20 Otra vida
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Que triste y tediosa se tiende la vida al hablar de uno mismo, no me malinterpretes, debería de ser un pasaje ameno y lucrativo en términos de la autoexploración; sin embargo, el viaje se torna ciertamente agotador cuando en nuestro interior albergamos una dualidad entre el yo y un ente que susurra la derrota de lo que aún no hemos conocido. No es necesario enfrentarse, pues para el ente ya habrás levatando la bandera blanca. Es difícil asomarse a nuestra más cruda intimidad; analizar nuestras respuestas hacia los diferentes estímulos que se nos plantea en la vida. La introspección se vuelve fatalista para quienes sufren del síndrome del impostor con frecuencia.
Déjame explicártelo brevemente: este fenómeno tiende a hundirnos con sentimientos y pensamientos irrevocables acerca del fracaso. A pesar de que estés haciendo las cosas objetivamente bien; consiguiendo logros y reconocimiento, tanto en situaciones laborales/académicas o en círculos sociales, siempre habrá una segunda voz que te hará pensar que no te lo mereces. «No eres merecedor».
Esto puedo atribuirlo a diversos factores, tales como: la autoexigencia desmedida, el perfeccionismo, las constantes comparaciones hacia quienes me rodean en un mismo rubro laboral y por supuesto... el inminente y controversial miedo al fracaso.
Gracias mamá y papá, agradezco su legado tan divino. Si no fuera por ustedes ahora estaría viviendo lo que queda de mi juventud con más libertad y menos presiones (provenientes de ideales erróneos de lo que podría haber sido mi yo futuro). No los culpo, es sólo un poco de humor con una pequeña pizca de traumas familiares. Ellos siempre quisieron lo mejor para mí. Un Edmond con un título universitario, con sueños rígidos que algún día darán frutos monetarios, y que obviamente, vive en un departamento con buena vista. Ahora, a mis veintidós años, puedo revelarles que el último requisito sí lo estoy cumpliendo, no de la forma en la que ellos desearían, pero es que mi piso tiene una vista de puta madre.
Observé como el moho de mi techo fue extendiéndose hasta el otro extremo de mi habitación; antes parecía ilustrar una verdosa y húmeda vara con espinas, no obstante, mientras más se extendía, más se asemejaba a una rosa. ¿Cuántas veces me he quejado del moho con la casera? Muchísimas. Le dije que la denunciaría con la vía civil por daños y perjuicios al primer indicio de una congestión nasal. ¿Realmente lo haré? No creo, me sería más rentable mudarme otra vez.
Mi problema inicial estaba allí: los malos días nunca se acababan, sólo aminoraban. En ese punto solamente logré sacarle la parte humorística a cada asunto complicado. Me rendí ante la idea de que la mala suerte ya era parte de mi naturaleza.
¿Era...? Era el día doce de un largo e interminable noviembre. Para fines de marzo ya debería de tener mi portafolio listo. Se suponía que las fotos se exhibirían durante las vacaciones; nuestra primera presentación formal. Asistirían compradores potenciales y más de un artista amateur. Acaricié las páginas de mi portafolio, seguían vacías, carentes de arte. Esta era una oportunidad única en la vida de un estudiante de fotografía y la apuesta aumentaba cuando teníamos en cuenta que no provenía de una universidad prestigiosa, sino de un taller oculto tras los edificios de una ciudad equis.
Fresno es un lugar acogedor y con muchas oportunidades laborales, pero como Lohane una vez dijo: «Aquí los sueños mueren». Uno se siente a gusto, sin embargo, pareciera haber una barrera que no te permite soñar más allá de una casa y un par de hijos. Conformarse es la mejor forma de mantenerse contento, y lamentablemente, ninguno de los dos fuimos hechos para eso.
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Mordía la desgastada goma de mi lapicero, las ideas no afloraban y se me daba bastante bien frustrarme por cualquier cosa. Cambié de postura: crucé las piernas sobre la superficie de la mesa y sostuve la libreta por encima de mi regazo.
¿Yo soy...?
Nací en Canadá, viví allí hasta meses después de haber cumplido los diecinueve. Tiendo a extrañar los guisantes de papá y su terrible sentido del humor, pero no hay cosa que extrañe más que a mi dulce cama de una plaza con sábanas de Los caballeros del Zodiaco. En esa casa adquirí diversos gustos que a día de hoy persisten. Por culpa de papá tengo una inmensa adicción hacia el pollo frito, y claro, que nunca falte nuestro canal de pesca que solía dar a las seis de la tarde. Por otro lado, mamá me inculcó cierta afición hacia los discos de The Smiths; recuerdo escucharlos desde el patio mientras que cosechábamos sus hierbas medicinales de la huerta. Ella impartía una sensibilidad inigualable así como mi papá atribuía una enorme simpatía, un hombre muy alegre y altamente social. Estaban hechos el uno para el otro.
