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29 Mutua compañía

∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘

Ese día no pudimos viajar a San Diego. Edmond había sufrido una intensa y persistente fiebre; fui sensata y previendo lo que vendría a continuación del «No me estoy sintiendo muy bien», le acerqué un cubo de basura para que vomitara; luego, no quiso dormir durante el resto del día.

Edmond había cumplido 22 años y Micky ya había brindado por sus 18. Sus cumpleaños eran cercanos, ambos sagitarios. Ahora faltan dos días para nochebuena. Es el segundo día de invierno y aún no hemos visto ningún copo de nieve.

Él estaba de buen humor, lo cual significaba que no estaba tan adolorido como de costumbre. Sus dedos se arrastraban por las historietas que se acumulaban en las repisas a su derecha. Los colores eran dramáticos, sin mencionar que los títulos te invitaban a tomar alguno de sus tomos y echarle un vistazo. Sus yemas se detuvieron en el delgado lomo de una de las historietas. Él la sacó de la repisa y la hojeó rápidamente.

—¿Un cómic? —pregunté, curiosa.

—Es para Zeta. —Volteó la historieta y me mostró la portada. Era de un rojo desgastado, su título era «Wolverine» en mayúsculas y no llevaba ninguna descripción—. Del 1994. —Alzó las cejas, como si realmente le sorprendiera.

—¿Y le va a gustar?

—Le va a encantar —respondió, metiendo la historieta en la canasta vacía que llevaba colgando de la mano.

Su diestra libre volvió a encontrarse con mi zurda, entrelazando nuestros dedos y volviendo a jalar de mí para que lo siguiera entre los pasillos. Una de las cosas que más me gustaban del centro comercial de mi ciudad era su librería, no era gigantesca ni tampoco tenía los Best Sellers del momento, pero era muy completa. Encuentras obras interesantísimas si te propones buscarlas meticulosamente. 

—Me gusta que pongan música vieja cuando estamos cerca de navidad. —Me señaló el techo, alzando nuestras manos aún sujetas una a la otra.

Observé nuestros alrededores hasta que finalmente divisé uno de los cuantos estéreos que colgaban de las paredes. Me tomó unos pocos segundos poder reconocer la profunda y distinguida voz de Frank Sinatra.

Giramos hacia la derecha y luego nos sumergimos entre libros de filosofía y otros clásicos que te incitaban a la catarsis.

—¿Ya le compraste un regalo a Micky? —Cambió de tema, viéndome por encima del hombro. Aminoró el paso.

Asentí con la cabeza repetidas veces.

—Le compré una bufanda y un par de cosméticos cuando vine con mi mamá —Fruncí los labios, intentando recordar—. Un labial rojo, que recuerdo que se le había acabado; dos mascarillas para su skincare, de esas asiáticas; y un delineador negro.

—A todo eso —Edmond se detuvo en medio del pasillo y yo me acoplé intencionalmente contra su brazo—. ¿Ya le pediste perdón?

—S...no.

Su rostro expresó desaprobación, claramente estaba disgustado por mi respuesta. Él no soltó mi mano. Su ceño estaba fruncido, mientras que sus comisuras parecían descender progresivamente, no mucho, sólo lo suficiente como para darme a entender que no sonreiría. Se giró hasta quedarse frente a mí, viéndome severamente. Odiaba que me reprendiera, no porque él no tuviera la razón (que a veces juraba que no la tenía), sino porque verlo con esa cara me despertaba una inmensa necesidad de besarlo. No un pico, ni un beso breve; yo deseaba deshacerme de cada una de las prendas que cubrían su blanca y tersa piel.

—¿Y yo qué te dije, Loha?

El aire se me escapaba por la boca.

—Llámala antes de cenar, deja de alargar tanto las cosas. —Él, al notar que no parecía prestarle atención, me suelta la mano. Encaja las palmas en sus caderas y la canasta se suspende contra su pierna—. ¿Lo harás?

Mis mejillas dolieron; me estaba esforzando, realmente lo estaba haciendo. No podía aguantar. Dolía mucho. Mis comisuras me traicionaron y empezaron a temblar, no podía evitar que estas se alzaran. Intenté disimularlo (no pude). Sus ojos estaban puestos en mí, autoritarios y en busca de un «Sí» mínimamente franco.

—¿Te estás riendo? —Hundió el ceño.

Negué la cabeza rítmicamente. Claramente me estaba malinterpretando.

—Lohane. Te estoy hablando en serio.

La sonrisa fue inevitable. Ojalá un rayo (Edmond) me partiera en dos.

