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10 Él no va a cambiar

L O H A N E

—Dentro de dos semanas tendré que asistir al viaje mensual del trabajo —comentó mi padre, quien sostenía su copa de vino. En cada almuerzo, cada cena... siempre había un vaso de vino o cerveza junto a su plato.

La mesa en la que cenábamos era de madera, circular y lo suficientemente grande para que nosotros cuatro pudiéramos estar cómodos, evitando chocarnos los codos al movilizar los brazos. Papá había cocinado lasaña, él de verdad ama cocinar, y era una de las pocas cosas que me gustaban de él: su pasión por la gastronomía. Jaden de vez en cuando texteaba con su teléfono por debajo de la mesa, como si la cobertura del floreado mantel de casa pudiera esconder el brillo de su pantalla. Mamá, por otro lado, removía el tenedor en el aire, dándole cuerpo a lo que explicaba.

Con mucho cuidado extendí mi brazo hasta el pimentero en el centro de la mesa, lo tomé y comencé a friccionar las piezas de madera para que la pimienta molida cayera sobre mi comida.

—¿Le falta sabor? —cuestionó mi papá, enarcando una de sus cejas al verme condimentar mi lasaña. Una pregunta tan trivial, pero colmada de malas intenciones. Su naturaleza era indiscutiblemente maliciosa.

Negué con la cabeza, devolviendo el pimentero a su lugar.

—No, es que me gusta como le queda el picante —mentí, evadiendo sus punzantes ojos café.

Él se resonó la nariz, denotando uno de los cuántos sonidos que emitía al estar molesto o en desacuerdo, cosas que siempre iban de la mano. Una te llevaba a la otra. El desacuerdo no se desenlazaba en un intercambio de opiniones, sino en una tortuosa batalla de poder. Jaden notó aquella tensión, devolviendo su móvil al interior del bolsillo delantero de sus jeans. Alzó su vaso con Coca-Cola, y le dio un sorbo al tanto que me veía por el rabillo de los ojos, estando sentado a mi izquierda.

—Murió el bajista de The Smiths —dijo mi hermano, devolviendo sus manos a los cubiertos alrededor de su plato.

—¿Y quiénes son esos? —Papá frunció el ceño, metiéndose un pequeño pedazo de lasaña en la boca.

—¿No son los de...? Back to the old house... —Comenzó a tararear mi mamá, intentando recordar la letra de aquella canción que sonaba vagamente en sus recuerdos. Movía el tenedor de lado a lado, como si fuera una vela en medio de una balada, y luego rió por lo bajo.

Papá no se rió, él sólo la miró de reojo, y devolvió su atención a Jaden.

—Sí. —Señalé a mi mamá, sonriendo sutilmente por la tierna forma en la que había intentando retratar el fragmento de una de sus canciones—. Esos mismos.

—Morrizon: el hijo de puta es de la maldita derecha. No, de ultra derecha —insultó papá, masticando con terquedad y escupiendo uno que otro grano del requesón que era parte del relleno dentro de la lasaña.

—Pero es sólo música. A mí me gusta como canta —opiné, encogiéndome de hombros, a lo que Jaden instantáneamente me señaló con la mano, dándome la razón.

—¿Y a ti quien te pidió tu opinión? —La expresión de mi papá se arrugó, observándome al otro lado de la mesa, a menos de un metro frente a él—. Les llenan la cabeza de mierda y ustedes como estúpidos les hacen caso.

El pedazo de lasaña que iba a meterme a la boca se suspendió en el aire, teniendo que devolverlo a mi plato para poder tomar aire. Abrí la boca, queriendo decir algo, pero me sentí tan humillada que solamente terminé por comerme la lasaña. Mastiqué en silencio. Tensioné mi mandíbula adrede, pues la sensación de ardor dentro de mi nariz me estaba molestando y las muelas me dolían.
Escuché a mi mamá decir un pequeño y casi inaudible «Hey», tan despacio que parecía temer que mi papá también la escuchara.

