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07 Te perdono

L O H A N E

Tenía quince años cuando lo conocí. Estaba en segundo año de preparatoria y él en tercero.

Usualmente, durante los recesos era la única en quedarse dentro del salón, a veces Micky estaba conmigo, pero eran pocas las clases en las que nos veíamos. Tenía la mejilla pegada a la mesa de mi pupitre, y de mi mano colgaba el examen de Física. Una enorme C-, por poco aprobaba, y eso lo volvía aún más frustrante.

Oí dos golpecitos. Al levantar mi rostro, pude ver a un chico contra el marco de la puerta, tenía sus nudillos contra la madera. Lo observé en silencio. Era alto y llevaba puesta la camiseta de básquet que representaba al instituto. Estaba bañado en sudor, pero era... lindo y masculino.

—¿Puedo? —preguntó desde la puerta. Su boca se ensanchó con lentitud hasta formar una sonrisa. Sus dientes estaban adornados por brackets, tanto la fila superior como la inferior.

—Pues..., ya que estás aquí —respondí, y luego giré el rostro hacia la otra dirección, cambiando de posición.

Soltó un suspiro. No sé si lo había hecho con tedio, pero estoy segura de que la gente realmente tenía las razones perfectas para odiarme en aquella etapa de mi vida. Sus pasos avanzaron por el salón, eran lentos y denotaban fatiga. Cuando vi que su palma se posó sobre el pupitre junto a mí, él dijo:

—¿Te molesta si me siento?

Negué con la cabeza.

Mis ojos se mantuvieron absortos en su silueta, analizando cada uno de sus movimientos. Mi nerviosismo no se dio únicamente por mi casi nula interacción con entidades masculinas, sino también, por quién era y como se veía. Era lindo e imbécil, pero fue lo suficientemente aplicado como para aprobar todas las asignaturas. Fue integrante del club de baloncesto. Conocía a mucha gente, y mucha gente lo conocía a él. No era popular, sin embargo, él sí se hacía notar, o al menos demostraba saber donde estaba parado.

—Soy Aiden Barnett —se presentó, extendiéndome la mano y observando cómo mi rostro se derretía contra el pupitre.

¿Por qué yo? ¿En qué momento pensaste que sería buena idea hablar conmigo?

Ojeé su mano a unos cuantos centímetros cerca de mí, levanté la vista para verlo a los ojos, y de nuevo me detuve en su mano.

—Lohane —dije a secas, sin molestarme en estrechar su mano con la mía.

Su brazo se mantuvo suspendido por unos segundos más, y con una graciosa expresión de incomodidad, bajó la mano.

—De casualidad, ¿tu abuelo no es Cristian Barnett? —pregunté, intentando contener un bostezo.

—Sí... —Frunció un poco el ceño, pensando—. ¿Lo conoces?

—Solía pescar con mi papá.

De esta forma, Aiden se adentró a mi vida, como yo me adentré a la suya. Considero que conoces bastante de mí, o al menos lo suficiente, pero no sabes quién realmente era Aiden. No te preocupes, yo tampoco logré saber quién realmente era. Él no fue un monstruo, ni tampoco lo es, simplemente era alguien que hablaba mucho y transmitía poco. Sé tan poco de él, pero tan poco... que a veces me lamento no haberle preguntado un poco más.

Aiden era... Quiero decir, Aiden es... fuerte.

Me tomó años comprender que él también estaba roto a su manera, y que mi deseo de salvarlo no solo era un reflejo de su dolor, sino también de mis propias carencias. Durante mucho tiempo, me sentí insuficiente por no poder rescatarlo, como si su salvación fuera mi responsabilidad. Pero con el pasar de los meses, entendí que no estaba en mi poder salvar a nadie; que aunque acompañarlo en su dolor fuera un acto de amor, hacerme cargo me terminaría hundiendo con él.

