∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘
Me senté en mi cama, con la espalda apoyada en el cabecero y la laptop sobre el regazo.
Empecé a recorrer mis viejos borradores. Cada archivo evocaba a un pasado que se sentía tan cercano y, al mismo tiempo, inalcanzable. No podía evitar sentir un nudo en el estómago mientras leía las palabras de mí yo de hace unos años, la Lohane que tanto había anhelado rememorar. Cada párrafo, cada línea, me devolvía a aquellos días de escritura frenética, cuando las ideas fluían sin esfuerzo y las historias cobraban vida con cada pulsación de las teclas. Recordé las largas noches despierta, sumergida en el mundo que había creado para mí misma, para preservar mi paz, y las mañanas en las que despertaba con nuevas tramas y personajes revoloteando en mi mente. Pero ahora, todo eso parecía distante.
La pantalla de mi ordenador me devolvía un reflejo que apenas reconocía. Mi rostro, marcado por líneas de angustia y noches sin dormir, parecía el de una extraña. ¿Qué había sucedido con esa recurrente frase de «Algún día seré una escritora existosa»? Los recuerdos se agolpaban en mi mente con amargura. Recordé la intensidad con la que solía escribir, la pasión que me impulsaba a crear mundos y personajes que habitaban mis pensamientos incluso en sueños. Pero esa pasión se había marchitado, siendo reemplazada por disparadores de dopamina que derivaban de romances tóxicos y de pornografía mal escrita. Era fácil culpar a la procrastinación, ese insidioso hábito que se disfraza de inocentes distracciones. Día tras día, me prometía a mí misma que escribiría, que retomaría mi historia y seguiría desarrollando la vida de los personajes que tanto amaba. Pero el peso del fracaso y la decepción me paralizaba, y así, los días se convertían en semanas, y las semanas en años.
El cursor parpadeaba en la pantalla.
Cerré los ojos y respiré profundamente, tratando de encontrar en mi interior la chispa que una vez me había motivado a empezar. Los pensamientos se arremolinaban en mi mente, caóticos y oscuros. La frustración me golpeaba con fuerza. ¿Cómo podía haber permitido que mi sueño se desvaneciera de esa manera? ¿Cómo podía haberme rendido tan fácilmente?
—El dolor... —Leí en voz alta lo que voy escribiendo en el documento de Google—. El dolor .—Suspiré con desdén.
Era incapaz de encontrar palabras interesantes que inciten a que el lector se quede.
Pero entre la maraña de pensamientos negativos, una voz tenue y persistente comenzó a emerger. Era una voz que reconocí, aunque hacía mucho tiempo que no la escuchaba. Era la voz de la compasión, de la autoaceptación. Quizás, pensé, había sido demasiado dura conmigo misma. La vida no siempre sigue el camino que uno planea. Abrí los ojos lentamente, dejando que esa nueva perspectiva se asentara en mi cuerpo. No podía cambiar el pasado, no podía recuperar los años perdidos, pero sí podía elegir cómo enfrentaría el futuro. Escribir siempre había sido mi forma de sanar, de conectar con otros y de entenderme a mí misma. Tal vez, era hora de perdonarme y de volver a intentarlo, no como una obligación, sino como un acto de amor propio.
«El dolor que precede del alma es complejo», la primera oración surgió con dificultad. No obstante, luego, una tras otra, las palabras empezaron a brotar, y con ellas, una sensación de bienestar. No sabía si lo que estaba escribiendo sería bueno, ni siquiera sabía si lo terminaría, pero en ese momento, eso no importaba. Lo importante era que había empezado.
Oí el tono de llamada de mi teléfono. Respondí la llamada de Edmond y no tardé en ponerlo en el altavoz.
—Estoy escribiendo, no molestes —le respondí y luego solté un comienzo de risa para que no se lo tomara en serio.
—¿Por dónde vas? —me preguntó con un entusiasmo más que evidente.
—Cincuenta palabras.
