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18 Enteramente suya

L O H A N E

Edmond se oía diferente: hablaba con fatiga. Él no solía ser una persona orgullosa ni mucho menos conflictiva, pero cuando él decía «No», no había manera de hacerlo ceder. A veces me sentía satisfecha con el poder que el extraño le había proporcionado a mis palabras, más bien, a mis súplicas. Aunque a veces tenía sus desventajas, pues era fácil echármelo en cara cuando yo me comportaba como una caprichosa. Lo que quiero decir con todo esto, es que Edmond se había negado a algo tan simple como ir al hospital. No me hubiera preocupado tanto si no fuera porque era la segunda vez en el mes que lo veía encerrarse en el baño con la nariz sangrando.

Me quedé sentada tras el mostrador, reescribiendo la lista que la sangre había dañado. Cada tanto alzaba los ojos, viendo a Edmond conversar con la gerente en una de las mesas en la parte frontal de la cafetería. No se la veía molesta, más bien había cierta preocupación en su ceño fruncido. Sus ojos cafés brillaban bajo la tenue iluminación de las luces colgantes, había cautela. No podía oírlos. Quería saber de qué hablaban. ¿Una reprensión? ¿Una advertencia? ¿O sólo un consejo acerca de su salud?

Apoyé mi codo en la superficie de madera, acunando mi mejilla mientras los espiaba; especulaba acerca de la razón por la cual ambos se habían alejado a conversar.

—Que color de mierda. —Oí la voz de Jeremy tras mi silla.

Lo vi por encima de mi hombro, en sus manos llevaba dos latas de pintura que chocaban contra sus piernas. El color era amarillo, demasiado intenso para el agrado de la mayoría.

—Lo eligió la gerente —le dije

El rubio hizo una mueca de espanto, queriéndome sacar una sonrisa con esa tontería, pero falló en el intento, por lo que sus facciones volvieron a ser parte de una expresión neutra. Sentí que reírme en este momento sería impertinente, aunque, si tenía que ser sincera, mi buen humor había decaído en picada.

—Entonces me encanta. Muy bonito color. —Canturreó, cargando las latas hasta acercarse a una de las paredes laterales de la cafetería.

Pintaríamos únicamente las paredes de cemento, ya que las demás estaban constituidas por ladrillos barnizados. Me alegraba que así fuera, reducía nuestro trabajo extra a una jornada de menos de dos horas. Dinero extra es dinero extra, ¿Quién puede resistirse?

∘◦༺ ★ ༻◦∘

La gerente subió el cierre de su abrigo y resguardó la nariz tras su bufanda color aceituna. Ella volteó hacia nosotros y nos saludó con la mano libre, la otra, mientras tanto, abrió la puerta de la cafetería. Ella se fue.

La sonrisa que tanto intentábamos sostener se esfumó en cuestión de segundos.

—¿Te van a echar, Ed? —Amanda fue la primera en romper el silencio que se había establecido.

Edmond soltó una risa que se asemejaba a un resoplido y negó suavemente con la cabeza.

—Me pidió que me haga un examen completo en el hospital —respondió, remangando su suéter bordó.

—Ugh. —Bufó Jeremy. Posó las manos en sus caderas e hizo un mohín con los labios, parecían cuarteados por el frío—. Van a dejarte los bolsillos más secos que la vagin...

—Jeremy —le advirtió Amanda, azotándole la nuca con la mano abierta.

Amanda y Edmond fueron los únicos en reírse, sin embargo, sus risas sonaba amargas. Bastante incómoda.

—Tendrás que mejorar tus chistes si es que no quieres terminar empalado en medio del centro de Fresno —le sermoneó Amanda, llevándose a Jeremy por el brazo.

El rubio se tomó su tiempo al quitarle el plástico a los rodillos nuevos, mientras que Amanda seguía acomodando periódicos viejos contra los bordes de las paredes que pintaríamos.

Me acerqué a Edmond, pero él no se había percatado de mi intención. Quería (exigía) hablar con él.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Arrastré el dorso de mi diestra por mi sudorosa frente. La calefacción terminaría por matarnos, pero Edmond se mantenía con la firme idea de que era yo y mis revoltosas hormonas, que el calor no era para tanto. Alisé una de las hojas del periódico con mis pies, arrimándola un poco más a la pared.

