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33 ESCENA +18

L O H A N E

Entre risas y susurros, nuestros pasos nos llevaron hacia la oscuridad del campus, eran alrededor de las una de la madrugada. La brisa fresca acariciaba nuestros rostros, y en ese instante, decidimos escapar del bullicio de la fiesta, o más bien, fue Edmond quien lo decidió.

El motor de la camioneta de Zeta ronroneó con satisfacción cuando nos deslizábamos en su interior. Edmond posó su palma diestra sobre mi pierna, fundiendo sus dedos contra mi vestido. Con un suave giro del volante, dejamos atrás las luces parpadeantes y nos adentramos en la quietud de la noche. El trayecto transcurrió en un silencio nervioso, interrumpido solamente por el suave sonido de nuestras respiraciones. Me faltaba el aire, la adrenalina consumía mi cuerpo de forma grave y progresiva.

Tras unos cuantos minutos, el imponente edificio del hospital se alzó ante nosotros. Edmond detuvo el coche frente a la entrada.

—Vamos —dijo, bajando del coche.

El eco de nuestros pasos resonaba en los pasillos desiertos del hospital. Mis manos se aferraban a las de Edmond con una mezcla de ansiedad y vergüenza mientras que avanzábamos hacia la entrada principal. La recepcionista apartó la vista del monitor de su computadora y volteó en su silla para poder vernos. Su cabello, corto y teñido de un rojo escarlata, estaba embadurnado por una gran cantidad de gel que ayudaba a darle su característica forma de pico (el mismo peinado que le harías a tu hijo de siete años antes de llevarlo a una fiesta de cumpleaños). Ella levantó sus delgadas cejas, parecía un poco sorprendida por vernos con atuendos de promoción.

Antes de que la mujer hablara, Edmond me señaló con su dedo índice y dijo:

—Es su baile de graduación.

—Hola, Ana. —Le mostré una sonrisa tan torcida que parecía haber padecido de un derrame, estaba muy lejos de verme inocente.

—¿La secuestraste? —nos lo preguntó con tanta seriedad que mis manos empezaron a sudar—. ¿Qué van a hacer?

—Dormir —respondió Edmond.

Edmond era de los pocos hombres a los que no se le daba bien mentir. Ni siquiera se esforzaba por intentarlo.

—¿Dormir? —No creí que las cejas de la mujer pudieran alzarse todavía unos milímetros más. «Wazowski, ¿no ordenaste tu papeleo anoche?», pensé.

Los tres nos ahogamos en un incómodo silencio hasta que, por fin, la recepcionista estalló en risas y asintió con la cabeza una y otra vez.

—Recuerden que sin gorrito no hay fiesta —dijo entre risas, señalándonos el dispensador de condones gratuitos—. Ya no me molesten. Buenas noches.

Juntos ascendimos por la escalera hacia el segundo piso, y cuando llegamos, comenzamos a correr hasta el ascensor. Subimos hasta el quinto piso, donde se encontraba la habitación de Edmond. La quietud de la madrugada nos envolvía mientras atravesábamos los pasillos en silencio. El tiempo parecía desvanecerse a nuestro alrededor, dejando sólo el sonido de nuestros suspiros cansados y el suave roce de nuestros pasos.

Sin mirar atrás, nos adentramos en su habitación, siendo un refugio de intimidad en medio del vacío del hospital. Con un gesto decidido, Edmond cerró la puerta detrás de nosotros, sumiéndonos en la penumbra de la habitación. El latido de nuestros corazones resonaba en el aire; estaba agitada, eufórica. Edmond avanzó hacia mí, invitándome a que retrocediera a la par que él se acercaba. Me encontré acorralada contra la puerta, mi aliento se entrecortaba debido a su proximidad.

Sus ojos ardían con una intensidad que me dejaba sin aliento, y su presencia era como un fuego que consumía toda resistencia.

—No quiero que me olvides —susurró.

—No lo haré.

Descansó su antebrazo diestro contra la puerta, por encima de mi cabeza, y su rostro se suspendió a centímetros de mi cuello.

—Te lo juro. —Jadeé, luego de haber inhalado profundamente el aroma de su colonia.