De alguna forma, aún teniendo un hogar donde la comprensión abundaba y la contención era sólida, sentía que algo estaba mal conmigo. Habré estado pisando los primeros años de preparatoria cuando me di cuenta de que algo me faltaba. Estaba albergando un enorme vacío que no podía ser llenado ni con la fe que profesaba en ese entonces. Nunca me desvinculé de la religión, y a pesar de haberme distanciado en diferentes ocasiones, siempre volvía como un perro con la cola entre las patas. Pero no. Esta vez Dios no parecía tener la solución a mi problema o quizá era yo quien no podía hallar las respuestas en él.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! —Oí la voz del vecino de arriba. Este golpeó las baquetas de su batería al unísono del conteo, y segundos después, empezó una percusión de platillos y tambores a los que lamentablemente ya me estaba acostumbrando.
—¡Zeta! —le grité desde mi habitación.
Fruncí el ceño, manteniendo la vista fija en el techo floreado de moho. Escuchaba como los pedales golpeaban los bombos, creando un ritmo más rápido y caótico; a esto se le sumaba el controlado y a la vez errático golpeteo de las baquetas contra los platillos. Era sorprendente que sus muñecas siguieran siendo funcionales, o al menos lo eran parcialmente.
Me levanté de la silla y caminé hasta la cocina. Volví con una escoba en mano y me subí encima del colchón de la cama, intentando mantener el equilibrio.
—¡Zeta, carajo! ¡Son las once de la noche! —Mi voz apenas era audible por encima de su rítmica batería. Alcé la escoba y comencé a golpear el techo hasta que el edificio se sumió en un largo silencio.
Las baquetas cayeron al suelo y sus pesadas botas hicieron tambalear el foco que colgaba del techo.
—¡¿Estás despierto, vecino?! —preguntó Zeta, con el característico entusiasmo que su voz delataba cada que cruzábamos palabras.
—¡¿Y qué te parece?!
Me bajé de la cama y recargué la escoba contra mi armario. Me había dado un leve mareo, por lo que no tarde en volver a sentarme.
—¡Una disculpa!
Eché la cabeza hacia atrás, observando el techo en silencio. Oía sus pisadas, supuse que estaría guardando sus cosas.
—¡No pasa nada! —le dije, por más que fuese mentira. No me nacía ser un vecino aburrido cuando él era tan agradable y considerado conmigo.
Me volví a cruzar de brazos y meneé mi silla de adelante hacia atrás. La inspiración se me había cortado, quizá esto sólo era una pérdida de tiempo. Le diré a Lohane que lo de la autobiografía fue un fracaso, pero... mierda. Bueno. Vamos a intentarlo una vez más.
Mi mamá siempre me había acompañado en este dolor, ella me entendía mejor que nadie. Me sentía como una fea vasija de antaño, y por el contrario, mamá siempre me recordaba que yo era el tesoro más preciado en esa casa. Me enseñó que esto que estaba sintiendo no era malo, sin embargo, no debía acostumbrarme a vivir con ello. No estaba obligado a que mi vida de ahora en adelante fuera una miseria.
Comencé a ir a terapia desde muy pequeño.
Nunca me sentí cómodo con el molde en el que me hicieron, lo sentía injusto. ¿Por qué yo? Lo tengo todo.
Mi mamá tenía muchas metáforas acerca de las vasijas, no porque el humano se asemejara al mero material de un objeto, sino porque era más fácil explicármelo de esa forma. Tenía muy en cuenta la fragilidad de las vasijas de la abuela, con eso lo había entendido todo. Ella conocía su estructura mejor que nadie; un paralelismo de lo que ella veía a través del espejo. La habían hecho del mismo molde que el mío: ahuecado y con piezas faltantes.
Que errado estaba al asumir que las cosas mejorarían por si solas.
Ahora deseo tener otra vida.
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Mi espalda fue arrastrándose lentamente contra los fríos azulejos del baño. Me senté encima de una toalla húmeda y cubrí mis labios con la libreta. Una cuerda se asomaba a mi cabeza, bajaba con gracia y lentamente iba arraigándose a mi delgado cuello. Quería prensar mi tráquea, quería infringirme un dolor sin igual. Suspiré con desdén y abracé mis piernas, dejando que la libreta se suspendiera entre mis labios y mis rodillas. No podía seguir. No quería rememorar el pasado.
Alcé la vista hasta el lavamanos frente a mí, el pequeño foco que había colocado encima del espejo llevaba titilando por horas. Tendría que cambiarlo.