—¿Hacer caso a qué? A ti te gusta Black Sabbath. Ozyy fue un desgraciado adicto a todo tipo de mierdas, y no por eso eres un drogadicto —argumentó Jaden, frunciendo su ceño al tanto que cortaba su comida. El estrés lo consumía muy rápido y yo lo entendía, ambos teníamos que vivir bajo el mismo techo que ese hombre.

—Quizá yo no, pero tú sí —atacó mi papá, alzando su copa de vino para así darle un sorbo que delataba una falsa calma.

—Basta. Ya fue suficiente —intentó interrumpir mi mamá, soltando sus cubiertos.

Jaden soltó un amargo comienzo de risa, expresando molestia al remover su cabeza de lado a lado.

—¿Yo qué, papá? —le preguntó, acentuando la última palabra como si estuviera abierto a discutir con él.

—Que tú, además de escuchar esa música de mierda que dice ser libertaria, eres un puto drogui analfabeto que lo único que sabe hacer es salir todos los malditos fines de semana con sus amigotes —protestó mi papá, dando un último trago de vino para volver a bajar su copa ya vacía. Tomó sus cubiertos y cortó otro pedazo de la lasaña, ejerciendo mucha presión en el tenedor y provocando que este hiciera un horrible chirrido: Jaden fue el único en inmutarse.

—¿Y a ti qué te importa lo que hago los fines de semana? ¿Qué mierda tiene que ver la música que escucho? Tu cabeza está podrida. —Exhaló Jaden, soltando sus cubiertos con brusquedad.

Esa misma acción pareció ser la que terminó por alterar a mi papá, logrando que éste abriera tanto los ojos que hasta me fue posible divisar sus escleróticas. Los músculos de su mandíbula se tensaron y antes de responderle, volvió a emitir ese mismo ruido que minutos antes había hecho con la nariz.

—Mi cabeza estará podrida, pero al menos tengo un puto trabajo con el que mantengo a toda esta familia, ¿me escuchaste?

—Es imposible hablar contigo —mascullé, levantándome de la mesa y dejando mi lasaña a medio comer.

—¡Cierra la puta boca y siéntate! —me gritó papá, dirigiendo aquella desorbitada mirada hasta mi rostro.

Mis ojos trataron de evadirlo a la fuerza, manteniendo la mirada fija en el suelo. Necesitaba creer que estaba sujeta a la firmeza de algún material, que no me derrumbaría ahí mismo como si estuviera de pie sobre arena movediza. Pero... realmente deseaba asfixiarme y morir bajo toda aquella arena.

—¿Por qué evades mi mirada, eh? ¿Eres autista o por qué carajo siempre agachas la cabeza como una?

—Déjala en paz —murmuró mi hermano, removiéndose contra el respaldo de la silla.

Mis labios se aplastaron con fuerza, y aquel ardor terminó por recorrer cada fracción del interior de mis fosas nasales, subiendo hasta mi tabique y repiqueteando en él. Una lágrima se deslizó por mi mejilla, resbalándose hasta caer dentro de la línea de mi comisura, dejando en el camino un rastro salado. Luego de unos segundos en los que mi mamá le reprochaba con palabras de desaprobación, yo le respondí:

—Porque me asustas.

Un doloroso nudo se creó dentro de mi garganta, como si la misma honestidad me hubiera sentenciado a una lenta muerte por asfixia.

—¡¿Asustarte?! —Se rió con molestia, alzando la voz cada vez más y más—. Asústate cuando tengas que trabajar por más de diez horas al día para luego tener que cruzarse con malcriados como tú que no te agradecen una mierda.

—Estoy cansada de ustedes. —Se levantó mamá, arrimando la silla a la mesa y caminando en dirección a las escaleras—. ¡Cansada!

El cuerpo de mi madre se movió como un fantasma, repercutiendo en nuestra disputa como una simple brisa que se esfumó tan rápido como también lo había hecho el suspiro de mi hermano.
Jaden chasqueó la lengua, respirando hondo y levantándose también de la mesa. Él, a diferencia de mí, comenzó a juntar los cubiertos de la mesa como si no pasara nada. Los lanzó al fregadero, y cuando parecía estar a punto de levantar los platos, se arrepintió y se marchó al igual que mamá. Odiaba la tranquilidad con la que manejaba la situación, la naturaleza con la que ignoraba todo aquel maltrato, pues la costumbre ya lo había absorbido.

