16 Gracias por todo
∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘
Observé como los dedos de Edmond se tensaban sobre el borde del tejado. Tomó impulso y se subió con cuidado. Su frente casi rozó la mía, quedándose de bruces al igual que yo. Él alzó las cejas y soltó un suspiro que dramatizaba su fatiga. Sonreí y retrocedí con cautela hasta volver al lugar en donde anteriormente estaba sentada.
—¿Echaste a Barnett? —le pregunté divertida.
Sus labios se ensancharon, sonriendo con pena. Los ojos del chico me evadieron. Él se puso de pie y abrió los brazos en busca de equilibrio; dio pasos lentos hasta llegar a mi lado y se sentó. Mis ojos siguieron buscando los suyos, pero Edmond solamente sonreía con la vista al frente.
—Echar suena muy rudo...
—Lo echaste.
Choqué mi hombro contra el suyo y soltó una carcajada.
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Llevábamos casi una hora hablando.
Los cables de los auriculares de Edmond se dividían en el aire, suspendidos entre nosotros dos. Uno lo tenía yo y el otro lo tenía él. Ambos escuchábamos Love like ghost de Lord Huron. El silencio era acogedor en el techo, no había barullos, no había música, solamente había soledad.
—El amor es como un fantasma. Pocos lo han visto, pero todo el mundo habla de él —susurré, cubriendo mi nariz con el cuello de mi abrigo.
—Aún así, cualquier placebo es necesario. El amor te hace sentir más vivo. Que placer más grande es el sentirse querido, ¿no? —dijo Edmond, sacando un cigarrillo del paquete que guardaba en el bolsillo de su abrigo.
Mis labios se apretaron tras la tela de mi ropa. El causante de mi mudez era algo más que un nudo en la garganta.
Edmond apretó el filtro del cigarrillo entre sus labios; alzó el encendedor, lo chasqueó y encendió el fuego en el extremo. Contemplé como sus mejillas se ahuecaban al inhalar, y seguidamente, el excedente del humo se desprendía de sus fosas nasales. Sujetaba el humeante cilindro entre sus dedos índice y anular, retirándoselo de la boca. Veía sus labios; rosados y cuarteados por el frío de otoño. Él se percató de la devoción con la que lo observaba. Me vió por el rabillo de los ojos y una de sus comisuras se alzó en una dulce y ladeada sonrisa.
—No necesito sentirme viva. En este punto... ya sería un lujo —respondí en un tono bajo.
—Que adictivo es el pesimismo, extraña —dijo luego de una breve y sonora risa—. Si no lo necesitas, significa que no estás haciendo las cosas bien. ¿Te estás dando por vencida? —Volteó a verme.
—¿Y qué debería hacer? —pregunté, haciendo un gesto de incredulidad.
Sus piernas se flexionaron un poco, teniendo las rodillas más cerca del pecho que del tejado. Edmond le dio una calada rápida a su cigarro y posó la misma palma sobre una de sus rodillas, quitándole el exceso de cenizas con pequeños golpecitos que le daba con el dedo índice.
Él se quedó en silencio, pareciera organizar el orden de las palabras que usaría, si es que ya tuviera pensado que decir.
Expulsó un hilo de humo gris hacia el lado contrario de donde yo estaba sentada.
—Proponerte metas, no importa lo pequeñas que te parezcan. Es la única forma de pensar en el futuro, de llegar a este. Una meta siempre se posiciona delante del presente, de ahí en más tendrás que cumplirla. —Sus brazos envolvieron sus piernas, acercándoselas un poco más al pecho—. Eres joven, yo también lo soy. Somos muy jóvenes para desperdiciar esto.
—¿No te parece que los jóvenes de ahora solemos estar muy... tristes?
—Bueno. —Su ceño se frunció sutilmente, pensando—. No es que los jóvenes de antes no estuvieran tristes. Sino que a diferencia de nosotros, su prioridad era conseguir un ascenso, comprar una casa y mantener a su familia. No tenían tiempo para involucrarse en su propio dolor. Pero eso duele.
Sus ojos se posaron en sus propios tenis. No obstante, seguí viendo cada cambio que los gestos de su cara hacían notar. Se veía triste. A pesar de que siempre transmitiera su incipiente amabilidad, Edmond siempre parecía afligido por algo. Esta había sido una de las primeras veces en las que me sentía capaz de comprender las emociones que mediante su voz no era capaz de comunicar. Habían señales. Expresiones. Suspiros. Miradas perdidas.