Sé que la intimidad de uno nunca debe ser expuesta, pero, irónicamente, es precisamente esa intimidad la que nos moldea como humanos. Unos humanos llenos de cicatrices, marcas imborrables que se convierten en parte de nuestra identidad. Lamentablemente, el dolor es parte de quienes somos, y aunque lo intentemos, no podemos despojarnos de él.

Tus malas acciones no merecen ser justificadas, pero pueden ser comprendidas.

Aiden era hijo único, y el recuerdo de su papá siempre trabajando, ausente, es algo que llevo grabado con claridad. A menudo aparecía frente a la puerta de mi casa, su pequeño cuerpo encorvado por la soledad, con ese gesto silencioso que no necesitaba palabras. Venía a buscar compañía, a escapar del eco vacío de su hogar. Cada vez que decía «Estoy solo», una parte de mí entendía que no se refería solo a ese momento, sino a una soledad mucho más profunda, una que llevaba cargando desde niño. Cuando tenía ocho años, su madre murió de un infarto. Y a los dieciséis, justo cuando empezábamos a conocernos de verdad, murió su abuelo. Ese hombre que él mencionó con cariño la primera vez que nos abrimos mutuamente, y cuya pérdida desató un dolor que borró cualquier avance que habíamos hecho para acercarnos.

Era como si, en su duelo, hubiera borrado cada paso que di hacia él. Mis huellas en su historia, aquellas por las que tanto me había esforzado, ya no existían

—¿Qué pasa? —preguntó, desganado.

—Nada —murmuré, viéndolo desde la cama.

Estábamos en su habitación. Aiden estaba sentado en su escritorio, viendo algo en su ordenador, mientras yo seguía acostada en su cama. Las paredes eran de un azul marino, y su piso era de madera cara. Tengo recuerdos muy vívidos de cómo era el entorno en donde él se despertaba. Repisas llenas de trofeos de básquet y karate. Junto a su cama de una plaza había una ventana grande, con vista a un campo de golf. Solía molestarlo con que, algún día, cuando fuera rico como su padre, jugaría al golf, como si esa fuera su inevitable herencia.

Hubo otros cinco minutos de silencio.

—Ya dime. ¿Qué te pasa? —volvió a preguntar, ahora mirándome de reojo.

Negué despacio con la cabeza y cerré los ojos.

Ya tenía quince y faltaba poco para mis dieciséis. Esa fue la primera de muchas veces en las que mantuvimos relaciones sexuales sin que yo realmente quisiera. No me malinterpretes, sí había consentimiento, al menos en el sentido más literal de la palabra, pero una parte de mí se resistía, aunque no fuera evidente. A veces, durante el acto, sentía como si mi ser se deslizara fuera de mi cuerpo, como si flotara por encima de nosotros, mirando desde lejos una escena en la que ya no me reconocía. Mientras él estaba ahí, conmigo, yo pensaba en cualquier otra cosa: en la universidad, en qué comería al día siguiente, en todo menos en lo que estaba sucediendo en ese instante. Supe que esto no era lo que quería. Pero aprendí a no disfrutar del sexo, pues se volvió en una costumbre.

Nos besábamos, me quitaba la ropa, apretaba mis tetas, se bajaba los pantalones, me la metía y acababa luego de unos buenos minutos. Al principio lo disfrutaba, pero luego, y sin ninguna razón, sentía una extraña sensación de decepción.

Lo incitaba a pensar que esto era lo que yo quería; lo hacía deliberadamente, como una especie de castigo hacia mí misma. No había manipulación en mis acciones, solo un odio profundo que me dirigía hacia el autoengaño. Me convertí en una mentirosa, pero no una mentirosa convencional. No le mentía a Aiden con palabras, sino con gestos, con silencios, con mi propio cuerpo. Él creía que yo compartía su misma urgencia por el sexo, que mi deseo era tan fuerte como el suyo. Pero la verdad era muy distinta, y tampoco era su responsabilidad descifrar lo que pasaba por mi mente. Después de todo, mi cuerpo parecía entregarse al acto, parecía disfrutar. ¿Cómo no iba a confundirlo eso? Estas situaciones eran algunas de las peores formas de maltrato hacia mí misma. No escuchar mi propio cuerpo, no darle la voz que necesitaba, era una traición constante a lo que realmente sentía. La palabra «No» me resultaba tan ajena en ese momento que ni siquiera podía concebir decirla. En mi cabeza, lo justificaba de mil maneras: «No es tan grave, serán solo unos minutos, hazlo por él». Era más fácil silenciarme que enfrentar la incomodidad de admitir lo que realmente me pasaba.

