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15 Que pervertida

L O H A N E

La depresión había robado la confianza que tenía en mí misma; la autoestima y la conexión en mi propio cuerpo se había vuelto apenas en una extraña y diminuta chispa que pocas veces lograba encender mediante estímulos visuales. En esos momentos, el placer parecía un recuerdo lejano y desconectado.

Enterré mis dedos sobre la ropa de Edmond. Delineé cuidadosamente los bordes de su camiseta sin mangas, imaginando que bajo el algodón habría una firme y cálida carne que me murmuraría «¿En qué piensas, Bouchard?». Su aroma flotaba en mi habitación. La luz apenas lograba filtrarse mediante las persianas de la ventana. Era capaz de cambiar la historia, le daría un rumbo diferente. Estaría a la altura; mi piel ardería bajo las sábanas que me cubrían.

Arrastré la prenda sobre mi cuello, secando cada gota de sudor que pendía de mis clavículas. La tela caló por debajo de mi blusa, deslizándose entre mis pechos desnudos.

Mis ojos se cerraron.

[+18]

—¿Te tocas pensando en mí, Bouchard? —murmuró Edmond.

Volteé mi rostro hacia él: se encontraba de pie, con el cuerpo recargado contra la puerta de mi habitación. Su pecho desnudo subía y bajaba al compás de una pesada respiración.

Mis ojos se sobresaltaron. El calor me sofocaba y el color me delató. Intenté responder, pero de mis labios no salieron más que balbuceos mudos. Su mano zurda se deslizó sobre la puerta de mi armario. Avanzó hasta la cama y lentamente fue quedándose de bruces. Los labios de Edmond se torcieron en una dichosa sonrisa.

—¿Imaginas el tacto de mis dedos? —Su tono de voz se notó absorto en la intimidad: suave y ronco. Metió la mano diestra bajo las sábanas. Su palma se asienta en una de mis piernas—. ¿Imaginas cómo se sentiría tenerlos dentro tuyo...? —susurró, entornando los ojos. Nuestras miradas se buscaron en un acto de inercia, anhelábamos sumergirnos en algo más que palabras filosas.

Las yemas de sus dedos se hundieron en la tierna carne de mi muslo y un jadeo se escapa de mis labios. Algo en aquel gesto había despertado la naturaleza del chico. El intenso color miel de sus ojos fue disipándose entre brechas verdes que rodeaban la zona limítrofe de sus orbes; un baile de colores que advertían su depredación innata. Sus cejas se fruncieron y mordió su labio inferior por un corto instante; la excitación le asentaba tan bien... Acariciaba mi piel en movimientos laterales hasta que finalmente comienza a subir por mi pierna. Se topó con el borde de mis shorts de pijama y jugó con la tela, desafiando mi cordura en aquel malicioso acto.

Mis rodillas se removieron una contra la otra, apretando las piernas y frotando mi palpitante intimidad contra la tensa tela de mis bragas. Sus ojos me juzgaron con goce, contemplando cada movimiento que mi cuerpo realizaba bajo las delgadas sábanas de la cama.

—No me hagas esto —intenté decirle, pero los jadeos me asfixiaban. Mi mente se sumergió en una ciudad de ideas nubladas, prácticamente inoperantes.

Caló su dedo índice y luego el anular por debajo del short. Sus yemas hicieron presión, haciéndome fruncir el ceño en gesto rendido. Mi espalda se arqueó apenas unos pocos centímetros y mis labios se mantuvieron abiertos por la siguiente instancia.El torso de Edmond se inclinó hacia la cama, suspendiendo el rostro junto al mío. Sus labios se acercaron a mi oreja y recorrieron el cartílago de esta con la punta de su lengua. Un intenso cosquilleo se originó en mi vientre. Mis piernas deseaban fervientemente darle la bienvenida a aquellas largas falanges.

La humedad no tardó en apropiarse de mi ropa interior.

—Pídeme que te toque, Loha —musitó en mi oído. Sus labios se ensancharon; pude sentir como sonreía contra el cartílago de mi oreja, haciéndome estremecer—. Ruega por mis dedos...