Extendí mi brazo hacia el último cuadro que quedaba por quitar, pero unas manos bastantes curiosas se deslizaron por mi cintura. Sus dedos me acariciaron dulcemente por encima de la camiseta deslavada que llevaba puesta. Descendió cuidadosamente hasta mi vientre y sentí como la posteridad de mi cabeza se hundió suavemente contra su pecho. Vi como sus pálidos dedos se entrelazaban unos con los otros hasta apresarme completamente contra su torso. Varios mechones cafés se asomaron por mi pómulo y sien. Las hebras rozaron mi piel, provocándome intensas cosquillas. Noté que había cambiado de colonia, era igual de seca y barata que la anterior, hecho que me hacía debatir mis gustos. Gracias a ese sencillo cuestionamiento supe que lo que me embriagaba no era el aroma en sí, sino la piel que florecía bajo ella.

Terroso y amaderado, con cálidas notas de canela, pimienta y madera de ámbar. Edmond olía a invierno. Apasionado, pero nunca abrumador.

—¿Cómo era el nombre de la pintura? —preguntó con los labios cerca de mi oreja.

Edmond dejó un casto beso en mi mandíbula y en ese momento las cosquillas se trasladaron a mi vientre, bajo sus manos.

—Amarillo pollito —susurré, observándolo por el rabillo de mis ojos. Aprecié como sus labios se alargaron, sonriendo contra mi piel. Sus ojos se cerraron y mis comisuras dolieron tortuosamente en el intento de contener una tonta sonrisa—. El color de la felicidad para Eleanor.

—Amarillo pollito —repitió, alejando su rostro de mi mejilla.

Una pequeña risa nasal se le escapó al cabo de unos segundos.
Sus dedos se desenredaron y sus manos volvieron a deslizarse por el mismo camino por el que llegaron a mi vientre, soltándome. La calidez de su pecho se había desvanecido y la urgencia de reprochárselo crecía progresivamente en mi pecho.

—Ya les ayudé lo suficiente. Me voy a casa  —avisó Amanda, llamando la atención de los tres.

Ella envolvió su oscuro cabello con una bufanda y luego dejó caer los extremos sobre sus omóplatos. Al tiempo en el que la cremallera de su abrigo color melocotón iba subiendo, ella avanzaba en dirección a Jeremy, quien acababa de cubrir las molduras inferiores y superiores de la pared con cinta de pintor. Él alzó la vista, aún de cuclillas, y Amanda se agachó para besarlo en los labios como frecuentaba antes de terminar su jornada (siempre la terminaba quince o treinta minutos antes que nosotros). Se despidieron y ella caminó hasta la puerta de la cafetería, y antes de salir, nos dijo a Edmond y a mí, señalándonos:

—Hay cámaras y no quiero ver un culo amarillo en las mesas de la cocina. —Se colocó los audífonos y entornó los ojos—. A trabajar.

No tuve tiempo para cubrir mi boca. Las risas fueron inminentes.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Me remangaba la camiseta cada que mis mangas volvían a estorbar mis muñecas. Entre mis piernas estaba el bote de pintura y mi trabajo era mezclarlo con un palito largo hasta que se me desprendieran los huesos de los dedos.
Una vez que la consistencia era homogénea y los aceites y pigmentos eran uno solo, llamé a Jeremy. Acerqué un cubo vacío y lo sostuve con ambas manos mientras que el rubio alzaba la pintura por el mango y la vertía en el cubo.

—Pinta las esquinas de este lado. —Señaló Edmond y luego me entregó una de las brochas que mi papá nos había prestado.

Me levanté del piso y jadeé con dificultad. Que difícil resultaba salir de mi vida ociosa.

Mojé la brocha dentro del cubo con pintura (tan solo un poco) y luego saqué el exceso arrastrándolo contra los bordes del plástico. Di zancadas hasta acercarme a la pared y antes de comenzar volteé a ver a Edmond: sus antebrazos estaban descubiertos, tenía venas atractivas. Él se percató de mi mirada y alzó las cejas. Ya no aparentaba sorpresa; comenzaba a creer que se trataba de un tipo de saludo. Antes de volver a darle la espalda, yo también levanté las cejas, imitándolo.
Me subí a una escalera y empecé desde arriba. Apliqué la pintura sobre la pared con el borde anguloso de la brocha. De apoco iba bajando los escalones hasta finalmente quedarme sentada en el piso, dando trazos uniformes sobre la cinta de enmascarar y así, con un arduo esfuerzo, completé el perímetro externo de la pared que se me había asignado.