La cabeza del dulce extraño se ladeó un poco, muy semejante a cuando le dices «¡Comida!» a un perro, y este aún sin entenderte, sabe a qué te refieres. Sus ojos se deslizaron hacia los costados, custodiando la zona minuciosamente. Oh, ambos sabíamos que el pasillo de filosofía era uno de los más inhóspitos. Volvió a verme a los ojos, los suyos brillaban con picardía. Relamió su labio inferior y aquel sencillo gesto bastó para robarme un suspiro.

—Edmond. —Lo señalé con mi dedo índice—. Ahora no.

La canasta cayó, el ruido fue sordo.

[+18]

—Edmond —le advertí en un susurro.

Intenté retroceder, pero él me alcanzó. Me tomó por los hombros. Sus palmas se deslizaron por mis brazos y luego se posaron en mi cintura. Mi cuerpo se acercó por inercia, siquiera intentaba abstenerme al efecto que le infringía a mi piel: estaba a su merced, ardiendo bajo su custodia. Sentí la humedad de su aliento chocando contra mi mejilla. Oí su respiración, recordé lo acelerada que sonaba semanas atrás; delineaba mi mandíbula con la punta de su lengua, podía imaginármelo entre mis piernas; las yemas de sus dedos se arrastraban por mi espalda baja y hacían fricción contra la tela de mis vaqueros, lo percibía con intensidad, como si lo único que cubriera mi cuerpo fueran mis bragas. Los flashbacks de nuestra primera vez destellaron en mi memoria. Las imágenes me embriagaban, tan nítidas y vívidas que podía sentir las sábanas bajo mi cuerpo.

—¿Por qué no me escuchas cuando te hablo? —murmuró contra mi cuello.

Edmond sabía qué tipos de juegos eran los que me gustaban. El papel era suyo, era inmejorable, era perfecto.

La realidad me sofocó en cuanto mi espalda se chocó contra uno de los libreros de madera. Él se inmutó ante el golpe, sin embargo, pareció gustarle la sorpresa que mis ojos delataban. Sus labios se arrastraron por mi clavícula, apresándome contra las repisas. Volvió a subir, besando y lamiendo la zona de mi garganta. Ahogué un gemido, apretando tanto los labios que temí que estos sangraran.

—Edmond. —Jadeé, intentando completar la oración—. Basta.

Sus dedos acariciaron los bordes de mis vaqueros y antes de que yo pudiera suplicarle una vez más, caló ambas manos. Sus palmas cubrieron mis frías nalgas, presionándolas con los dedos y empujándome hacia adelante en repetidas veces. Mis dedos temblaron contra sus hombros, intentaba sostenerme de él. La vida se volvía inestable, todo es era tan pequeño y aburrido en comparación a Edmond. Sentía la boca seca, estaba sedienta de cosas que no quisiera describir.

—¿Llamarás a Micky por la tarde? —me preguntó, arañando suavemente mi piel.

Los vellos de los brazos se me erizaron y percibí como las cimas de mis pezones se rozaban contra mi sostén, que de haber sido una copa adecuada a mis pechos, no estarían sufriendo de una sensibilidad tan obvia y jodidamente deliciosa.

Asentí débilmente. Era incapaz de pronunciar una sola palabra sin gemir.

Sus labios descansaron contra mi mejilla, algo a su izquierda pareció llamarle la atención. Ambos nos quedamos inmóviles, oyendo las frenéticas pulsaciones de nuestros corazones. Mi respiración se contraía al notar su erección contra mi vientre. El mundo se deshacía suavemente. Mis deseos se volvían impuros y egoístas. Qué más daba si nos veían. Todo me daba igual. Las uñas de sus pulgares marcaron los dorsos de mis glúteos, arañándolos hasta salir del interior de mis vaqueros. Besó mi mejilla y cuando recompuso su postura la acarició con su pulgar.

—No lo vuelvas a hacer —le dije, con mis dedos temblorosos aún sujetos a la capucha de su abrigo.

—Oblígame.

Alcé la vista, encontrándome con una sonrisa llena de lascivia, la misma estaba compenetrada al histérico sufrir que su belleza me causaba. Sus mejillas estaban sonrojadas y pude admirar como el brillo de sus ojos todavía persistía. Edmond recogió la canasta del piso y la sujetó frente a su entrepierna, intentando ocultar su notable erección.