Edmond se rió tras la línea; podía imaginármelo con los labios cubiertos por su mano, rogando porque no lo escuchase.
—Creo que voy a escribir una historia triste —dije en voz baja, observando mis líneas con el ceño hundido—. No tengo ni idea de cuál podría ser el... ¿cómo se dice? El conflicto de la historia. Y peor, si tuviera uno, no sabría cómo resolverlo.
Hubo silencio. Segundos después, escuché como Edmond movía una silla y se sentaba en ella.
—¿De qué trata el libro?
—De la tristeza en la adolescencia.
Edmond hizo un sonido de reflexión.
—Cambiarás vidas, Lohane —dijo en voz baja, como si me contara un secreto—. Sé que tus palabras tendrán poder, más del que podrías haber imaginado.
—En cierto grado, me preocupa —admití—. Tengo miedo de cagarla, de dar una idea errónea.
Ninguno de los dos habló. Yo tenía razón, era un tema delicado y difícil de abordar.
—No lo haré —agregué con seguridad—. Prefiero empezar otro proyecto antes que encariñarme con mis viejos borradores. Sé que si empiezo a darle cuerpo, luego no no podré dejarlo a medias. Es que me resultan muy... íntimos. Hay algo de esta Loha que aún no puedo soltar, no puedo despedirme de ella. Tú me entiendes.
—¿No te sientes cómoda con tu historia o te da miedo que no sea lo que las editoriales esperan?
Sabía que no todos querrían sumergirse en ese abismo conmigo. Los lectores, especialmente los jóvenes, buscan en los libros un refugio, una escapatoria de sus propias vidas. ¿Podría ofrecerles eso mientras contaba una historia tan dolorosa? Me preocupaba que la crudeza de mi relato los repeliera, que se sintieran abrumados por la intensidad de las emociones que intentaba transmitir. No quería que mi libro fuera percibido como una serie interminable de angustias, una narración que los dejara sin esperanza. Los lectores de hoy, acostumbrados a las historias de amor perfectas o en defecto todo lo contrario (que mal), podrían encontrar mi libro tedioso, demasiado aburrido para sus gustos.
—Recuerdo las veces que había buscado consuelo en la literatura. Pienso en cómo los libros me habían ayudado a sentirme comprendida, a encontrar un indicio de calidez entre la indiferencia que el mundo parecía querer ofrecerme. —Acerqué el teléfono a mi oído, quitándole el altavoz. Hice a un lado el portátil y me acurruqué contra la ventana—. No sé si pueda ofrecer esa misma calidez a mis lectores. Yo no podría equilibrar su tristeza, Edmond. Pero si te soy sincera, tampoco puedo traicionar la esencia de mi experiencia, la realidad de lo que para mí significa vivir con todo esto.
—Mi amor —murmuró Edmond, dejando expuesto un indicio de su felicidad—. Serás el hogar de más de una persona, puedo asegurártelo.
No supe qué responderle, así que él agregó:
—Ya sé cuál podría ser el desenlace.
—¿Cuál? —pregunté, sin muchas expectativas.
—Encontrar la felicidad.
El rostro de Edmond se dibujó en mi memoria con una claridad sorprendente. Sus ojos, siempre llenos de una ternura que parecía embelesarme, me miraban desde el otro lado de la habitación. Él sería el protagonista perfecto, la persona que todo lector necesita en su vida para avanzar. Edmond había sido el punto de inicio en este nuevo proyecto.
Recordé la forma en que me sostenía, sin palabras, cuando el peso de mi tristeza se volvía insoportable. Tal vez, al compartir nuestro propia resilencia, podría ofrecer esperanza a otros que se encontraban en la misma oscuridad.
Los recuerdos de Edmond se entrelazaban con mis palabras, infundiéndolas con una profundidad y sinceridad que nunca antes había sentido. Escribir sobre él no era sólo un acto de rememoración, sino también un acto de gratitud. Él había sido mi hogar, mi inspiración, y ahora, a través de este libro, podía compartir un poco de ese amor con el mundo.