—Quiero asegurarme de que no me mientas, mi amor. —Presionó su dedo índice contra el centro de mi vientre—. ¿Lo entiendes? —susurró, ladeando su cabeza hacia un costado, en un malicioso acto de inocencia. Sentí como su dedo ascendía sobre mi torso, arrastrándose contra mi vestido hasta tocar la desnudez de mi pecho descubierto.

La luz de la luna se filtraba pobremente mediante las cortinas de la habitación. Lo único que podía ver eran las pálidas líneas que estructuraban el rostro de Edmond: una fracción de su mandíbula, el arco de cupido de sus labios, uno de sus pómulos y el alargado y pronunciado filo de su nariz.

Acerqué mis labios a los suyos, pero él se apartó. Creí verlo sonreír, pero era difícil discernir sus expresiones.

—Déjame besarte —le pedí, chocando la humedad de mis palabras contra su labio inferior.

Oí cómo su brazo se despegaba de la puerta, y antes de que pudiera reaccionar, me tomó por las caderas. Acarició las pronunciadas hendiduras entre mis muslos y mi pelvis, deslizando sus dedos índices y anulares de arriba hacia abajo. Lento, pero con una presión incitadora. Aquella cercanía no logró más que hacer que mi respiración se volviera rápida y pesada a medida que sus palmas bajaban hasta fruncirse contra mis glúteos. Fui bajando la mirada hasta los labios ajenos; un cosquilleo recorrió los míos mientras que a mi mente le llegaba un recuerdo de la última vez que había sentido este tipo de intimidad con Edmond.

Mis palmas ardían. Subí la izquierda hasta su mejilla, para tocar cuidadosamente su piel.

—No me olvides —exigió, en sus palabras había una suavidad tentadora.

Quise decir algo, pero las palabras se me atoraron a los segundos en los que Edmond me alzó contra su cuerpo. Mis piernas envolvieron sus caderas y él, a un paso lento, nos llevó hasta el mueble en el que guardaba su ropa. Un suspiro se escapó de mis labios al sentir la fría superficie de madera. El cuerpo del castaño se estrechó bruscamente entre mis piernas. Anhelaba poder sentir más allá de la falda de mi vestido, de toda esta tela que lo único que hacía era estorbar.

—Quítamelo —murmuré—. Quítame el vestido.

Edmond asintió obedientemente. Fue arrodillándose hasta quedar a la altura de mis rodillas. Primero, me quitó los tenis y se tomó el tiempo de acariciar el corazón de mis plantas y besar mis tobillos; luego, me ayudó a bajar el cierre de mi vestido, bajando las tiras y deslizándolas por mis brazos; y por último, tomó del borde inferior de la prenda para jalarla hacia arriba y así poder despojarme de la molesta tela que me cubría. Él se puso de pie, y cuando volvió a posicionarse entre mis piernas, pude sentir la presión de su erección contra el punto exacto de mi intimidad. Un roce fue suficiente como para darme una descarga eléctrica en todo el cuerpo, la misma tuvo los volteos suficientes como para hacerme temblar por unos cuantos segundos.

Yo, por otro lado, no tuve demasiada cautela a la hora de quitarle el saco de su traje.

Sus manos acariciaron y marcaron cada fracción de mi cuerpo desnudo. Recorrió mis piernas como si fueran el mejor camino por el cual transitar y besó mis manos como si las mismas le brindasen más que paz.

—Dios, Loha. —Suspiró contra mi cuello, mientras que sus manos descansaban sobre mis rodillas—. Tócame. Tócame, por favor.

Sus palabras sonaban tan dulces que creí poder hacer cualquier cosa por él, me veía capaz de incluso lanzarme del quinto piso de su habitación. Lo haría todo, absolutamente todo.

Coloqué mi mano sobre su vientre, metiéndome bajo la tela de su camisa y acariciando su piel con una notoria necesidad. Fui bajando hasta alcanzar el broche de sus pantalones, lo desabotoné con movimientos entorpecidos y suspiré al introducirme entre la tela de su traje y la de su ropa interior. Los labios de Edmond llegaron hasta mi mejilla y se posicionaron contra las comisuras de mis labios. No solamente podía oírlo respirar con pesadez, sino que también podía deleitarme de los roncos susurros de placer que se desprendían de su boca.

—Carajo...

Delineé el tronco de su miembro con mis dedos índice y anular, subiendo y bajando con mucha delicadeza. Poco a poco fui envolviéndolo con mis dedos, haciendo presión. Podía sentir sus latidos, exactamente esos...