Esperé a que esos dos osos de más de metro ochenta terminasen de pintar los bordes externos de la pared más grande. Tuve tiempo para mirar y morder mis uñas; me serví agua y volví a colocar las manos en mis caderas, verificando que hicieran bien su trabajo (haciendo nada).
El sudor perlaba la frente de Jeremy y humedecía las mejillas y el prominentemente tabique nasal de Edmond. Subir y bajar esa puta escalera era peor que unas patadas en las bolas o un puñetazo en las tetas.

—¿Dónde pasarán las fiestas? —preguntó Jeremy, secándose el sudor con un paño limpio.

—No sé, falta bastante todavía —dije, amenazando con patear a Edmond para que se manchara la cara con la pintura fresca.

Edmond azotó mi pie con la mano libre y volvió a impregnar su brocha con un poco de pintura. Verlo enojado era un entretenimiento de primera.

—Quizá con mi papá —le respondió—. ¿Y tú?

—Con mis abuelos y varios primos. La mayoría vive a unos pocos kilómetros de aquí. —Sonrió el rubio. Le dio una última pincelada a su sector y se levantó, dejando caer la brocha sobre un montón de periódicos—. ¿Tu papá vive aquí?

—No. En Canadá.

Mi ceño se frunció, pensativa. Crucé los brazos y me balanceé en mi lugar. Tenía una duda:

—¿Tu abuelo no vivía en California?

—Murió el año pasado —contestó, volteando a verme por encima de su hombro. Su rostro no expresaba nada en particular.

—Ah —dijimos Jeremy y yo al mismo tiempo.

Jeremy alzó ambas manos hasta su cabello, sujetando una cinta elástica que un momento antes había envuelto su muñeca al igual que un brazalete. Recogió su pelo, el cual le llegaba por debajo de las orejas y sin mucho esfuerzo lo ató en una coleta baja. Parecía una muchachita que acababa de salir de misa, claro, si no midiera metro ochenta y sus hombros no fueran tan anchos como los de un jugador de fútbol americano. Edmond también soltó su brocha, pero a diferencia de Jeremy, él se tomó un momento para limpiar sus hebras con aguarrás y luego la dejó secar sobre los periódicos.

—A ver, cabezota. Vamos a atarte el pelo —me dijo Edmond, acercándose.

Él limpiaba sus manos con un trapo manchado por acrílicos de diferentes colores.

—Bueno —contesté mediante un balbuceo. Tenía la boca cubierta por mi palma: intentaba contener los bostezos.

Recordatorio: no decir «Un capítulo más» cuando ya son las cuatro de la madrugada.

Edmond jaló una de las sillas de madera que usábamos para extender los trapos sucios, ya estaba vieja y tambaleaba cuando uno se sentaba. Tiró los trapos al piso y finalmente me senté, estirando las piernas como si hubiera estado trabajando diez horas sin parar. El castaño se quedó de pie detras mío y comenzó a desenredar mi cabello con los dedos. Lo hacía tan suavemente que apenas tiraba de uno o dos pelos locos.

—¿De qué murió tu abuelo?

¿Por qué no puedo mantener la puta boca cerrada?

—Es complicado. —Titubeó, desenredando varios mechones rebeldes—. Él murió de corazón roto.

—¿Corazón roto? —Arrugué el ceño.

—Él falleció como... no sé. ¿Ocho meses? O casi un año después de que mi abuela muriera. —Fue recogiendo todo mi cabello y lo sostuvo firmemente con la mano. Me estaba jalando el cuero cabelludo, pero no se lo diría porque sabía que de este modo él no seguiría hablando—. Se la pasaba acostado mirando por la ventana. No había forma de curar su tristeza. Murió de corazón roto.

Jeremy cruzó delante mío y le extendió a Edmond una de sus ligas para el cabello, era de color verde.

—¿Y ahí viniste a Fresno?

Edmond volvió a jalar de mi cabello, haciéndome voltear los ojos de dolor. Dios mío, ten piedad; que no me arranque la tapa del cerebro.

—Mjm. —Afirmó, atando mi cabello en un moño demasiado suelto.

Él soltó mi cabello y aproveché para palmearlo. Con apenas tocar el moño, supe que a la mínima que le miraran feo se desarmaría.

—Creo que me quedó un poco chueco.