∘◦༺ ★ ༻◦∘
El coche avanzaba lentamente por la carretera, con el sol del atardecer lanzando sus últimos rayos dorados sobre el paisaje. El calor persistía, pero una brisa fresca se colaba por las ventanillas entreabiertas. Miré a través de la ventana, contemplando los campos que pasaban a toda velocidad, perdiéndose en la distancia.
Habíamos pasado la tarde en el lago. Logré memorizar la sonrisa paciente de mi papá mientras le enseñaba a Edmond a lanzar la caña de pescar. Cada gesto, cada palabra, estaba lleno de una calma que solo él podía transmitir en un día con la naturaleza. Edmond, siempre dispuesto a aprender, seguía las instrucciones con atención, mientras que, en silencio, se lamentaba por las pobres lombrices que eran usadas de carnadas aún estando vivas.
Edmond, sentado en el asiento de copiloto, mantenía su mano diestra entrelazada con la mía, su pulgar trazaba círculos lentos en mi piel.
Sentí un nudo en la garganta, amenazaba con desbordarme en lágrimas.
Mi papá, quien estaba al volante, tenía la mirada fija en la carretera, pero podía apreciar en su rostro una expresión de tranquilidad pocas veces vista. Había disfrutado de nuestro día juntos, de la oportunidad de compartir su pasión por la pesca con Edmond y de verme pescar pequeñas mojarras como cuando tenía 8 años. Sabía que él también sentía la inminencia del cambio, aunque no lo dijera en voz alta.
—¿Qué piensas hacer cuando te recuperes? —preguntó mi papá—. ¿Te quedarás en Fresno, no?
—Quiero terminar mi portafolio de fotografía —respondió Edmond, acomodándose su gorro de lana—. Así que tengo pensado viajar, no muy lejos, pero al menos pasearme por New York.
—Y hacerme compañía. —Sonreí, moviendo las cejas de arriba a abajo.
La conversación en el coche era breve, pero muy cómoda.
Me pregunté si alguna vez volvería a ver estos lugares con la misma inocencia, si el paso del tiempo los convertiría en meros recuerdos. Cerré los ojos por un momento, dejando que la brisa fresca acariciara mi piel, intentando grabar en mi mente cada detalle de esta tarde. Sabía que estaba a punto de embarcarme en una etapa que complicaría bastante mi vida.
—Mis padres solían acampar cada fin de semana, pescábamos durante todo el día —nos contó mi papá—. Son los mejores recuerdos que tengo de ellos. Mi padre solía parecer más feliz cuando estábamos lejos de la ciudad, de alguna forma lograba que discutiésemos con menos frecuencia. Y es curioso, porque con Loha y Jaden me pasó lo mismo. —Observé como los labios de papá se arrugaron en un gesto de frustración o tal vez de lástima—. Que pena, ¿no? —susurró.
Ninguno de los dos supimos que responder. Era incómodo. No. Era triste.
Miré por la ventana, tratando de encontrar algo de consuelo en el paisaje cambiante.
Mi papá me miró a través del espejo retrovisor. Nuestras miradas se encontraron, y con un gesto sutil de su cabeza, me indicó que mirase a Edmond. Seguí su dirección y lo vi con la ventana completamente abierta. Su rostro estaba parcialmente fuera del coche, con los ojos cerrados mientras el viento jugaba con su cabello, moviéndolo en todas direcciones. Había algo casi etéreo en su expresión, había una paz que contrastaba dolorosamente con las imágenes que tenía de su pálido rostro dentro del hospital. El viento acariciaba su piel, y en ese momento, parecía tan libre, tan vivo, como si todo el sufrimiento de los últimos meses se hubiera desvanecido aunque sólo fuera por un instante.
Sentí una oleada de amor tan intensa que casi cedí a la tentación de decírselo.