Papá repiqueteó la yema de su dedo índice contra el cristal de su copa, teniendo la mirada absorta en las sobras de su plato. Yo lo miraba con intensidad, aprovechando esa pequeña porción de tiempo en la que él no me veía con tanto odio desbordando de su mirar. Fue la única forma en la que pude quedarme a contemplar el movimiento ansioso de su dedo; la forma en la que, con el tiempo, se fueron estableciendo pequeñas arrugas horizontales sobre la piel de su frente, producto de la constancia de su ceño hundido; sus labios teñidos por el vibrante morado de su vino estacionado; la porosidad de su opaca piel, rastros de su pasado como fiel fumador.

—Me siento tan sola, papá... —susurré, envolviendo la soledad que se había establecido en la cocina mediante mis palabras. Él siquiera alzó la mirada, se mantuvo igual de estático que antes—. Y ni siquiera lo ves. —Apreté los labios, y cuando cierro los ojos, las lágrimas comienzan a brotar. La humedad se desliza por mis mejillas, recorriendo mi mandíbula hasta precipitarse en mi mentón. La respiración me pesa y la garganta me arde—. No te importo.

—¿Qué no me importas? —Sonrió con desgana. Él alzó la cabeza, viéndome con una dolorosa expresión de cólera, como si el simple hecho de escucharme lo llenase de indignación—. ¿Quién te da de comer? ¿Quién te da una cama? ¿Quién te da un techo? ¿Una casa en la cual vivir? ¿Un instituto en el cual estudiar? ¿Quién te da todo eso, eh?

—Tú...

—¿Entonces qué mierda me estás diciendo?

—Que no te importo —repetí, presionando los dedos contra el respaldo de madera de la silla delante de mí.

—Vives en mi casa, te llenas el estómago con mi comida y sales a la calle con la puta ropa que te compré porque eres mi hija. Eres mi responsabilidad. ¡Es mi obligación! —Golpeó la mesa con su palma, haciendo que esta vibrara—. ¡Te he dado todo y aún así te da la cara para reclamarme algo tan absurdo!

—¡Pero no quiero ser tu obligación, papá! —Sollocé, arrastrándome las manos por la cara para intentar barrer las lágrimas de mis mejillas—. ¡Necesito que me cuides! ¡Que me quieras! —Vi su desfigurada figura tras aquella membrana borrosa que mis lágrimas crearon.

Su respuesta fue el silencio. Y ahí supe que mi desespero era tal, que hubiera preferido el violento filo de sus palabras más hirientes antes que la indiferencia con la que me había visto llorar. ¿Por qué nadie me dijo que el primer hombre en romper mi corazón sería papá?

∘◦༺ ★ ༻◦∘

Eran las once de la noche. La casa estaba en silencio, y los únicos ruidos eran meramente provenientes de los pequeños golpes que yo hacía al raspar el mármol de los platos que sostenía entre mis manos, fregándolos con una esponja y mojándolos bajo la canilla de la cocina. 

Jaden bajó por las escaleras, metiéndose a la cocina y quedándose de pie junto a mí. Extendió el brazo por detrás mío para quitar el trapo seco que colgaba del mango horizontal del horno, lo tomó entre sus manos y comenzó a secar cada uno de los vasos que había terminado de lavar.

—No te creas especial —susurró, con la mirada fija en los propios movimientos de sus manos.

—¿Respecto a qué? —pregunté con molestia, sin intenciones de mirarlo.

Yo lo evitaba tanto como él me evitaba a mí. Abrumadores fantasmas que de vez en cuando se susurraban cínicamente tras la madera de las puertas. Alérgicos a nuestras propias miradas. Muebles que recorrían la casa cada ciertas horas de la noche.