La sangre que corría por su cuerpo ardía contra mi piel. No podía soportar aún no tenerlo dentro de mí.

Sus manos subieron por mi abdomen, rápidos, precisando de un poco más de mi piel. Su recorrido se detuvo al toparse con la costura de mi sujetador. Acunó mis pechos con ambas palmas, apretándolos suavemente y masajeándolos en círculos. Una enorme nube negra nublaba por completo mis pensamientos. De mis labios salió un corto y desprevenido gemido. Ya no era capaz de sincronizar los movimientos de mi mano, por lo que me vi en la obligación de apartarla de su miembro y dejarla descansar sobre su abdomen.

—Perdón —susurré. Me avergonzaba lo agitada que me encontraba.

Edmond besó mi comisura y noté como su sonrisa iba creciendo de apoco. Él volvió a presionar su erección contra mi entrepierna, acercándose y alejándose en repetidas ocasiones.

—Frótate —dijo, mientras soltaba uno de mis pechos para bajar sus pantalones, quitarse los tenis y patear todo a un costado de la habitación.

Mis músculos estaban blandos, ni siquiera podía ordenar mis pensamientos.

—No puedo —le respondí con la voz temblorosa.

—Frótate, Lohane —dijo, luego de recorrer mi labio inferior con la punta de su lengua.

Sus labios encontraron los míos en un beso cargado de lascivia y anhelo. Era un compás frenético, entorpecidos por la debilidad que nos provocaba la fricción de nuestras pieles. Lo sujeté con mis piernas, empujándolo para que se acoplara lo más cerca posible. Y así, con las últimas fuerzas que me quedaban, fui capaz de de remover mis caderas contra las de él, frotándome lentamente contra su latiente erección. Mis bragas iban humedeciéndose y yo no lograba cerrar la puta boca. Edmond ya no conseguía silenciar los gemidos con besos.

Su manos viajaron hasta mi espalda y deshicieron el broche de mi sujetador, provocando que mis senos rebotaran debido a la libertad que el castaño les había brindado. Quería que me viera de pies a cabeza, que apreciara cada sector del cuerpo que tanto veneraba. Sus dedos volvieron a apretar la grasa de mis pechos, fundiendo la dureza de estos entre mi cálida y moldeable carne. Acercó su torso hasta rozar su camisa contra mi pecho y seguidamente se agachó unos cuantos centímetros para poder acercar el rostro a mis hombros desnudos. Besó la zona, arrastrando la boca hasta mis clavículas.

Paulatinamente, fue removiendo las manos hacia los costados, y luego, guió las yemas de sus dedos índices hacia ambos centros; delineó delicadamente la circunferencia de mis pezones, jugueteando con una firmeza destacable. Presionó ambas cimas, percatándose de la sensibilidad que estos habían tomado, algo que le había sacado un largo y ronco suspiro. Volvió a apretar mis pechos con las palmas abiertas, moviéndolos a la par de sus apretones, y por otro lado, su boca había puesto su atención en la hendidura de mi clavícula. Esa parte de mi cuerpo resultaba muy especial para él.

Los sonidos que se me escapaban eran incontrolables, para este punto, me encontraba en el limbo. Me había entregado a Edmond, en ese instante existía para él y sabía que no necesitaba decírselo verbalmente para que lo entendiera. A pesar de que el castaño se encontrase apretujando y acariciando mi piel, sentía que necesitaba más, mucho más. Temblaba debajo suyo, mi cuerpo se estremecía cada que él ejercía cualquier tipo de presión en mis pezones.

Apresó mis senos con fuerza. Su lengua fue arrastrándose entre mis pechos para luego recorrer las circuncisiones de mis pezones. Poco a poco fue colocándose de bruces, arrodillándose entre mis piernas. Succionó mi piel, centímetros junto a la cima; mordió; besó; y volvió a succionar, dejando una marca rosada que en instantes comenzó a teñirse de morado. El duro filo de su lengua interactuó circularmente con la punta, al tanto que sus manos estrujaban la parte inferior de mis pechos, levantándolos ligeramente. La ensanchada boca del chico se abrió de par en par y clavó sus dientes contra mi carne, mordiendo con más cuidado y dejando una leve marca de sus molares alrededor del pezón que, segundos después, comenzó a succionar. Lo lamió de arriba hacia abajo con la lengua plana; y luego, dejando un recorrido de mordidas y succiones, dirigió su atención al otro seno.