La cámara de Edmond estaba en mi regazo y la levanté con cuidado, tratando de no romper el encanto de su postura. Apunté hacia él y apreté el obturador, escuchando el suave clic que acompañaba a la captura de su rostro iluminado por la luz dorada del atardecer. Luego, giré la cámara hacia mi papá, quien seguía inmerso en la carretera. Su perfil expresaba seguridad. Finalmente, tomé un respiro y giré la cámara hacia mí misma. Era raro, incómodo, pero sentía que era algo que debía hacer. Levanté la cámara y sonreí. La melancolía y la alegría se entrelazaban en mi rostro. El click de la cámara resonó en el aire. Era una manera de aceptar el presente, de abrazar el cambio y de recordar que, aunque odiara las fotos, este momento merecía ser guardado.
«Las fotografías abren puertas al pasado, pero también permiten echar un vistazo al futuro», recordé.
Bajé la cámara y dejé que mis dedos rozaran la superficie fría del dispositivo.
Edmond, notando mi movimiento, giró la cabeza y me regaló una sonrisa cómplice. Me incliné hacia adelante y besé suavemente su mejilla, sintiendo el calor de su piel bajo mis labios.
—Quietos —interrumpió mi papá—, sigo aquí, por si no se dieron cuenta.
La primera mirada de advertencia fue dirigida hacia mí y la segunda hacia Edmond, que desgraciadamente, pareció doblemente consternada.
Al llegar a casa, la fatiga se asentó sobre nosotros, producto de haber pasado la tarde nadando en el lago. El coche se detuvo suavemente en el camino de entrada. Papá apagó el motor y salió primero que nosotros, estirando sus brazos como si intentara sacudirse el cansancio. Me volví hacia Edmond y le dediqué una sonrisa tonta antes de abrir la puerta y dejar que el aire fresco de la tarde nos envolviera.
Mi papá nos adelantó, cargando con su equipo de pesca. Saludó a mi mamá con un casto beso en los labios y unas pocas palabras murmuradas.
—¿Un beso? —dijo mamá, riéndose y denotando asombro—. De haber sabido que la clave estaba en arrastrarte hasta el consultorio de un terapeuta...
—Ya. —Se sacudió papá, escondiéndose en la cocina con tal de que no lo viéramos sonrojarse.
Mamá volteó a vernos a Edmond y a mí.
—Ya era hora de que me devolvieras a mis niños —sermoneó a mi papá, a modo de juego.
—Hola, ma —saludé desde la entrada, quitándome los tenis llenos de tierra.
—Hola, señora Bouchard. —Sonrió Edmond, apoyando su palma sobre mi cabeza para hacerme perder el equilibrio.
Me sostuve del marco de la puerta y azoté el brazo de Edmond con uno de mis tenis sucios. Él se apartó y se echó a reír de forma disimulada.
Subimos las escaleras a paso lento y al llegar a mi habitación, empujé la puerta y nos desplomamos sobre la cama sin siquiera quitarnos la ropa sucia.
Miré a Edmond de reojo, su cabello aún estaba mojado por el agua del lago, pegándose en mechones desordenados. Su respiración era lenta y profunda, y sus ojos estaban medio cerrados, pero aún mantenían ese brillo que siempre me había fascinado. Tomé su mano y jugueteé con sus dedos.
—¿Y si invitamos a los chicos a cenar? —le pregunté.
Edmond asintió con la cabeza.
—¿Vas a dormir mientras cocinamos?
—Seguramente —contestó, mostrándome una sonrisa cansada.
Me levanté de la cama y me dirigí hasta el armario, buscado la ropa que me podría.
—¿De verdad vas a escribir sobre mí? —preguntó Edmond, viéndome desde la cama.
Se lo afirmé con un sonido.
—¿Será un buen libro?
—No sé si será un buen libro. —Me encogí de hombros, caminando hasta el otro lado de la habitación, de camino al baño—. Pero es un comienzo.
Edmond se quedó observando el techo un momento antes de girarse hacia mí.