Y mis ojos se abrieron de par en par. NO. POR DIOS NO. DÉJALO ASÍ. VAS A DESTAPAR MI POBRE CRÁNEO Y EL CEREBRO SE ME SALDRÁ PARA AFUERA.

—Inténtalo de nuevo —susurré, comprensiva.

QUE TE JODAN, LOHANE. QUE TE PUTO JODAN.

Nuevamente, las manos de Edmond volvieron a envolver mi cabello, jalando de este y llevándose consigo gran parte de mi masa encefálica. Los ojos se me revolvían en las cuencas y mis labios se fruncían con terror. La sensación me trajo recuerdos de Vietnam (mamá haciéndome una coleta de caballo a los ocho años).

—Se ve horrible —mencionó Jeremy, con los labios apretados.

Mi boca se entreabrió con indignación y mis ojos querían salir de sus órbitas, no tan sólo porque estaban jalando de la tapa de mi cerebro, sino porque me había llamado HORRIBLE.

—El moño, el moño —repitió dos veces, alzando las palmas antes de que me diera un brote psicótico y lo ahogara hasta la muerte en un balde con pintura.

—Ya sé... —murmuró Edmond, frustrado al no poder controlar mi cabello lleno de frizz.

Al cabo de unos minutos se rindió y me hizo una coleta alta. Posé las palmas sobre mi cabeza y tiré hacia adelante para que mi cuero cabelludo no doliera como si fuera a destaparse como un coco.

—Me encanta —mentí.

—¡No le mientas al pobre chico! —gritó Jeremy, caminando hacia el baño.

Giré un poco el torso para poder ver a Edmond, él tenía los labios apretados. Se veía gracioso con esa carota llena de frustración.

—Se ve de la mierda.

—Sí, se ve un poquito mal. —Me encogí de hombros.

—Ya sé —respondió Edmond, riéndose por lo bajo.

Sus palmas estaban en el borde superior del respaldo de mi silla. Devolví mi mirada al frente, viéndonos mediante el reflejo del pequeño espejo vintage a metros de nosotros. Sus ojos me buscaron mediante el espejo y una vez que coincidimos, él se inclinó hacia delante, fundiendo su pecho contra mi espalda. Sus labios se acercaron a mi mejilla y depositó un beso en mi piel: lento, suave y primordialmente inesperado. Sentí la punta de su nariz contra mi pómulo, estaba fría. El rubor rompió las barreras del color, enrojeciéndome hasta los pelos de la cabeza. Sus labios se apartaron de mi mejilla y soltó la silla. Cuando giré a verlo, Edmond ya se estaba encargando de desempaquetar dos largos rodillos.

Un sabor amargo inundó mis papilas gustativas, era un mal presentimiento. Eran reiteradas las veces en las que algo de este estilo pasaba: un mal augurio que nacía de la más honesta dulzura. Se sentía absurdo, pero subestimar aquel filo que aún no corta era todavía más absurdo.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Jeremy agitó sus manos mojadas, salpicándome un poco de agua. Arrastré el borde de mi camiseta contra mi cara, secándomela mientras refunfuñaba insultos impronunciables. Él ya había terminado de darle la primer mano a la pared que ahora compartía conmigo.

Ambos nos fijamos en el reloj: marcaban las siete y cuarto. Dentro de un rato tendría que ir a cenar a casa.

—Bueno.

Las palmas de Jeremy emitieron un aplauso que por poco logra que Edmond se abalanzara al bote de pintura delante suyo. El castaño lo vio por encima del hombro, su ceño estaba hundido, prácticamente advirtiéndole que no lo volviera a hacer.

—Mañana Amanda y yo le daremos la última mano de pintura, así que ustedes recién vienen a trabajar el jueves —mencionó, sacándose el sucio delantal de pintor que colgaba de sus hombros—. Terminen la otra pared y taza-taza cada uno para su casa.

El rubio cogió su sudadera y posteriormente de habérsela puesto, se cubrió la cabeza con un gorrito de lana. Él dejó un manojo de llaves sobre el mostrador y dejó a cargo a Edmond para que cerrara la cafetería.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Un intenso placer recorrió mi culo al sentarme en el piso. Mis piernas por fin descansaron de estar tanto tiempo parada o acuclillada. Me arrastré los amarillentos dedos por el pecho, manchando mi camiseta. Cabe destacar que esta prenda se había vuelto inutilizable hace ya media hora: tenía salpicaduras, manchones, rastros de mis dedos y los de Edmond, quien aprovechó que ya estaba estropeada para empeorarla aún más con varias palmadas dadas agrede.