—¿Qué es lo que duele? —le pregunté.
—Esto —musitó. Hubo una pausa—. Ser tan jóvenes. Ser conscientes de lo cansados que solemos estar de la vida y aún así no hacer nada.
—Hay veces en las que ni siquiera intentando se encuentra una solución.
Él aprovechó para darle otra calada a su cigarrillo.
—Perseverar. —Aquella significativa palabra vino acompañada de un humo más espeso—. Intentar una y otra vez. No rendirse. Si... —Sus ojos se dirigieron hacia mi—. Si mi madre hubiera perseverado, ella seguiría aquí. Lo sé. Mi vida sería diferente.
—¿Preferirías que ella siguiera infeliz por el resto de su vida? —Mis palabras iban afiladas por las circunstancias en las que se veían atribuidas mis experiencias. Me sentía atacada. No quería herirlo, realmente no lo deseaba...
—Podrían ayudarte, Loha. El mundo no se acaba aquí.
Nuestros rostros se dispusieron a buscarse. Sus ojos pardos brillaban con intensidad, no tan solo por la sonriente luna que nos bañaba a mitad de la noche, sino por la delgada y húmeda manta de lágrimas que se había adueñado de su visión. Él lo sabía. Alguien se lo había dicho. Mis labios se entreabrieron en un gesto lleno de indignación. Mi sangre comenzaba a hervir bajo mi carne. ¿Cómo se atrevía?
—No me veas de esa forma, Loha... —susurró, negando suavemente con la cabeza.
Una daga rasgó mi vientre hasta finalmente introducirse entre mis entrañas. La cuerda que rodeaba mi cuello se tensaba cada vez más y más.
En un hilo de voz pronuncié: «No».
—Conozco este sentimiento de vacío. Sentirte solo aunque estés rodeado por más personas de las que puedas llegar a contar con los dedos de tus manos. Sé lo agonizante que es aquella incapacidad para levantarte de la cama. Tienes la misma mirada que mi mamá. —Su mano zurda, aquella que no sostenía el cigarrillo, se acercó a mi rostro. Sus dedos hicieron a un lado varios mechones de cabello, acomodándolos detrás de mi oreja—. Te ves igual de perdida que ella. ¿Alguna vez te han dicho lo mal que se te daría la actuación? —Él sonrió con tristeza.
Mis labios se apretaron, insistía en no ceder. Pero luego, cuando él sonrió, una pequeña risa brotó de mi boca. Cerré los ojos, dejando que las lágrimas rodaran libremente por mis mejillas. Intenté secarlas con las mangas de mi abrigo, pero Edmond se anticipó y las enjuagó con su pulgar.
—¿Por qué te reprimes tanto? ¿Por qué evitas sonreír cuando las cosas van bien? Con lo linda que te ves cuando estás feliz, Loha —me planteó, acariciando mi mejilla con la yema de su pulgar. Su palma cubre mi mandíbula. El tacto de Edmond se sentía cálido y acogedor. Sus dedos podrían traspasar mi piel y llegar hasta mi alma. Iría más allá de lo físico. Él sería capaz de romper las barreras de lo imposible—. Es difícil verte llegar así. Tan ausente. Es como si desearas ser invisible. Y aún así... yo te vi. —Su pulgar se arrastró por mi pómulo, secando otra lágrima—. Micky te vió, Aiden te vió, Samuel te vió, Sarah te vio. Cuántos te hemos visto, Loha. ¿Qué es lo que realmente necesitas?
Mi labio inferior comenzó a temblar. Las lágrimas brotaban como si la válvula de una cañería se hubiera dañado. No podía detenerme. Me ahogaba.
—N-no sé —intenté responder entre sollozos.
Veía la borrosa silueta de Edmond. Él apagó su cigarrillo contra el tejado y posó ambas palmas en mis mejillas, sujetándome.
Él lo había entendido. Edmond sabía como escucharme.
—A veces siento que estar lejos sería lo mejor. —Apreté los ojos con fuerza. No sabía cómo detenerme. No podía dejar de temblar bajo sus manos—. Solamente quiero desaparecer. Hay-hay veces en las que imagino cómo sería la vida de los demás sin mi presencia. —Di una bocanada de aire. Las palabras vibraban dentro de mi boca—. Sin ser el causante de tantos conflictos, sin ser el mo-motivo de tantas disputas, discusiones y ma-malos tratos.
Percibí como el rostro de Edmond se acercó al mío. Su frente se posó en mi sien y sus labios acariciaron el sensible cartílago de mi oreja. Lo oía respirar con calma.
