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04 El "incidente"

L O H A N E

El dolor que precede del alma es complejo, abate tus pensamientos y, a menudo, saca a relucir tus aspectos más oscuros. El alma, una entidad cuya naturaleza desconocemos casi por completo. Esta, a su pesar, acostumbra a resistir a las adversidades que nos presentan nuestras emociones más intensas, incluso tolerando aquellas penurias que se prolongan en el tiempo. Cuando el alma se expone ante dificultades en las que ya no es capaz de mantenerse estable, se abre una brecha. Las fisuras en el alma raramente sanan por completo, pero pueden ser tratadas

Porque el alma duele.

Mi alma... duele.

Esta podría ser mi carta de suicidio. Así comenzaría.

Las burbujas de oxígeno que explotaban en la superficie del agua se convertían en una metáfora de mis recuerdos. Soltar esa fracción de aire que se acumulaba en mis pulmones era una señal de mi desespero. Me encontraba oculta bajo el manto de un lugar desconocido, un lugar al que no pertenecía, donde respirar se convertía en una tarea ardua. La opresión en mi pecho era constante, y la sensación de asfixia se volvía casi intolerable.

Mi aliento se escapaba con la misma rapidez con la que mi mente evocaba mis recuerdos más queridos. Las burbujas no se hundían conmigo, sino que huían para reunirse con las suyas, en contacto con el aire de la superficie. Reventaban y ya no era posible hallarlas. Sentirlas. Abrazarlas.

Tenía vagos recuerdos de la última vez que intenté abrazar esas memorias que lentamente se desvanecían. El agua no podía ser contenida por mis manos, siempre encontraba la forma de escaparse entre mis dedos. Nunca pude aferrarme a lo último que me quedaba, a esas vivencias que daban sentido a mi existencia. Un propósito a todo. Y es que, poco a poco, sin darme cuenta, fui desapareciendo.

Me volví invisible.

Los cómics me habían enseñado que esto se trataba de un superpoder, un don, pero con el pasar del tiempo solo le encontraba defectos que parecían ser irreversibles. No supe cómo volver a ser quien yo era. Ya no quería esto. Necesitaba que alguien volteara a notar mi mudo sufrimiento.

Con el pasar del tiempo, la monotonía se apoderaba insidiosamente de cada aspecto de mi vida, envolviéndome en una neblina densa de desesperación y desasosiego. No puedo explicar el peso que la oscuridad de la depresión ejercía sobre mí. Era como si un manto de sombras se hubiera extendido sobre mi existencia, absorbiendo cualquier destello de luz y esperanza que intentara asomarse. Los días se volvieron tan interminables que perdí la cuenta del tiempo, sumida en una espiral de vacío. El reloj ya no marcaba las horas, sino los lentos latidos de mi corazón, una agonía constante que parecía no tener fin. Y fue en medio de esa desesperación que encontré una solución aparente: dormir. Sumergirme en el abrazo oscuro de la inconsciencia, donde el dolor y la angustia podían ser olvidados, aunque solo fuera por un breve instante.

Sin embargo, lo que comenzó como una huida temporal, pronto se convirtió en una trampa mortal. Dormir se volvió mi única vía de escape, una forma de eludir la realidad dolorosa que me rodeaba. Mis días se redujeron a meras sombras de lo que una vez fueron, mi existencia se deslizaba en un ciclo eterno de sueño y vigilia, donde el tiempo se diluía en una masa de desesperación.

El regreso a las clases tras las vacaciones no trajo consigo el alivio que esperaba, sino simplemente la continuación. Cada día se desvanecía en una sucesión de actividades sin sentido. Ignorar el dolor bajo las sábanas y desconectar del mundo que me rodeaba se convirtió en mi única forma de supervivencia, un mecanismo de defensa ante el torrente abrumador de emociones negativas que amenazaba con arrastrarme. A pesar de todo, cada día que lograba sobrevivir me recordaba que aún no había tocado fondo, que la oscuridad aún podía volverse más profunda y abrumadora. Cada hora se convertía en una batalla desesperada por mantenerme a flote, una lucha constante contra la corriente enemiga.