—¿Y qué pasa con estos espacios en las paredes? Me parece raro ver algo tan... desordenado —dijo, señalando los lugares vacíos donde antes habían posters.
—Hoy nos encargaremos de eso.
∘◦༺ ★ ༻◦∘
Nos encontrábamos apiñados en la habitación, formando una especie de círculo imperfecto mientras cenábamos espaguetis con salsa dentro de las tazas que nos heredó la abuela, porque claro, los platos eran demasiado mainstream.
Aiden estaba desplomado en la silla del escritorio, esa que estaba coja desde el año pasado y que con cada movimiento amenazaba con desplomarse bajo su peso. Edmond compartía la cama con Sarah y Micky, sentados los tres; Sarah tenía las piernas cruzadas, mientras que Micky, con su aire despreocupado, dejaba sus pies colgar perezosamente sobre el borde. Samuel y yo ocupábamos la alfombra, ese pedazo de tejido que había visto mejores días y que ahora más parecía un mosaico de manchas de diversas procedencias.
—¿Quién fue el genio que sugirió espaguetis en tazas? —susurré, mientras daba vueltas con el tenedor intentando no salpicarme de comida.
—Samuel —respondieron Sarah y Aiden al unísono.
Samuel siempre buscaba formas de hacer las cosas más complicadas de lo necesario.
Aiden se mecía de adelante hacia atrás, mientras veía el video que se reproducía en mi laptop, era un video de verduras bailando que estaba en tendencia. No les mentiré, era hipnótico.
—Podríamos hacer una competencia —sugirió Aiden—. El primero en terminar su espagueti gana... no sé, algo genial.
—¿Ganar qué, exactamente? ¿El derecho a no lavar las tazas? —dijo Edmond en voz baja, observando su espaguetis sin mucho apetito.
—Déjenme comer en paz —respondió Sarah antes de llevarse un bocado a la boca con deliberada lentitud.
—Perfecto, entonces yo gano por predeterminado —dije, levantando mi taza en un gesto de victoria.
Samuel lanzó una carcajada, casi derramando su comida en el proceso.
Entre tanta broma, la conversación viró naturalmente hacia la universidad. Sarah, Samuel y yo íbamos a mudarnos juntos a Nueva York en unas pocas semanas. La emoción y el nerviosismo nos tenían atrapados en una peli de terror.
—¿Cómo es que llegamos tan rápido a la adultez? Con facturas y todo —comentó Sarah, jugando con los restos de espagueti en su taza.
—Oh, las maravillas de la vida adulta —canturreó Edmond—. Levantarse temprano, pagar el alquiler y decidir si cenar sopa o... cenar sopa.
—Sinceramente, me estoy planteando seriamente unirme a un circo —agregué, tumbándome en el piso con el estómago a punto de reventarme el botón de los vaqueros.
—Para payaso ya tienes a Samu —respondió Sarah.
—Zorra —dijo Samuel, intentando disimular la palabra entre toses. No tardó en cambiar de tema—: ¿Qué es lo peor que puede pasar?
—¿Qué los coman las ratas gigantes del metro? —sugirió Micky.
Aiden, que ya estaba en la universidad y se consideraba el veterano experimentado del grupo, se inclinó hacia adelante desde la silla y con su tono más serio, dijo:
—Es como lo de siempre, pero con más café y menos dinero.
—Nos has iluminado —aseguró Sarah, sarcásticamente. Se levantó de la cama y comenzó a juntar las tazas—. Y yo aquí, pensando que en la universidad todos se sabían las coreografías del musical de turno.
Aiden se levantó para abrirle la puerta a Sarah y fue Samuel quien bajó a ayudarla con la limpieza.
—Crecer es un eufemismo para decir que vamos a ser pobres y ojerosos. —Ladeé la cabeza de lado a lado—. Tendré que anotarlo para mi borrador. Pero bueno, al menos tendremos la libertad de no hacer la cama todos los días.
—¿Y esa era tu preocupación? —me preguntó Edmond, con el entrecejo hundido.
Me encogí de hombros.