—Sobre tu intento de llamar la atención. —Me miró de reojo, metiendo el trapo en el interior de la copa de papá, limpiándola sin mucho cuidado.

—Eres un idiota. —Tragué saliva con dificultad—. Sabes muy bien que lo último que quería era eso.

—¿Entonces por qué no te suicidas de verdad? —cuestionó con molestia. Abrió una de las alacenas encima de mi cabeza, y comenzó a guardar todos los vasos en su respectivos lugares—. ¿No te quieres morir verdad? ¿Sólo quieres que papi te abrace, no es cierto?

Solté la esponja y dejé caer el puñado de cubiertos dentro del fregadero. Sentí que mi cuerpo flaqueó y rápidamente posé mis palmas sobre el mármol de la mesada, intentando mantenerme de pie. Mi cabeza giró en dirección a Jaden, viéndolo con el ceño fruncido, pues no entendía cuál era su necesidad de ser él quien ahora me atacase.

—Créeme que no te va a funcionar, Lohane —continuó. Se relamió el labio inferior, y luego de soltar un suspiro, también giró su rostro hacia mi dirección—. Ya lo intenté varias veces, mucho antes que tú. Él no vale la pena, tu vida no lo vale.

—No fue por él —musité, devolviéndome al fregadero para seguir lavando los cubiertos.

—Pero es el núcleo de todo —contestó al instante—. Para caer en picada, primero necesitas un precipicio del cual lanzarte. Y papá es el precipicio, es aquella brisa que te empuja hacia la nada —Permaneció en silencio, y al cabo de unos minutos concluyó—: Admite que él es el culpable de todo esto.

El interior de mi nariz volvió a su ardor habitual, pero esta vez las lágrimas no brotaron, sólo se creó una grave tensión en mi mandíbula. Quise negar con la cabeza, no obstante, no respondí con ningún gesto, solamente seguí fregando los platos hasta llegar al último. Lo sacudí en el aire, dejando que el exceso de agua cayera, y luego lo coloqué de pie junto a los demás utensilios que se secaban en la plataforma de secado.

—Loha, escúchame —insistió, doblando el trapo y dejándolo sobre la mesada previamente secada—. Dentro de unos meses me voy a escapar con Lara, iremos a probar suerte en San Diego. No es muy lejos, podrás visitarme.

—¿Irás a morirte de hambre con tu novia? —Fruncí sutilmente el ceño, secándome las manos contra la tela de mi camiseta.

—Eso es incluso mejor que seguir tolerando al imbécil de tu padre.

—"Nuestro" papá —remarqué aquella palabra que al fin y al cabo nos involucraba a ambos.

—Lohane —dijo con un tono de reproche, al tanto que se llevaba la mano diestra hasta la sien—. Algún día, cuando tengas mi edad, vas a entender el porqué me fui. Tarde o temprano tú también lo harás, y si no puedes... te prometo que voy a intentar sacarte de aquí.

—Pero me gusta vivir aquí. Me gusta tener mi habitación... no siempre es tan malo.

Observé como él negó lentamente con la cabeza, incrédulo ante lo que acababa de escuchar. Volteó a ver hacia la derecha, en dirección a la mesa, y avanzó hasta ella, posicionándose detrás de la silla en donde papá siempre se sentaba. Sus brazos descansaron encima del respaldo, manteniendo su mirada fija en mí.

—Cuando yo me vaya, vas a sentir el calor del infierno —masculló.

—¿Y desde cuándo te volviste tan excéntrico a la hora de hablar? —le cuestioné con un gesto de desagrado.

Ni siquiera me hacía falta escuchar su respuesta, ya que hacía unos meses había tenido la suerte de conocer a su novia. Una poetisa de cabello castaño.

—Papá te va a hacer la vida imposible cuando ya no me la pueda hacer a mí —asumió, ignorando fácilmente la pregunta que había soltado—. Si hoy en día no puedes mantener siquiera una conversación acerca de música... imagínate lo que se te viene. —Palpó la madera de la silla con sus dedos, deslizando su mirada hasta la escalera—. No te lo digo a modo de... no sé, causarte miedo. Aunque bueno. La verdad es que sí deberías de sentirlo, eso mismo me ayudó a confrontar las cosas de mejor forma. A estar preparado para lo que se me venía, tanto que en algún punto, mi cerebro se desconectaba automáticamente. Y que cuando volvía a tener conciencia...