—Edmond —Gemí. Cubrí mi boca con mis palmas, pero aún así se oía mi voz repitiendo una y otra vez—: Dios. Por Dios.

Todo en mí cosquilleaba, mi respiración estaba hecha un desastre. Una oleada de placer recorrió mi espina dorsal, arrebatándome un quejido de excitación.

Succionó la cima de mi pezón, tirando de él y volviendo a lamer únicamente con la punta, para a continuación, volverla plana y firme para moverla de arriba a abajo. Su pulgar, húmedo por el rastro de saliva que había dejado en el otro pecho, se dio el lujo de acariciar el pezón libre, moviendo su dedo de forma circular y luego de lado a lado de forma rítmica. Los ojos del castaño se alzaron hasta dar con los míos; parte de mi seno estaba dentro de su boca, sin dejarlo de succionar, besar, lamer y morder. Dejó su lengua tensa sobre mi piel y comenzó a subir, levantándose a medida que iba subiendo la boca hasta llegar al maxilar inferior de mi mandíbula. Suspendió el rostro cerca de mi oído y jadeó por la falta de aire.

—Quiero cogerte —susurró, al tanto que frotaba la punta de su nariz contra el cartílago de mi oreja.

Edmond se relamió los labios lentamente, intentando calmar esos deseos carnales que decía sentir cuando hablaba de mi cuerpo.

—Lohane... —Posó su belfo contra el lóbulo del que colgaba uno de mis aretes. Jugó con la joyería, mordiéndola y lamiéndola para que esta se frotara contra la piel de la zona—. Mi amor... —Sonrió con los labios apretados, ascendiendo su boca y deteniéndose en el cartílago—. Voy a mejorarme... Te lo prometo —dijo, bajando la zurda hasta mi cadera y empujándome otra vez contra su entrepierna—. Y cuando lo haga. —Lamió el cartílago, siguiendo la forma de este hasta volver al lóbulo—. Te cogeré tan bien que se te hará imposible querer estar con alguien más. —Atrapó el pezón consentido entre el dedo pulgar e índice de la diestra, apretándolo.

Gemí con fuerza. Había imaginado tantas veces este momento, quizás desde que me había llevado la contraria en la biblioteca; había imaginado todas las cosas que quería hacerle y que quería que él me hiciera. La mayoría de las veces la imaginación superaba a la realidad, pero en este momento, era todo lo contrario. Estar con él finalmente, era mucho mejor de lo que en algún momento pude haber deseado. Mis ojos, que permanecían entrecerrados, estaban pendientes a los movimientos del contrario, mirándolo con debilidad y vulnerabilidad.

—Sí... —fue lo único que pude decir.

Escondí mi rostro en el hueco entre el cuello y el pecho de él, para evitar que se alejara y pudiera observar lo roja que estaban mis mejillas.

Edmond soltó mis enrojecidos pechos y caló los brazos por debajo de mis glúteos, despegándome de la superficie del mueble, y de este modo levantándome para llevarme hasta la pequeña cama individual. Me acostó sobre el colchón, y mientras él sacaba un preservativo del interior de su pantalón, yo me tomé el placer de observarlo bajo la platinada luz de la luna. Él volvió hasta la cama y se subió, arrodillándose entre mis piernas semiflexionadas. Sus manos se acercaron hasta mis caderas. Tomó de los bordes de mis bragas, que de hecho no iban a conjunto con el sostén, y luego las deslizó por mis piernas, quintándomelas y dejándolas caer sobre las sábanas.

Sus ojos estaban absortos en aquel preciado y húmedo lugar. No pestañeaba, solamente respiraba por la boca, al igual que yo, agitado y sediento de más.

—Estás... —pronunció con dificultad, finalizando con una cargada exhalación.

Dejó caer su corbata a un lado de las bragas y con mucha prisa fue desabotonándose la camisa hasta poder deshacerse de ella.

Su cuerpo se posicionó sobre el mío, sosteniéndose únicamente con uno de sus brazos. Con su mano libre fue bajándose los bóxers. Después de haberme pedido que le abriera el preservativo, se lo colocó en el miembro.

Me atacaban un millón de sensaciones que sólo él había sido capaz de despertar.