—¿Metiste la mano dentro del cubo de pintura o qué hiciste para llenarte los dedos de tanta mierda? —cuestionó Edmond, jalándome los brazos desde atrás y haciendo que mis manos se alzaran en dirección a su rostro.

—¿Se te hacía normal que todos mis amigos me llamaran bruta?

Él se rió con fuerza.

Eché la cabeza hacia atrás para poder verlo, la posteridad de la misma se posó sobre uno de sus muslos. Pude admirar la forma en la que el puente de su nariz se arrugaba y la sonrisa se le torcía de lo grande que era. El tacto de sus dedos era firme, recorriendo mis muñecas en un intento de darse estabilidad. Le había tomado un buen tiempo callarse.

—Parece que metiste las manos dentro de una bolsa de Cheetos —susurró, soltando mis muñecas.

Mis ojos se habían entornado, de todos modos él seguía sonriendo.

Más tarde, luego de haber tapado los botes de pintura, se sentó a mi lado. Todavía nos faltaba limpiar los cubos que tenían una ligera capa de pintura, además de que debíamos apagar las luces de todo el local. Edmond mantuvo la mirada fija en la pared frente a nosotros. Mientras él posiblemente pensaba en qué cenaría esta noche, yo no podía sacarme la idea de besarlo hasta dejarlo sin aire.

—¿Por qué esa cara de imbécil? —le pregunté, deseando que él entendiera a que iba mi comentario.

Edmond volteó la cara hacia mi. Me di la oportunidad de apreciar sus labios a tan corta distancia: sus comisuras se iban ensanchando y una compleja sonrisa hizo presencia. No comprendí la intención de aquel gesto hasta que su diestra cogió de mi muñeca, jalándome hacia él. El castaño lo había entendido a la perfección, quizá él también estaba esperándome para poder hacerlo. Él sigue tirando de mí, guiándome hasta su cuerpo. Mis movimientos se entorpecen y tal como Edmond quería, fui sentándome a horcajadas en su regazo. Dirigió mi mano hasta su hombro y yo me sostuve de él. El aliento se me escapaba y podía percibir como el calor comenzaba a esparcirse por mi rostro. Las cosquillas me abrumaron y cuando me cansaba de la proyección que fomentaba en mis dedos, se trasladaron casi al instante. No supe a donde se había ido hasta que lo sentí ahí.

—Hola, extraña —murmuró, alzando un poco la vista hasta dar con mis ojos. Noté que me soltaba, captando mi atención hacia sus manos.

Él hundió ambas manos en el cubo, humedeciéndolas con una delgada capa de pintura amarilla. Sus manos volvieron a mi cuerpo, imprimiendo sus manos a la altura de mi cintura.

—Hola, extraño... —dije, volviendo a encontrarme con su incitadora mirada.

Sus dedos presionaron mi carne, sujetándome con firmeza.
Me había vuelto devota a los ojos de Edmond: una miel que había sido salpicada por pequeñas motas del césped más fresco del bosque. Juraba que era posible encontrar un color nuevo en cada oportunidad que tenía para verlo de cerca; un novedoso matiz por el cual volver a enamorarme. El fuego helaba y el hielo se derretía. Todo lo negro era blanco. La música no sonaba igual cuando Edmond estaba presente. Él era la melodía más dulce que alguna vez podría haber oído.

La palma diestra del castaño descansó en mi mejilla. La pintura estaba fría y pegajosa. Podía imaginar como se verían sus dedos cubriendo cada fracción de mi cuerpo; mi ser siendo enteramente suyo. Él me había marcado.

La aspereza de sus yemas fue recorriendo mi pómulo, acariciándolo con suavidad. Edmond acercó sus labios a los míos, fui la primera en cerrar los ojos. Su boca se fundió contra la mía, recordándome lo sórdida y perfecta que se tornaba la vida al encajar con alguien más. Me tomaba por la cintura con la premisa de que era suya. Mi mente se nublaba, ya no habían prejuicios ni penurias, sólo había calidez y seguridad.

Edmond me besaba como si me amara más que a cualquier cosa en este mundo.

Acerqué mi mano hasta su mandíbula, delineándola y ascendiendo hasta su alborotado cabello. Lo sostuve como él me sostenía a mí. Ambos resguardados bajo la idea de que denominarnos extraños sonaba casi imposible.

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