Los dedos de Edmond rozaron la costura de mi ropa interior, delineando uno de sus bordes laterales. Esperaba mi respuesta para poder ingresar a ella.

—Yo —dije, mordiendo mi labio inferior para ahogar un ferviente gemido. Volví a intentarlo. Las palabras no cedían—. Necesito tus...

"Tock. Tock.". Oí tras la puerta.

—¿Ya te despertaste? —dijo Jaden.

Abrí los ojos de par en par. Di una exasperada bocanada de aire como si hubiera estado conteniendo el aire por un vasto tiempo. Observé mis manos, entre ellas se encontraba la prenda de Edmond. En un acto de desesperación la lancé al otro lado de la habitación.

Dios, me sentía tan sucia. Tan JODIDAMENTE PERVERTIDA.

—¡Arriba! ¡Ya despierta, enana! —gritó Jaden, como si su paciencia constara de un corto lapso de... ¿cuánto? ¿Un minuto?

—¡Ya te oí!

Antes de levantarme de la cama abrí las persianas. Me quedé de pie en medio de la habitación, viendo fijamente la camiseta sin mangas de Edmond, la cual ahora estaba en una solitaria esquina.

—Creo que se le murió el perro a los abuelos. Papá y mamá fueron a ver —me contó—. No sé, no les entendí un carajo, yo estaba durmiendo.

—¿Harvey? —Hundí el ceño, abriéndole la puerta.

Él asintió con la cabeza. Jaden aún llevaba puestos sus pantalones con estampado de Flash. Contra su pecho sostenía un paquete de Oreos. Por su cara de recién despierto podía esperar su negativa, y aún así intente sacarle una galleta, ganándome un firme manotazo. Agité la mano y me le quedé viendo con mala cara.

—Mamá quedó loca. ¡Jaden! ¡Que se murió el puto perro! ¡Se murió el perro de la abuela! —comenzó a gritar, imitando a mamá en un tono muy agudo. Era desesperante, lo que denotaba su excelente imitación.

—Pobre Harvey —musité, apretando los labios con pena. Aunque no negaba que me divertía oír a Jaden imitar o burlarse de mamá.

—Seguro va a convencer a papá de quedarse al menos unos días —dedujo Jaden. Su cuerpo se desplomó en el sofá—. Y el que no corre, vuela. —Me señaló con el dedo índice—. Ellos me dijeron que te cuide, como siempre. ¡Pero! Como siempre, hay que encontrarle el vacío legal a las leyes.

No, en verdad no deberían. No quiero a nadie tras las rejas por creerse por encima de las leyes.

—¿Y en este caso sería...? —Alcé las cejas, tomando asiento en el último escalón.

—Que ya estás grandecita como para no soportar que me junte en casa con mis amigos.

—Una fiesta —concluí.

Él asintió con la cabeza, metiéndose otra galleta a la boca.

—Puedes invitar a tus amiguitos —me alentó, como si fuera una puta niña—. Pero antes de las una los quiero a todos afuera. Ah... y tengan dignidad, porque yo sí tengo, además de una reputación. —Volvió a señalarme con su sucio dedo lleno de migajas negras.

—¿Reputación de culo roto?

Jaden levantó el torso hasta quedar sentado. Su cuerpo se giró hacia mi dirección y sus ojos parecieron desorbitarse. No te preocupes, pasa siempre. Hay veces en las que uno de sus ojos se dirige hacia el lejano oeste cuando una comida le provoca placer, o como en esta ocasión, cuando se enoja.

—¿A ti te gustaría que le cuente a papá sobre tu noviecito?

Mis labios se entreabrieron. Me vino una duda, la posibilidad de que...

—La otra vez lo vi correr por nuestro patio como a las seis de la mañana —agregó.

Ah... con razón. Ojalá me atropelle un camión. Ojalá caiga un meteorito. Ojalá muramos en un maldito terremoto.