Pienso mucho en el suicidio, no en el mío, sino en el de los demás. A veces me pregunto si se arrepienten de haber tomado esa decisión o si sentirán paz al hacerlo. La vida de uno se puede apagar de maneras tan dolorosas que se me dificulta encontrar plenitud en la mismísima muerte.
Llevo un par de años haciendo lo mismo: cruzando calles en verde o metiéndome en autopistas en plenas horas de la noche. Al principio creía que inconscientemente buscaba quitarme la vida, pero había un trasfondo que se ligaba íntimamente con la experiencia de mi mamá. Anhelaba saber que habría segundos antes del impacto. ¿Recuerdos? ¿Un sin fin de razones por las cuales detenerme? ¿O una premisa de lo que podría haber sido mi futuro? Una esposa, quizá dos niñas y un trabajo estable. Nada de esto pasó: no vi recuerdos, ni razones, ni premisas. No veía nada más allá de las luces. Sabía que no moriría.
Lo hice un total de cuatro veces en estos cuatro años. Decidí detenerme. Esta epifanía de encontrar algo antes de la muerte acabaría en una desgracia, no en la mía (la cual quizá hasta me la tendría merecida por lo egoísta que se estaba tornando la actividad) sino en la de un inocente.
Tenía dieciséis años. Había sido capaz de comprar mi primera cámara profesional, era el fruto de varios ahorros y más de treinta y cinco horas semanales en un carrito de hot dogs. No éramos una familia de escasos recursos, pero tampoco teníamos la alacena llena de comida. Mis padres siempre se esmeraban en apoyarme económicamente; al menos dos veces a la semana me dejaban quedarme con el cambio de la mercadería. Mamá me dejaba el vuelto de su almuerzo; en ocasiones el monto era tanto que me hacía creer que simplemente se había saltado el almuerzo en la oficina.
Había perdido el boleto del bus y aún así no me importaba. ¡Tenía una Nikon D850! El hambre había pasado a segundo plano y las plantas de mis pies se habían olvidado del ardor que me provocaban las plantillas de mis zapatillas. La única cosa que tenía bien metida en la cabeza era mi cámara y mi mamá. Ella se iba a poner tan contenta.
̶S̶i̶g̶o̶ ̶c̶r̶e̶y̶e̶n̶d̶o̶ ̶q̶u̶e̶ ̶l̶a̶ ̶c̶u̶l̶p̶a̶ ̶e̶s̶ ̶m̶í̶a̶. ¿Por qué no me lo dijo? Arruinó nuestras vidas de un día para otro.
—Murió con el egoísmo en alto —murmuró mi compañera del instituto.
Los instintos más longevos y violentos del ser humano habían recorrido cada una de las venas de mi cuerpo. Quería asfixiarla con mis propias manos. ¿Cómo podía haber hablado así de mi mamá? Yo... yo lo que realmente quería era... l̶l̶o̶r̶a̶r̶ sentarme a descansar.
¿̶P̶o̶r̶ ̶q̶u̶é̶?̶ ̶¿̶P̶o̶r̶ ̶q̶u̶é̶?̶ ̶¿̶P̶o̶r̶ ̶q̶u̶é̶?̶
Era un 28 de septiembre. Todas las luces de casa se encontraban apagadas. Era medianoche y mamá debería haber vuelto del trabajo hace ya un par de horas. ¿Se había olvidado de encenderlas?
Avancé por el angosto pasillo de casa. A mi derecha estaba la puerta de mi habitación y a la izquierda estaba la de mis padres, unos pasos más y crucé delante del baño: la puerta estaba abierta. Mis labios habían dibujado una enorme sonrisa y mis dientes eran visibles a pesar de lo chuecos que se veían. La sonrisa ya no me cabía en la cara. Desaté los cordones de mis zapatillas entre brincos de un sólo pie, nadie podía entrar al estudio de mamá con los zapatos puestos.
—¡Ya la compré!
Giré el pomo de la puerta y antes de entrar al estudio encendí la luz. Podía imaginármela tras el escritorio, alzando la vista y quitándose sus lentes cuadrados. «¡Lo hiciste!», diría con emoción. Pero no hubo nada; siquiera podía oír el molesto traqueteo que emitían las teclas de su máquina de escribir, sólo había silencio.
—¿Ma...?
Sus pies estaban pálidos, suspendiéndose frente a mi torso. Fui alzando la vista. Ella no podía ser mi mamá, no podía...
Deslicé mis dedos por uno de sus tobillos, acariciando su pie desnudo. Todo se había acabado. Desde ese día todo se había vuelto insignificante.