Aiden giró su cuerpo hacia mí, con el ceño ligeramente fruncido, como si buscara alguna señal de lo que yo pensaba, de lo que no decía. Y lo entendía. Sé lo frustrante que puede ser estar con alguien que no comunica nada de lo que le molesta, alguien que se retrae en lugar de expresar sus emociones. Pero la realidad era que, en ese momento, no estaba preparada para hablar. No sabía cómo.

—¿No te gustó? —preguntó. Apretó los labios hacia un lado.

—Sí, sí me gustó. —Asentí, acompañando mis palabras con una suave risa.

Él sonrió con satisfacción, como si todo estuviera en su lugar, y sin hacer más preguntas, volvió a enfocarse en el monitor. Cada vez estaba más distante.

Deseaba desesperadamente que se interesara un poco más, que notara al menos que algo no estaba bien. Que yo no estaba bien. Pero siempre que le decía «Todo bien», eso parecía ser suficiente para él. Como si no pudiera ver a través de esa mentira, como si no pudiera notar que también le estaba ocultando partes de mí, igual que él lo hacía conmigo. La diferencia entre nosotros estaba en cómo enfrentábamos esa distancia. Yo lo cuestionaba, lo presionaba, incluso hasta el punto de fastidiarlo. Pero aunque se irritara, siempre buscábamos una solución a lo que lo inquietaba. Nunca lo dejaba a la deriva, nunca lo ignoraba. Yo me preocupaba por él, por cada parte de su ser. A veces, más que su compañera, me sentía como su cuidadora, como una madre que busca curar todas las heridas de su hijo, aunque eso me dejara vacía.

Con el tiempo, empecé a sentir una creciente indiferencia. Aquella energía que antes dedicaba a encontrar mil maneras de hacerlo sentir mejor, se agotó por completo. Jamás imaginé que intentar cargar con las emociones de alguien más pudiera ser tan extenuante, tan desgastante. Me perdí en el proceso. Perdí partes de quien yo era, sofocada por la responsabilidad de sostener su bienestar emocional mientras el mío se desmoronaba.

Había noches en las que me acostaba en el suelo de mi cuarto a llorar, con una angustia que me ahogaba hasta dejarme sin aire, hasta que el agotamiento me arrastraba a un sueño forzado. Cada vez que él desaparecía sin decir nada, sentía cómo se abría un vacío profundo dentro de mí. Sin embargo, tras tantas lágrimas, hubo una vuelta de tuerca en mi cabeza. Me había vuelto antipática, cada cosa que él hacía me generaba una inexplicable molestia. Los chistes que antes me hacían reír ahora me resultaban insoportables, su risa me llenaba de rabia, y sus besos, que antes eran dulces, ahora no me sabían a nada.

Estaba enfadada no por algo específico que él hubiera hecho, sino porque ya no quería cargar con la responsabilidad de sus emociones. No podía seguir controlando sus altibajos emocionales mientras los míos se quedaban sin atención.

Con el paso de los meses, algo en mí se liberó. Comencé a expresarme con más claridad. Acepté la plena responsabilidad de mis actos y de mis sentimientos, pero dejé de luchar por sostener el bienestar emocional de Aiden. Creo que eso fue lo que más le dolió: que ya no podía contar conmigo para ser su refugio, su ancla emocional cuando el mundo se volvía demasiado para él. Estar dispuesta a acompañar a alguien en su duelo es, sin duda, un acto lleno de amor, pero cuando te pierdes a ti misma en el proceso, cuando dejas de lado tus propias emociones y te alejas de tu propio ser, ese amor se transforma en dependencia. Y eso no es justo. Nadie merece ser reprimido por las emociones no resueltas de otra persona. Todos tenemos el derecho de sentirnos tristes, vacíos, y de expresarlo.