Nos quedamos viendo el video de las verduras por unos minutos más, hasta que Sarah y Samuel estuvieron de vuelta con nosotros.
Aiden se aclaró la garganta y se giró hacia nuestra dirección.
—Lo más importante es que no pierdan la cabeza por tonterías —agregó a la conversación de hace unos minutos, haciendo su mejor imitación de un sabio anciano chino—. La universidad es sólo una fase más. Van a encontrar cosas peores por las cuales preocuparse.
—Lo tendremos en cuenta, maestro zen —respondí, imitando un gesto de reverencia.
Llegaron las once de la noche y la habitación estaba hecha un bendito caos, debido a que les había compartido el pequeño ritual que solía tener a los 16 años. Creí que sería algo que moriría entre las conversaciones, lo cual no me importaba, pero no fue el caso, pasó todo lo contrario, le dieron tanta importancia que creyeron que coronar la semana con esta costumbre sería esencial para nuestro futuro, a modo de ritual de la suerte. Las cajas estaban apiladas, algunas etiquetadas con precisas caligrafías y otras con garabatos que sólo yo podía entender.
—Elijan los que más les guste —les dije.
Aiden sostenía un rollo de cinta adhesiva en una mano y un póster de 'The Great Gatsby' en la otra.
Edmond estaba tratando de desdoblar un enorme póster de una banda indie llamada 'alt-j'.
—Loha, ¿dónde quieres este? Es demasiado grande para la pared.
—Tu sentido de la proporción nunca deja de sorprenderme —respondí, molestándolo con una expresión de engreída—. Ponlo donde creas que moleste menos.
Sarah, que había decidido supervisar desde la cama, se levantó con un suspiro dramático.
—¿Dónde está la perfección en esto? Los pósters tienen que estar alineados perfectamente, o de lo contrario, nuestro Feng Shui será un desastre.
—¿Feng Shui? —Samuel frunció el ceño—. Sarah, ni siquiera puedes mantener tu escritorio ordenado.
Micky, que ya había tomado el control del rollo de cinta, estaba en una esquina pegando un póster de 'Desayuno en Tiffany's'.
—¿Y qué hacemos Edmond y yo? —preguntó Samuel, creyendo que la respuesta sería algo ridículamente elaborada.
—Allí —Sarah les señaló la pared limpia.
Con las instrucciones claras, se pusieron a trabajar. Edmond y Samuel empezaron a pegar pequeños pósters alrededor de los bordes de la pared principal, creando un mosaico de bandas y películas. Cada vez que intentábamos colocar uno, terminábamos frustrándonos por lo mal que se veía.
Me quedé de pie entre Micky y Samuel.
—¿Se acuerdan de esto? —Les señalé un póster viejo y desgastado de una banda local.
—Mierda, casi nos sacan por intentar colarnos al backstage —respondió Samuel, riéndose mientras me pasaba otro pedazo de cinta.
Finalmente, después de mucho debate y delirios de diseñadores de interior, todas las paredes estaban cubiertas de pósters, cada uno con su propio significado especial. Nos tomamos un momento para admirar nuestro trabajo: la habitación estaba transformada, reflejando nuestras personalidades y gustos. Los seis estábamos de pie en el centro de la habitación, viendo nuestros alrededores en busca de aquellos posters que pegamos nosotros mismos, e intentando adivinar cuáles fueron seleccionados por los demás.
—Bueno, no está tan mal —dijo Aiden, cruzando los brazos mientras admiraba las paredes
—No tenemos futuro como decoradores —admitió Sarah.
Nos quedamos allí, contemplando las huellas que habíamos dejado y sintiéndonos un poco más completos. La habitación, con sus posters nuevos, se veía más viva, más llena de nosotros. Y en ese instante, supe que no importaba qué tan incierta fuera la vida adulta, siempre encontraríamos la manera de llenar los huecos, juntos.
¿Ya vieron el nuevo cast? VAYAN A
VERLOOO
Besitos <3
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