Sentí como la punta de su miembro se dirigía hacia mi entrada, húmeda y deseosa de su ingreso. Mi boca comenzaba a salivar y mi interior se contraía de sólo saber que él estaría dentro de mí. Su glande presionó mi hinchada cima, luego bajaba hacia mi entrada, y volvía a subir. Edmond manipulaba su miembro de acuerdo a que tan fuerte gemía, era un hijo de puta muy inteligente. Entonces, cuando menos me lo esperaba, introdujo un par de centímetros que lograron arquearme la espalda.

—Te amo, Loha —murmuró cerca de mi boca, con la suya entreabierta.

Emitía un pausado y liberador gruñido.

El rostro de Edmond se quedaría grabado en mi memoria por el resto de mi vida. Sus labios entreabiertos, sus ojos sutilmente cerrados y el color rosado en sus mejillas. Alcé la mano y lo sostuve por la mandíbula. Quería que siguiera viéndome así, justo así.

Entraron otro par de centímetros más.

Mis cejas se curvaban hacia arriba y mis labios se abrían por sí solos, como si estuviera a punto de gritar. Era delicioso, abrumador. Mi palma libre se ceñía bruscamente contra las sábanas. Intenté contener el aire para acallar mis jadeos. Uno, dos.. no puedo seguir.

—Te amo —me repitió más cerca, más lento.

Hundió su miembro dentro de mí de una sola estocada, sacándome un ineludible y agudo gemido. Enterré mis dedos contra su mejilla, desesperada por su cercanía.

Intenté responderle, quise decir algo, sin embargo, las palabras me salían en pequeños gemidos, en balbuceos incoherentes. El vaivén comenzó a ser más rápido, entrando y saliendo dentro de mí. Su miembro golpeaba con algo, un punto exacto y rugoso que me provocaba espasmos incontrolables.

—Ahí. Ahí... Ahí —balbuceé, aferrando mis manos a sus hombros.

Sentía algo extraño, muy similar a mi primera vez en su departamento, pero... recién habíamos comenzado. Fui adormeciéndome, se sentía tan bien que por alguna razón comenzaron a brotarme lágrimas de los ojos. No me jodas que...

—Edmond. Ed... —Gemí, arrastrando mis manos hasta su pecho en un intento de apartarlo—. Amor.

Mi cuerpo se estremecía, y el castaño, sin dudarlo ni por un segundo, comenzó a martillear mi interior con más fuerza y rapidez.

—Quieta. —Jadeó, acercando sus labios hasta mi mejilla.

El sonido de mis fluidos chocando contra su pelvis hizo presencia más rápido de lo que pensé, la melodía que creaban nuestros cuerpos era embriagador. Una estocada, dos... y ahí vino el último espasmo. Esa vez ni siquiera fui capaz de gemir y gritar palabrotas, no había lugar para eso, sólo habían destellos blancos que nublaban mi visión.

Edmond me besó en la mejilla y luego en la frente, moviéndose muy despacio.

—¿Estás bien? —me preguntó, besando ahora mi comisura.

—Dame cinco... minutos.

Él soltó un comienzo de risa y asintió con la cabeza.

—Que sean dos —dijo, aún moviéndose lentamente dentro de mí.

Me sentía muerta, pero muerta de la mejor forma que pudieras imaginarte. Sentía una somnolencia única. El placer no dejaba lugar a ningún pensamiento, a ninguna preocupación o inseguridad.

Edmond salió de mi interior y se acomodó en su lugar. Me tomó por los tobillos y poco a poco fue alzándome las piernas hasta descansarlas sobre sus hombros.

—Vas a matarme –balbuceé, viéndolo con la respiración acelerada.

—Hoy no. —Sonrió.

Ambos nos quedamos callados, oyendo nuestras respiraciones. Sorprendentemente, la mía estaba más agitada y entrecortada que la suya.

—Edmond.

Agarró mis caderas con fuerza. Alzó la vista al oír su nombre, y se quedó viéndome a los ojos.

—Te amo.

—Yo también —respondió con un deletreo mudo que iba acompañado de una sonrisa de labios apretados.