A pesar de todo,  queríamos lo mejor el uno para el otro, pero no lo sabíamos demostrar de la manera que cada uno necesitaba. Durante mucho tiempo pensé que eso era un fracaso, que algo estaba terriblemente mal en nosotros. Pero al final, comprendí que no era ni su culpa ni la mía. Aiden no era lo que yo necesitaba en ese momento, o quizá ninguno de los dos estaba preparado para ser lo que el otro necesitaba. Nos faltaba madurez, experiencia y responsabilidad.

A veces, el amor no es suficiente cuando no sabes cómo sostenerlo sin perderte a ti mismo en el proceso.

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p r e s e n t e

—¿La universidad es tan horrorosa como nos lo pintaban en la prepa? —Miré a Aiden con cara de espanto.

—Es todavía peor. —Asintió con la cabeza, con una mueca de horror bastante divertida. Tenía los ojos bien abiertos y la boca curvada hacia abajo.

Era alguna hora de la tarde, una semana después de que Micky planeara esto.

Estábamos sentados en el césped del parque Regional Roeding, frente a su pequeño lago con fuentes de agua. El viento seguía oliendo a otoño, pero la temperatura de esta tarde era sumamente cálida y soleada. El aroma a pasto mojado me generaba un extraño sentimiento de melancolía, sujetándose a miles de recuerdos de mi infancia. Llevaba tiempo sin salir de casa.

Giré mi rostro, contemplando en silencio el perfil de Aiden durante un largo rato. Su cabello cobrizo ahora caía más largo, con las puntas de sus mechones ondulándose como enredaderas, algo que le daba un aire despreocupado. Sus ojos cafés estaban perdidos, concentrados en un pato solitario que nadaba en el lago. Me lo había señalado hace un momento.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo en voz baja.

Mis ojos se agrandaron un poco, tomándome por sorpresa que hablase luego de haber establecido un cómodo silencio entre los dos.

—Sí —respondí, con cierta curiosidad.

Aiden tomó un gran bocado de aire y lo soltó lentamente, como si se preparara para algo importante. Luego apretó los labios, casi como si estuviera dudando.

—¿Sigues odiándome? —preguntó con un poco de vergüenza.

—Nunca te odie. Es... bueno, pensaba que sí. —Me encogí de hombros y solté el comienzo de una delicada risa, una que pretendía transmitirle un mensaje distinto—. Nunca pude odiarte.

—Pero estabas cansada de mí, eso lo sé..

—Sí.

Ladeé la cabeza, dándole la razón.

Él giró su rostro para mirarme, alzando las cejas en un gesto que primero interpreté como indignación, pero luego su expresión cambió. En lugar de molestia, una sonrisa suave y dulce apareció en su rostro.

—Que cruel —respondió, posándose la palma en el pecho—. Pero te entiendo. Ahora puedo entender el porqué.

Yo también sonreí, y en esa sonrisa, contenía todo el amor que nunca pude mostrarle cuando éramos pareja.

No estaba enamorada de él, al menos no de la manera en que una vez creí estarlo, pero lo que sentí en ese momento fue algo hermoso. Libertad. No era la libertad de él, ni de sus emociones; ya me había liberado de eso hace tiempo. Esta era una libertad más profunda, la de haber resuelto esos pensamientos inconclusos, haber dado forma a algo que antes solo existía en mi cabeza. Ahora era una conversación real, tangible. Ahora éramos amigos otra vez.

Ambos dirigimos de nuevo la mirada hacia el pato que seguía su recorrido solitario por el lago, buscando merienda entre las ondas del agua.