Desvíe la mirada hacia un punto aleatorio de la cocina. La vergüenza me hervía la sangre.

Ojalá me absorba un platillo volador. ¿Dónde están los aliens cuando uno cree en ellos?

—Soy misericordioso, que decirte. —Se encogió de hombros. Su mejilla se hundió suavemente contra el respaldo del sofá y soltó un suspiro que rozaba el dramatismo—. Hoy por ti y mañana por mí. Así son las cosas, topito.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Ya eran las doce. El ambiente se había tornado amigable, como si ambas etnias hubieran encontrado la manera de congeniar. El punto medio entre la apariencia pétrea de los universitarios y la libertad que los adolescentes aún teníamos para comportarnos como tontos. No éramos tantos, lo cual me hacía pensar que realmente se trataba de pasar tiempo entre amigos. El sofá y los asientos individuales de la chimenea se hicieron a un lado para poder meter la mesa de Ping-Pong que ya llevaba meses juntando polvo en el garaje. Hacía frío afuera, por lo que los únicos locos que se atrevían a salir al patio eran aquellos que tenían la decencia de fumar lejos de nosotros. Había un par de universitarios sentados en el sofá, otros charlaban en la cocina y los demás jugaban al beerpong (te podrás imaginar por su nombre que se trata de lanzar una pelota de Ping-Pong a vasos llenos de cerveza, para que cuando la pelota encestara en el vaso contrario, el adversario bebiera su contenido).

—Deberíamos llevar a tu hermano a una olimpiada. —Señaló Aiden, analizando la perfecta puntería de Jaden cuando se trataba de hacer beber al otro—. En media hora sólo le erró a dos vasos —agregó con admiración. Sus dedos apretaban frecuentemente el aluminio de su lata de energizante, provocando un ruido que comenzaba a irritarme.

—Creo que Micky no corre con la misma suerte —dije, volteando a ver Micky al otro lado de la sala. Aiden también volteó a verla y nos sumergimos en un expectante silencio.

La pelinegra movía la cabeza de forma brusca y dispareja, fallando en el intento de ir a sintonía de la música: Fireball de Pitbull. Ya tú sabeh, y si tú no sabeh, que te palta un rayo. Sus manos se deslizaban por la superficie del desayunador, parecía tambalearse y por ende estaba más que claro que gracias a sus garras se estaba manteniendo de pie. Micky se quedó estática por unos segundos, y cuando Aiden y yo comenzamos a preocuparnos, nos damos cuenta de que estaba esperando la parte de "Fireball". Su cuerpo se sacudía en un baile errático, moviendo los hombros y dando pequeños pasos con los pies de lado a lado.

Varios voltearon a verla, no con afán de burlarse, sino de apoyarla en su expresividad como bailarina.

—¿La llamamos? —preguntó Aiden. Sus cejas estaban curvadas hacia arriba, reteniendo la risa.

—No. Déjala divertirse unos minutos más —respondí entre carcajadas.

Diré sólo tres palabras y de ahí en más tú sacas tus propias conclusiones: rompió con Matt.

Un flash iluminó el área, haciéndome arrugar el rostro por el breve ardor en mis retinas. Mi rostro se giró hacia mi derecha libre, ahí estaba Edmond de pie, sosteniendo su cámara en dirección a Micky. El objeto descendió lentamente hasta dejar su interesante perfil a la vista, y también voltea a verme. Sus hombros se encogieron y una sutil sonrisa de labios apretados hizo presencia.

—De recuerdo —explicó en un tono divertido.

Oí la risa de Aiden a mis espaldas y yo sólo puedo sonreír.

La cámara expulsó el papel por la abertura frontal. Edmond lo tomó por el borde inferior y comenzó a agitarlo muy suavemente para que la impresión se secara más rápido.

—A verla —dijo Aiden, tomando la foto una vez que esta ya estaba seca.

