡Toma! Es un arma muy antigua —dijo levantando ligeramente las manos hacia Dimitri mientras sostenía una alabarda—. Fue forjada con los colmillos de los dragones antiguos y con el metal más resistente de Clarus, es poderosa. Si no fueras tú, jamás se la entregaría a alguien que no la mereciera.
—¡Gracias! —respondió Dimitri sorprendido y sin poder pronunciar alguna palabra nueva que sustituyera su agradecimiento.
Era la primera vez que le obsequiaban algo que fuera en verdad por sus propios méritos y no por lástima, como tiempo atrás lo habían hecho con tal de librarse de él. La vibrante emoción de ser reconocido por alguien que parecía uno de los dioses antiguos le fue suficiente para ser feliz en aquel momento.
—Te daré otra cosa —le dijo colocando la mano en su frente. El cuerpo le resplandeció un centenar de segundos—. Ahora, podrás entender el idioma de los dragones. Llegará el momento en el que necesitarás usarlo, oro porque no sea así. Te he dotado de la habilidad de controlar los elementos naturales de los Clanes originarios. Aprende todo lo que puedas de ahora en adelante. Sé que te estoy proporcionando las cosas demasiado rápido, pero no me queda tiempo.
Dimitri, por un momento, fue invadido por el temor. Recibir todo eso implicaba algo más grande, no sabía a qué iba a enfrentarse. Pero, por primera vez, él había forjado un vínculo familiar. Una ola de felicidad recorrió cada rincón de su cuerpo desatando emociones nuevas y únicas que le demostraban la benevolencia de la vida.
—Esto es inoportuno, pero al menos deseo saber quién eres. ¿Puedo saber tu nombre?
—¡Dimitri! No es necesario que sepas mi nombre, mi propio origen debe ser sepultado en este lugar.
Quería saber por qué tanto misterio, pero si no le daba alguna respuesta, lo entendería.
—Hay algo más que debes saber —aseveró el hombre con una seriedad imponente, capaz de avasallar con su temple a cualquiera que lo retara—: si alguien mata al portador de la Corona en el reino de dragones, automáticamente se convierte en rey, teniendo poder absoluto sobre los Clanes y los dragones. Es un poder inimaginable.
—¿Eso significa que tú eras ese portador? Y tu descendiente...
—¡Sí! Es como lo has dicho. Miles de años atrás mi linaje gobernó a través de la sucesión y, si alguno de los descendientes no estaba de acuerdo en la sucesión, se emitía un decreto real en el que se establecía el enfrentamiento entre los futuros herederos y se otorgaba el título al sobreviviente. En ocasiones, tardaba días. La única regla era que uno de ellos muriera para ser el otro merecedor de la Corona. La sangre envuelve como una maldición al que ostenta al poder desde tiempos inmemorables...
—Es demasiado peligroso. ¿Cómo gobernar... a los dragones si ya no existen?
Estaba pasmado ante sus palabras. Dimitri apenas logró procesar la información. Una nueva guerra por la corona, no podría ni pensarlo, nadie lo conocía y era una ventaja, puesto que el portador de la corona no sabría de la existencia de su guardián, mantendría la distancia asegurándose de mantenerlo sano y salvo, merecía una oportunidad al igual que él.
—Razón suficiente para que su identidad no sea descubierta jamás. La familia, ¿la tienes?
—Lo tengo todo preparado —respondió satisfecho de su búsqueda.
—Creo firmemente en la elección que hiciste.
—Durante la noche, ve al hogar de esa familia, libera esta pequeña luz, es su alma —una lágrima recorrió la mejilla del desconocido que guardaba el misterio de su propia existencia—. No quisiera esto, pero es lo mejor que puedo hacer. Una sola oportunidad de tener su propia vida, sus propios sueños. Es lo único que puedo otorgarle a mi descendiente.
De las manos del hombre flotó una luz pequeña. Dimitri alzó la mano derecha para recibirla, formó una marca dorada en la palma de su mano, luego desapareció. Como si todo hubiese sido un sueño, reaccionó dándose cuenta de que se hallaba nuevamente en la orilla del río.
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