Mi labio inferior comenzó a temblar con frenesí y mis dientes castañeteaban dolorosamente; la habitación estaba helada aún estando en el auge de la primavera. Hundí el mentón contra la carne de sus muslos y me quedé observando su lánguido cuello, estaba envuelto por una gruesa cuerda de marinero. ¿Desde cuando teníamos una cuerda de marinero en casa? ¿Por qué la tendríamos?
¿Qué tan triste estabas, mamá? ¿Cómo es que podías ocultarlo tan bien? Me arrebataste todo lo que me habías dado. Mataste a una amiga, mataste a una madre, mataste a una esposa. Nos dejaste a mí y a papá. Solos. Perdidos. Ausentes.
Rompiste la vasija. La dejaste caer.
Yo fui quien desató el nudo de tu cuerda. Yo fui quien te bajó del techo. Yo fui quien se sentó junto a ti a esperar a que la ambulancia llegara. ¿Dónde estuvo papá en todo esto? ¿Dónde estaban todos? Las lágrimas no bastaban. Era incapaz de sentir pena por ti. Estoy herido. Detesto odiarte de la manera en la que lo hago.
O̶d̶i̶a̶r̶í̶a̶ ̶n̶o̶ ̶p̶o̶d̶e̶r̶ ̶a̶c̶o̶r̶d̶a̶r̶m̶e̶ ̶d̶e̶ ̶t̶i̶, p̶e̶r̶o̶ ̶h̶a̶c̶e̶r̶l̶o̶ ̶s̶e̶ ̶v̶u̶e̶l̶v̶e̶ ̶e̶n̶ ̶u̶n̶ ̶d̶e̶s̶e̶o̶ ̶f̶r̶e̶c̶u̶e̶n̶t̶e̶. Todos los 28 de septiembre pierdo la cabeza. No puedo recuperarme. Todo me parece tan falso, tan insulso.
Papá casi no pregunta por mí. La vida ya no es interesante sin ti.
∘◦༺ ★ ༻◦∘
No podía quedarme quieto, sencillamente no debía de recurrir al ocio si quería sentirme mejor.
Estaba mejorando. Como si me hubiera comprado un nuevo bastón para mantenerme de pie.
Abrí las cortinas del ventanal de la sala, aquí estaba la razón de todo. El edificio estaba maltratado y se encontraba bastante lejos del centro de la ciudad, pero tenía una de las mejores vistas de la ciudad. Mi piso no era el más alto ni tampoco estábamos rodeados por un montón de edificios de primera clase, sino que había enormes arboledas rodeadas por uno de los preciados lagos de California. Era fascinante; una vista por la cual podía tolerar más de una fuga en las tuberías o un esparcimiento de moho en el techo de mi habitación.
Un paisaje que me gustaría compartírselo algún día a una extraña.
Me senté en el sofá y tomé un cojín entre mis manos, la estaba sosteniendo frente a mi cara. Mis dedos arrugaron sus extremos color café y un largo suspiro partió de mis labios; seguidamente, estampé el almohadón contra mi cara. Ahogué mis gritos para que ningún vecino se molestara. No eran gritos de ira, sino de frustración.
Sinceramente nunca tuve intenciones de morir, porque sé que de siete días malos cinco podrían ser buenos. Además, tengo tanta mala suerte que si intentase colgarme del techo, tendría el 90% de posibilidades de desnucarme y quedarme agonizando durante horas. De no darse de este modo, el techo podría llegar a caérseme encima, dejándome tetrapléjico de por vida. En fin, no deseo suicidarme...
Sonó el timbre de mi departamento y rápidamente retiré el cojín de mi cara, haciéndolo a un lado. Me levanté del sofá y di silenciosos pasos hasta la puerta. Eran ya casi las doce de la noche.
—Soy yo, vecino. —Escuché la voz de Zeta.
Sentí un inmenso alivio al saber que era él, por un momento pensé que sería la vecina de abajo quejándose de que hiciera tanto ruido. Era demasiado quisquillosa con sus horarios.
—Vuelve mañana —respondí, asomándome a la mirilla de la puerta para poder verlo.
—Siempre dices lo mismo —murmuró, viendo hacia los costados—. Tampoco es tan tarde.
—Son casi las una.
Sus ojos cafés voltearon hacia atrás hasta quedar en blanco y su boca expulsó una honda exhalación. Ladeó la cabeza varias veces y alzó la mano, como quitándole importancia.
—Está bien. Mañana entonces.
Zeta se puso en marcha y antes de que yo pudiera apartarme de la mirilla, retrocedió rápidamente y fijó sus ojos en el centro de la puerta, como si estuviera viéndome.
—¿Querías las rosas para la semana siguiente? —preguntó.
—Sí.
Soy lágrimas. Chau.
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