—Loha —dijo mi nombre en voz baja, sacándome de mis pensamientos. Lo miré de reojo mientras su mano diestra se arrastraba por el césped, buscando mis dedos. Acarició mis nudillos con suavidad, su tacto seguía sintiéndose áspero y familiar contra mi piel—. Perdóname. Perdóname por haberte hecho... perder el tiempo conmigo.

Un dolor agudo se instaló en mi pecho. Podía sentir los latidos de mi corazón en mis oídos, aturdiendo los sonidos de la naturaleza que nos rodeaba. Tragué saliva y apreté los labios hasta que empezaron a dolerme.

—Perdóname... —repitió, esta vez con más urgencia. Trataba de encontrarse con mi mirada.

Mi boca comenzó a temblar y mis ojos se nublaron por las lágrimas que intentaba contener. El dolor que había llenado todo mi ser de repente se disolvió.

Sentí paz.

—No perdí nada —le respondí, con un nudo en la garganta—. Aprendí muchas cosas de ti, como también de mí. Cosas que, de no haber sido por nuestra relación, nunca hubiera comprendido. —Encajé mis dedos entre los suyos, eran tan ásperos y firmes como lo recordaba.

—Perdón. —Él negó con la cabeza lentamente, agachando un poco su rostro para poder verme a los ojos. Aiden se mordió el labio inferior al notar que lo que yo intentaba ocultar eran las lágrimas que recorrían mis mejillas.

—Te perdono. Pero tú también perdóname a mí —dije, intentando mantener la compostura.

—¿Por qué? —cuestionó, acercando su mano libre a mi mejilla y apartándome un par de mechones que comenzaban a adherirse a mis mejillas húmedas.

—Porque tú también necesitabas mi ayuda.

Oí cómo su respiración se volvía irregular, reflejando lo que yo también estaba sintiendo. Se inclinó hacia mí, sin soltar mi mano, y cuando nuestras frentes se tocaron, cerramos los ojos. No hubo más palabras, solo el silencio, el tacto de nuestras manos entrelazadas y la brisa suave que jugaba con nuestros cabellos.

No se sentía como el amor romántico de una pareja, sino más bien como el amor protector de un hermano. Un vínculo que, en su esencia, era más profundo y más puro.

—Te perdono —susurró.

—Te perdono —respondí al igual que él.

La brisa era lo suficientemente fuerte para llevarse consigo las hojas muertas de los árboles, hojas que le daban paso a un nuevo florecer.

"Lindas hojas de otoño, amarillas, secas y románticas.
Caen, a mí alrededor.
Arropándome en silencio, vendando mi corazón.
Curándome aquella herida, restregando mi dolor.
Lindas hojas de otoño, amarillas, secas, románticas, caen a mí alrededor.
Acariciando mi alma, lamiendo mi corazón.
Secando mi triste llanto, mi penita y mi dolor.
Es el sonido del viento quien me canta una canción.
Canción triste, de esas canciones de otoño que compone el desamor.

Lindas hojas de otoño, amarillas, secas, y románticas, caen a mí alrededor.
Lloran conmigo en silencio, el porqué de mi pena y mi dolor.
Gritan su nombre conmigo, más nunca nadie escuchó.
Ni el viento siquiera dijo, que por su lado pasó.

Lindas hojas de otoño, amarillas, secas, románticas, caen a mí alrededor.
Me han traído la alegría y el perfume de una flor.
Ahora no lloro, ni peno, ha vuelto hasta mí el amor.
Como nueva primavera, se instaló en mi corazón.
Ahora no lloro, ni peno, ahora estoy lleno de amor.
Ahora mis hojas de otoño, amarillas, secas, románticas, que caen a mí alrededor. Están besando mi alma, me están llenando de amor.
Ahora aquella canción triste que escuché con mi dolor.
Es un canto de sirenas que de los cielos bajó".

Joaquín Méndez Gómez.

La pregunta de este capítulo es: ¿Has dependido de algún vínculo romántico/amistoso? ¿Pudiste confrontarlo?

Te leo, querido lector.

Te mando un enorme abrazo. <3

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