—Ya estaba en la cama —finalicé su frase. Él asintió con la cabeza, dándome la razón, y yo apreté los labios con una creciente aflicción.

Su asentimiento duró unos cuantos segundos más. Oí como una larga exhalación se desprendió de sus labios, soltando a su vez, un par de palmadas a la madera de la silla. Recompuso su postura y se alejó de la mesa, rodeándola y caminando hacia las escaleras de la casa. Se detuvo en el primer escalón y posó la palma de la zurda sobre la barandilla.

—Hey —interrumpió el silencio, volteando a verme—. Él no va a cambiar, topito...

El lento compás de mi respiración se terminó por colapsar, acelerándose significativamente. Mis comisuras se ensancharon, creando una larga y apretada línea que forzosamente quería ocultar el temblor de mi labio inferior. La forma en que había mencionado aquel viejo apodo: "topito", fue como enterrar una daga en un contenedor lleno de mis recuerdos. Las imágenes comenzaron a derrocharse como el vino de un barril. Pensé en la pequeña Loha de siete años, en aquella vez que me caí de la patineta, y que mientras Jaden me colocaba curitas en las rodillas, me decía: «Deja de llorar, topito. Mañana lo vuelves a intentar»; la vez que compré un vestido para el primer baile de primavera al que asistí, y él, a espaldas del vestidor, susurraba: «Todo estará bien. Te verás hermosa, topo. Deja de preocuparte tanto»; todas las noches en las que se había quedado conmigo luego de una pesadilla, acariciándome el cabello con la palma abierta al igual que un perro, tarareando la melodía de un célebre personaje infantil que había sido parte de la infancia de él, el Topo Gigio, y así decía la canción: «Hasta mañana, si Dios quiere que descansen bien. Llegó la hora de acostarse y soñar también. Porque mañana será otro día y hay que vivirlo con alegría».

—¿Oíste? —dijo luego de un rato, aún de pie en el primer escalón. Seguía con la misma expresión de aflicción que momentos atrás.

Asentí con la cabeza, manteniendo los labios apretados, ya sin poder evadir el hecho de que las lágrimas empezaban un largo paseo sobre la piel de mis mejillas. Noté como la boca de mi hermano hizo un ademán de abrirse, como queriéndome decir algo, pero al cabo de un rato, finalmente subió por las escaleras hasta desaparecer tras el umbral del segundo piso.

Con mucho cuidado fui dejándome caer al piso, adhiriendo mi espalda contra las puertas de la mesada. Eché la cabeza hacia atrás, alzando la mirada hasta dar con el techo, y cuando la luz de la lámpara logró irritar mis ojos, comencé a llorar con más razones de las que ya tenía. Estaba sintiéndome excusada, como si sollozar mereciera una justificación válida. Como si no fuera suficiente con sufrir.

Deslicé mis manos hasta la carne de mi cuello, acompañando a la dificultad con la que estaba respirando, y también dándole a esta una razón. Ya no me faltaba el aire por culpa del llanto, sino de la asfixia que yo misma me estaba provocando. Me mantuve así durante minutos, incrementando la presión hasta que mi visión se contemplaba borrosa y los labios me ardían. Y... no pude continuar. Abrí la boca de par en par, dando enormes bocanadas de aire que me llevaron a soltar un par de carcajadas.

No me estaba volviendo loca, ni tampoco era culpa de la reducida cantidad de oxígeno que estaba recibiendo mi cerebro, sino que estaba en el límite. Nuevamente, en ese desquiciado limbo en el que finalmente logré sentir algo, y por más de que ese algo se tratase de la mismísima muerte... pude recordar que efectivamente estaba viva. Lamentaba que así fuera, pues seguía condenada a una vida que no quería vivir. Vivir... vivir... ¿con qué propósito?

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