—Quedémonos aquí un rato —pidió

Se me escapó una risa nasal y este inconveniente da pie a una seguidilla de carcajadas y señalamientos a su entrepierna. Nos detuvimos alrededor de unos tres o cinco minutos para que se le tranquilizara el pajarito y me era imposible no molestarlo mientras observábamos los libros a nuestros costados. Edmond necesitó de una simple y corta oración para que finalmente cerrara el pico: «No eran mis piernas las que temblaban». El remate estuvo bien, me hizo reír, pero eso no le descontó ni uno de los puñetazos que le di en el hombro.

Salimos del centro comercial con más de una bolsa. Edmond le había comprado la historieta de Wolverine para Zeta, a mí me compró (luego de hostigarlo y amenazarlo con hacerlo padecer de abstinencia sexual) El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y como autoregalo adquirió la segunda parte del Psicoanalista de John Katzenbach. Yo, por otro lado, me tomé el lujo de comprarnos la merienda. No era tacaña (claro que lo soy, sin embargo este no es el caso), sino que ya había gastado el pago de este y el anterior mes en los regalos secretos para Micky, Edmond y mi familia (¡Que barbaridad!).

—¿Vas a acompañarme a la simulación de mi radioterapia? —me preguntó, mientras caminábamos por la Avenida Tulare, más o menos a tres o cuatro calles del Hospital Comunitario de la ciudad—. Tengo un poco de... miedo —susurró lo último.

Una presión se instaló en mi pecho, es una sensación que me azotaba fuertemente. La ansiedad estaba allí, en una maliciosa inmovilidad, preparada para despertar en cualquier instante. A veces costaba asumir el rol que le había rogado por adquirir: la del compañerismo. Edmond se había negado numerosas veces a contarme su situación a mayor profundidad. Me tomó un tiempo, quizá no tanto como pensé desde que había recibido su primer «Todo está bien» (una injusta evasión), pero fue el suficiente como para mentalizarme y llenarme de valor. Tendría que ser tan fuerte como él, debía demostrárselo día a día incluso frente a los peores pronósticos. Decidimos que él sería totalmente transparente en cuanto al proceso de su leucemia, de los altos y bajos, y de ser yo quien velara por él en sus peores noches.

Ahora bien, seguía sin ser tan fácil. Hasta ahora no había tenido el valor de poner un sólo pie en el hospital en el que lo tratarían. Me daban escalofríos de sólo pensarlo. La soledad, la muerte y el olor a desinfectante. Pensé que aquel rechazo hacia los hospitales podía tener como origen las veces en las que había ingresado al hospital por conductas suicidas: una sin consecuencias y otra que me derivaría a un psiquiatra con el que debía tener sesiones obligatorias. Pero no, ni siquiera se me había asomado tal idea. El miedo residía del problema que ahora tenía como prioridad: la enfermedad que amenazaba con arrebatarme al hombre del que me estaba enamorando tan profundamente.

La palma de Edmond se hundió en mi cadera, insistiendo en mi respuesta.

—Sí.

—¿También te asusta? —Él me observó con gentileza, como si quisiera comprender la expresión de mi rostro.

Nos detuvimos en la acera, esperando a que el semáforo cambiara a rojo. Alcé la vista, encontrándome con sus ojos, y sin lograr decirle nada, asentí suavemente con la cabeza. «Tan asustada como tú» pensé.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Permíteme explicarte, a principios de noviembre tuve mis dudas, eran leves, no obstante ahí estaban. Edmond tenía moretones nuevos al menos una o dos veces por semana; yo le preguntaba «¿Qué te has hecho?» y él, recién percatándose del aspecto de aquellas marcas, me respondía «No sé. No las había visto»; por ende, mi primera deducción fue la anemia. Tengo una prima que padece de la misma, por lo que no me fue difícil darme cuenta de las conexiones de varios de sus síntomas. Entonces, luego de unas semanas en las que las cosas parecieron empeorar, más bien, cuando la sangre ya no brotaba únicamente de sus fosas nasales, sino también de sus encías, él me lo dijo. «Tengo leucemia», hubo un silencio bastante largo, nunca lo había oído de una persona adulta, únicamente de niños, y al notar mi desconcierto, Edmond añade «Se dieron cuenta cuando me hicieron los análisis de sangre del chequeo general que la gerente me había pedido. ¿Lo recuerdas? Bueno, creo que tuve suerte. A la mayoría se lo diagnostican meses o semanas antes de morir». Me heló la sangre y esa misma tarde tuve uno de los ataques de pánico más intensos y agobiantes que alguna vez había experimentado. Lloré durante horas contra el pecho de Edmond, no había forma de tranquilizarme.