—Tu ausencia no le traería alivio a nadie —susurró cerca de mi oído—. Si nunca antes te lo habían agradecido... seré yo quien te de las gracias. —Sus pulgares acariciaron mis mejillas—. Gracias. Gracias por todo lo que has hecho, Lohane. Por todo lo que has soportado. —Edmond se apartó unos centímetros y adhirió sus labios contra mi frente. El beso perduró por unos largos e inolvidables segundos llenos de paz. Apartó su rostro del mío y esperó a que abriera los ojos—. Pero tu ausencia, aunque no lo creas, destruiría vidas antes que aliviarlas.
Detente. Deja de llorar. Deja de temblar.
El corazón me dolía, palpitaba más rápido de lo normal. Mis pulmones se esforzaban por oxigenar mi cerebro, pero simplemente no podía respirar. El sudor perlaba mi frente; creí que me desvanecería, que moriría.
Edmond soltó cuidadosamente mis mejillas y se quitó el auricular que llevaba puesto, colocándomelo a mí. Ingresó la diestra en su bolsillo, sacando su teléfono y subiéndole el volumen a la música. Lo dejó en su regazo. Una nueva canción se reprodujo: Lost it to trying de Son Lux. Sus palmas se acoplaron contra mis orejas, capturando la melodía que se reproducía desde su celular y así logrando que los sonidos del exterior se silenciaran. Lo observé con una mirada llena de confusión.
Él cerró los ojos. Yo, al cabo de unos segundos, también lo hice.
[What will we do now?
We've lost it to trying?]
Mis temblorosos dedos buscaban su cuerpo. Arrugué la tela de su abrigo, como si temiera por una repentina huida.
Inhalé y exhalé a la par de la melodía, intentando nivelarla a sus tiempos. Los bajos de la canción hacían que mi cerebro se estremeciera rítmicamente. Los estímulos eran intensos, solamente... podía pensar en la música. La humedad de mis mejillas fue secándose poco a poco con la brisa. Exhalaba con más fuerza, calentando el cuello de mi abrigo, y luego retenía el aire.
Abrí los ojos, apreciando el rostro de Edmond. Él, a pesar de no oír la música, seguía con los ojos cerrados. Ascendí mis manos por su pecho y me detuve en su mandíbula, delineándolas con los dedos. Deslicé mis yemas sobre sus ruborizadas y suaves mejillas. Noté como un breve suspiro salió de sus labios. Me acerqué a él; nuestras bocas estaban a un alfiler de distancia. Podía sentir la humedad de su aliento contra mi labio superior. Olía el leve aroma a cigarros que su aliento emanaba.
—Déjame cuidarte —susurré contra su boca, cerrando los ojos.
Su labio inferior rozó mi piel. Primero besó mi comisura y cuando volvió a mi boca, fundí mis labios contra los suyos. Era un beso necesitado. Revelaba que no era cosa de una noche y que mucho menos era un error producto de mi vulnerabilidad; esto era producto del deseo.
Dicen que la magia aflora cuando nuestros sentidos se reducen al tacto y el olfato. A ciegas, desnudando nuestro corazón. La metáfora de la magia sonaba absurda, pero era absurdamente real.
Mis dedos diestros se enterraron en su rebelde cabellera, acariciando su nuca y tirando suavemente de varios mechones. Una de sus palmas se posó sobre la mano con la que sostenía su mejilla. Las yemas de sus dedos acariciaban mi piel, recorriendo los dorsos de cada una de mis falanges. La punta de su lengua humedeció mi labio inferior y volvió a besarme en repetidas veces. Suspiré contra su comisura.
La piel me ardía, no había forma de que los 5º de temperatura lograran devolverme al estado sólido en el que había sido fabricada. Yo era agua. Fluía entre sus palmas. Me entrometía dentro de sus labios. Mi cuerpo buscaba incorporarse en el suyo.
Carecimos de oxígeno y Edmond fue el único entre nosotros que fue capaz de apartarnos. Las exhalaciones sobran y el movimiento de nuestros pechos agoniza rítmicamente. Nuestras miradas se encontraron, finalmente lo habían hecho. Danzaron en la misma sintonía, habían logrado comprender la canción que intentaban interpretar. La música no estaba hecha para un público como ellas. No hablaban el mismo idioma y aún así... siempre se encontraban.
Edmond no era una persona, era un sentimiento.
Nuestro querido Eduardo.
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