Los tres nos arrimamos para ver la fotografía. Retrataba a Micky con los brazos extendidos hacia arriba y la espalda a unos centímetros de dislocarse por lo curvada que estaba. Sus piernas se veían borrosas al igual que sus manos y rostro, evidenciando el frenético movimiento. Los tres alzamos la vista para ver a la Micky que aún se movía tras el papel que sujetaba Aiden y no evitamos reírnos con orgullo. Déjenme explicárselo, desde que Micky llegó a casa, se había estado pavoneando de haber terminado con su novio. Ella se pavonea, entonces nosotros también. Matt se lo tenía más que merecido.

—Ya llevémosla a que duerma un rato antes de que le dé un infarto por tanto esfuerzo físico en sólo un día —dije al cabo de un rato.

—Voy a comprar algo para comer —avisó Edmond—. No hay ni un mísero pan en esta casa.

—Yo me voy a casa, debo estudiar para el examen de historia —habló Sarah desde el sofá. Guardó sus lentes en el interior de su bolso y se levantó con una evidente fatiga—. Yo te llevo —le dijo a Edmond, mostrándole las llaves del coche.

Antes de que Sarah cruzara por la puerta, le acaricié la espalda en un gesto de despedida. Después, junto a Aiden, nos dirigimos hasta Micky.

—Hora de dormir —anuncié, palmeándole el hombro.

Micky se volteó hacia nosotros y abrió los brazos, rindiéndose sin siquiera haber comenzado la guerra. Aiden deslizó sus brazos por detrás de las piernas de nuestra amiga, y cuando se levanta, la carga sobre su hombro como una muñeca de trapo. Ambos subimos por las escaleras, llevándonos el cuerpo casi inerte de Micky. Aiden la acostó en mi cama y yo la arrullé con varias mantas. Antes de salir de la habitación tomé un gorrito para la ducha y se lo coloqué con sumo cuidado, preservando sus bonitos rizos de la fricción que más tarde podría llegar a provocarle un friz de espanto.

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Aiden se frotó las palmas contra la tela de sus jeans, intentando quitarse la tierra que se había acumulado en el techo de casa. Yo, por otro lado, procuraba sacar las manchas marrones de las mangas de mi abrigo color crema.

Esto alguna vez fue nuestro lugar en el mundo. El techo de casa; un lugar en donde pasábamos la mayoría de veranos con Aiden y Sarah. Bebíamos soda y comíamos el menú del día. A veces se trataba de comida rápida, y en las mejores ocasiones, eran los famosos rollos de canela hechos por la abuela de Sarah. Habían pasado dos años desde la última vez que estuve aquí. Admirábamos lo poco que quedaba del dulce y armonioso Fresno que solía ser en nuestra infancia. Ahora sólo habían nubes grises y transeúntes incapaces de comprender que esta ciudad no se trataba de New York o Los Ángeles.

Envolví mi torso con los brazos, resguardándome de las bajas temperaturas. Aiden tomó del borde de mi capucha, colocándomela. Nuestros hombros se rozaron y su mejilla se aplastó contra mi cabeza.

—¿Te molestaría estar juntos por el resto de mi vida? —susurró. Sus largas piernas se flexionaron hasta hundir las rodillas contra su pecho—. Quiero tenerte cerca. No quiero que sólo seamos ex's, ni que tampoco lo olvidemos, sólo... quiero que las cosas sean como antes.

Su mejilla se apartó de mi cabeza, volteándonos a ver el rostro del otro. Mis labios se entreabrieron, dejando que el cálido vapor rompiera con la fría brisa de otoño y diera consistencia a un blanquecino humo.

—Seguiremos siendo amigos. —Asentí con la cabeza.

—Me puedo conformar. —Él también asintió. Sus labios se fruncieron, intentando contener la risa—. Ya no me gustas.

—Que bien. —Le sonreí, viéndolo a los ojos con una diversión genuina.

—Sí me gustas... y si sigues viéndome de esa forma moriré. Es como si supieras todo lo que ronda por mi cabeza y eso sí que no me gusta.

Una fuerte carcajada salió de mi boca, sorprendiéndolo. Mis dedos se hundieron en mis costillas y las risas no pararon, haciéndome doler la barriga.