Desde ese momento nos comprometimos (otra vez tuve que suplicárselo) a compartirme su enfermedad. La tomaríamos con cierta naturalidad para así quitarle el horroroso estigma que tanto parecía asustarle a Edmond. A diferencia de mí, él empezaba a dominarlo con más calma, y no porque el dolor y el miedo estuviera reteniéndolo hasta quedarse a solas en su habitación, sino porque estaba convencido de que «Todo estará bien».

A veces... Cuando me sentaba a escribir en mi diario, evitaba hablar acerca del cáncer. El concepto que estaba teniendo acerca de nuestro futuro me aterrorizaba. No era capaz de reconciliarme con el dolor que estaba sintiendo, nadie lograba apaciguar este miedo que iba consumiéndome rápidamente.

Te sudan las manos —susurré detrás de Edmond, acariciando el centro de sus palmas.

Él permanecía en silencio. Lo único que cubría su delgado cuerpo era una bata de paciente, no es tan fea como me la imaginaba, ni tampoco tenía el culo al aire. Edmond me vio por encima del hombro, sus pupilas estaban dilatadas. Su rostro no evidenciaba nada en especial, pero sus ojos... Mierda, él parecía horrorizado.

—Sólo tomarán las medidas de tu cuerpo. —Adherí mi mejilla contra su espalda, hablándole con calma. Me había informado ampliamente acerca de los procedimientos—. Te harán algunas marquitas en la piel.

Ascendí mis manos hasta llegar a su pecho. Edmond respiraba con dificultad.

—Es sólo eso: una simulación.

La puerta del consultorio se abrió y el oncólogo que acompañaría a Edmond durante sus tratamientos nos sonrió con cierta compasión.

Todo estará bien —le susurré antes de apartarme de su cuerpo.

—Hoy haremos una última revisión antes de comenzar oficialmente con la radioterapia —explicó el doctor, uniendo sus palmas cubiertas por guantes descartables.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Edmond no había tardado en salir del consultorio. Se detuvo frente a la puerta, subiéndose la cremallera de su abrigo mientras conversaba con el doctor. Lo observé desde el pasillo, sentada junto a las bolsas de nuestras compras. Edmond se despidió y se acercó hasta mí con los labios apretados y las manos metidas en los bolsillos.

—Llegamos a un acuerdo —me comentó.

—¿Ah sí? —Alcé las cejas. No sabía qué esperar.

Él recogió un par de bolsas, las menos pesadas, pues yo no dejaba que las cargase. Me puse de pie. Las bolsas de papel en las que estaban nuestros libros ahora colgaban de mi mano zurda.

—Voy a residir en el hospital mínimo por un mes, ya tengo reservada una habitación para después de navidad.

—¿Al otro día? —Arrugué el ceño.

Él asintió con la cabeza, volviendo a presionar sus labios hasta formar una larga y entristecedora línea. Frené para verlo a los ojos; estaban enrojecidos y aún había un rastro de humedad en ellos. Rodeé uno de sus brazos con mi mano libre y, cuando lo presioné con mis dedos, comenzamos a avanzar en dirección a la salida.

—¿No puede ser antes? —mi pregunta sonó más preocupada que las anteriores.

—Sí, pero no pueden encerrarme en una habitación sin mi consentimiento. No quiero pasar la navidad en este lugar. —Sus labios crearon un pequeño espacio. Hubo un corto silencio. Sólo oía como la puerta de cristal se cerraba detrás nuestro—. No este año. Quizá en el siguiente hasta me parezca entretenido llevar un gorrito navideño mientras que me traslado junto a un carrito con suero.

—Sí, quizá nos parezca entretenido —murmuré, viéndolo por el rabillo de mis ojos.

Sus comisuras se alzan. Admiro cómo es que sus labios aún tenían la voluntad de sonreír. Su fuerza habitaba en nuestra mutua compañía. Edmond comenzaba a necesitarme tanto como yo lo había necesitado a él. «Se dice que la miseria entre dos es soportable», Julio Verne.

—Edmond.

—¿Sí? —La sonrisa seguía allí, muy sutil y dolorosamente afable.

—¿Trajiste tu cámara?

Este es el primer capítulo que escribo luego de un año muy conflictivo. Sin embargo, con un enorme orgullo, puedo admitirles que me siento feliz de tener momentos como estos en donde puedo sentirme útil y creativa.
La depresión aún no termina, es difícil derrotarla, pero no imposible. En una de mis más crudas recaídas me propuse la meta de terminar de escribir este libro, y acá estoy, cumpliéndola de a poquito. Despacio, pero con la seguridad de que el mundo no se acabó a los 16 años.

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