Edmond volvió a introducirse dentro de mí, sintiéndose igual de bien que minutos atrás, incluso mejor. En esta posición, él tenía mayor alcance a mi punto G. Sus movimientos me hacían ver pequeños puntos de luz cada que cerraba los ojos. Era indescriptible. Por su culpa comencé a creer que en el diccionario no existían las suficientes palabras con las que pudiera describir este nivel de placer. Salía de mi interior con una tortuosa lentitud, y cuando volvía a entrar, era con una dura embestida. Cada vez que me penetraba, una nueva corriente de electricidad envolvía mi vientre. Los dedos de mis pies se contraían y mis piernas se ablandaban.

La forma en la que me había hecho gemir lastimó mis cuerdas vocales, mi garganta ardía.

—Más fuerte —supliqué.

Con las últimas reservas de fuerza y voluntad que me quedaban, empecé a alzar mis caderas para que, cada vez que él entrara y saliera, frotara su pelvis contra mi hinchada y sensible cima. Entre cada afónico gemido pedía más velocidad y más rudeza, quería más de él.

—¿Quieres que me venga otra vez? —le pregunté, como si yo no fuera la primera en decir «Me da asco que las personas hablen al tener sexo».

Él asintió con la cabeza, respiraba por la boca, exhausto y motivado por el placer. Sus hombros y su precioso rostro estaban perlados por una fina capa de sudor, podía divisar como las gotas se deslizaban por su sonrojada piel.

—Entonces cógeme duro.

Oí su suave y ronca risa, la misma que usaba cuando yo salía con una de mis barbaridades.

Su cuerpo fue abalanzándose encima del mío, de tal forma que mis rodillas quedaron totalmente inmovilizadas contra mi pecho. Mis piernas abrazaron sus hombros con más fuerza, debido a que sus embestidas se habían profundizado muchísimo más, tanto que existía la posibilidad de que lo siguiera sintiendo dentro de mí por unos cuantos días más.

El intenso cosquilleo en mi vientre fue un aviso.

—Sigue. Así —le supliqué. Lo tomé por los brazos con tanta fuerza que le sería imposible separarse de mí—. Ya casi. No... —Una neblina aún más espesa volvió a nublar mi capacidad de hablar y pensar al mismo tiempo—. No pares.

Definitivamente el collar favorito de Edmond eran mis piernas. Y, además, como un perro obediente, sabía hacerme caso. Por lo que, justo como yo le había pedido, siguió el mismo ritmo.

Mis ojos voltearon hacia atrás por un breve instante, para luego cerrarlos con fuerza. De mis labios salió un gemido mudo, incapaz de modularlo y darle un sonido apropiado. Mis piernas se tensaron y los dedos de mis pies se crisparon ante el cosquilleo que se volvió a acumular en mi vientre, culminando finalmente en un segundo y prolongado orgasmo. El miembro de Edmond palpitaba dentro de mí; no podía verlo, pero por la forma en la que el vaivén iba disminuyendo, pude determinar que él también había acabado.

Mis parpadeos eran perezosos, veía todo más brillante de lo que realmente era.

—Por Dios... —dijo Edmond, apoyando su frente contra la mía—. Espero no morir pronto.

Él se apartó con mucho cuidado, saliendo cuidadosamente de mi interior. Se quitó el preservativo y lo anudó, para después levantarse y tirarlo. Yo apenas era capaz de moverme, solamente me apetecía dormir durante semanas enteras. Me metí debajo de las sábanas y me acosté de lado para poder admirar como Edmond se subía los bóxers.

—Me dijiste que sería cuando te mejores —susurré.

Edmond me ve por encima del hombro, pero antes de acercarse a la cama, se acomoda el gorro, el cual cumplía el propósito de cubrir las secuelas de la quimio.

—¿Qué cosa? —Sonrió confundido.

Con mucho cuidado se subió a la cama, y cuando le hice un poco de lugar, se acostó a mi lado, con el cuerpo en dirección al mío.

—Dijiste que cuando te mejores me harías querer estar sólo contigo, que sólo voy a querer que seas tu quien me...

—No te mentí.

—Pero no estás mejor —dije en voz baja, mientras acariciaba sus hombros con las puntas de sus dedos.

Edmond tardó en entenderlo, pero cuando lo hizo, no dudó en estampar su boca contra la mía. Nos volvimos a entregar el uno al otro con un hambre desenfrenado, explorando cada rincón de nuestros cuerpos como si fuera la primera vez.

Sí, esa noche "dormimos" muchísimo.

Disculpen, ¿alguien vio alguna tanga por acá? Es que se me voló JAJAJAJAJA

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