—¡Es broma! —Me golpeó el hombro—. ¡No seas tan cínica! ¡Deja de reírte, mierda! —Volvió a golpearme.

—¡Te gusto! —Le señalé con el dedo índice.

Aiden tomó del borde de mi capucha y la jaló hacia abajo, obligándome a repartirle varios manotazos ciegos en la cara.

—Dejando de lado tu incomprensión a mis chistes —insistió Aiden. Él dejó de jalar mi capucha, por fin dándome un respiro—. Estoy conociendo a una chica de mi misma universidad, estudia derecho.

Logré acomodar mi capucha, escuchándolo. «¿Conociendo a una chica?» Me le quedé viendo por el rabillo de mis ojos. Yo estaba... ¿sorprendida? Un sabor amargo se posó en mi lengua y fui consciente de lo resecos que estaban mis labios. La noticia me había afectado de cierta forma. El egoísmo pareció apropiarse de mis pensamientos, pues internamente le deseaba lo peor, aún cuando Aiden no me gustaba. De alguna forma me sentía decepcionada, como si él tuviera que reaccionar y vivir a partir de la atención que yo le diera. Era la primera vez que presenciaba esta desagradable manía de pertenencia.

—Es bastante parecida a mí, por lo que pasarla bien no resulta para nada complicado. Si yo te caigo bien, quizá ella también. —Suspiró, pensándolo.

Relamí mi labio inferior y dirigí la mirada hacia el frente.

Detente Loha, sé prudente. No te comportes como una niñata malcriada.

—¿Sabes...? —murmuré. Pensé en Aiden; me lo imaginé sonriendo de la mano de esa chica, había calma. Él podría ser feliz, él lo sería sin mí. Compartiría chistes con alguien más. Revelaría sus secretos y anécdotas—. Me alegra —admití, son una pequeña sonrisa en mis labios.

El rostro de Aiden expresó alivio.

Oh, cuán adictivo era el pesimismo.

—Todavía no me quiero adelantar, pero si las cosas van bien y tú estás de acuerdo, te lo contaré todo.

Asentí con la cabeza, aún sonriendo.

—Recuerdas... —Fruncí el ceño, intentando recordar el nombre—. ¿Recuerdas los deseos de Julia?

Las comisuras de Aiden se alzaron al instante en que oyó el nombre de su mamá. Él asintió con la cabeza rítmicamente.

—Me gustaría poder volver a esos tiempos —agregué.

—Lo haremos —respondió, se lo notaba dubitativo. Creí que mentía.

Una chapita de cerveza golpeó el techo, llamando nuestra atención. Aiden se puso de pie. Se acercó hasta el borde, agachándose para recoger el objeto. Lo vi de espaldas. Él bajó la vista hacia el balcón por el que habíamos subido. Su mano hizo un gesto que no podía interpretar, juraría que su rostro gesticulaba algo. Seguidamente, y con mucho cuidado de no romperse las piernas, fue bajándose del techo.

Gateé hasta el borde. Sentía curiosidad. «Con lo bien que la estábamos pasando».

—¿Por qué te vas? —le pregunté, hasta que finalmente estuve lo suficientemente cerca como para ver el balcón.

Aiden me saludó con una enorme sonrisa, moviendo la diestra de lado a lado. Junto a él vi a Edmond. Ambos me veían desde el balcón. Aiden dio dos palmadas en el hombro del más pálido y se despidió de ambos.

El extraño hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones y volvió a alzar la mirada hacia mi dirección.

—¿Estás manipulando emocional y físicamente a ese pobre chico, Loha? —cuestionó, sonriéndome con diversión—. Te dije que ver tantos documentales de mujeres criminales no traería nada bueno. ¿Cuál es tu próximo movimiento? ¿Dejarlo en banca rota, Oompa Loompa? —Él habló fuerte, permitiendo que lo escuchara desde el techo.

—Rota te voy a dejar la cara —le respondí.

—¿Ah sí? —Sus cejas se arquearon, provocándome.

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