En medio de la desolación que me envolvía, encontré una extraña calma, una resignación ante mi inevitable destino. La vida se había convertido en una carga demasiado pesada de llevar.

Entiendo que estos escritos pueden remover emociones profundas, pero anhelo que te sumerjas conmigo en este espacio íntimo, donde compartí mis sentimientos más oscuros y vulnerables. Permíteme guiarte a través de mis textos, donde juntos podamos encontrar consuelo.

Sé que estos escritos tienden a tornarse incómodos, pero quiero que dejes de ser tan sólo un espectador. Este lugar especial, este en el que expreso mi dolor... también puede ser tu lugar especial. Llora conmigo, sonríe y enamórate de la vida.

¿Alguna vez has experimentado ese miedo paralizante, ese pesar que invade incluso las cosas más simples y cotidianas? ¿Has sentido el deseo de desaparecer, de escapar a un lugar distante donde encontrar la paz, donde estar en armonía con tu propia existencia? A menudo se dice que los desafíos de la vida nos fortalecen, y es cierto, nos moldean y nos hacen más resilientes. Pero, ¿alguna vez has considerado a esas almas frágiles, aquellas que son heridas profundamente por el más pequeño golpe? Son almas que ya no pueden soportar más, que han sido erosionadas por la desgracia y los infortunios. Yo fui una de esas almas, una vez estuve allí, luchando en vano por mantenerme firme en un mundo que parecía estar constantemente en mi contra. Pero llegó un momento en que ya no pude resistir más, cuando creí que no había razón para seguir ocupando el lugar de alguien que nunca llegaría a ser.

Mis lágrimas ya no eran más que el eco silencioso de un dolor demasiado profundo para expresar con palabras. Cada gota que caía era como un susurro mudo de aflicción, una rendición ante mi sufrimiento. Los besos que alguna vez saboreé con anhelo, ya no me sabían a amor, sino que dejaban un sabor amargo de decepción en mis labios. Las risas, antes tan llenas de vida, se habían desvanecido en la distancia, ya ni se asemejaban al placer de una felicidad efímera. Y el miedo, ese compañero constante de la existencia humana, ya no era más que una sombra difusa en el fondo de mi ser, una presencia opresiva que me susurraba palabras de derrota.

Me sentía como una sombra entre las calles de Fresno, una entidad etérea que se deslizaba sin ser vista ni notada por aquellos que pasaban a mi lado. Me había convertido en parte de la ciudad misma, fundiéndome con los arbustos que bordeaban las aceras y las butacas gastadas de un instituto público. Mi presencia era apenas perceptible, como un susurro en el viento o una sombra en la noche, una entidad sin rostro ni forma definida.

Era un cuerpo que se había mimetizado conforme a los muebles de una casa. Inerte.

Todo a mi alrededor se había vuelto gris y opaco, una paleta de colores desvaídos que reflejaban el vacío. No era negro, ni blanco; era un gris monótono y sin vida, el tono intermedio entre la luz y la oscuridad, la nada misma encapsulada en un lienzo de melancolía.

Lamento profundamente el sufrimiento que mi partida causaría, consciente de que hay personas que ansiaban verme bien, alcanzando un futuro lleno de esperanza, personas que simplemente me amaban. Es difícil expresar la agonía de ser un adolescente atrapado en el silencio, en una familia que no podía escuchar mis gritos de angustia, en una mente enredada en un constante torbellino de pesimismo. Ellos no pudieron ver más allá de mis risas contagiosas, pese a esto, nunca fue culpa suya no darse cuenta a tiempo. Lo siento, de verdad lo siento por ellos.

El ambiente se volvía cada vez más frío y sombrío. Aunque los recuerdos se desvanecían, las emociones seguían ardiendo a flor de piel, revelando la intensidad de cada experiencia vivida y la huella imborrable que dejaron en mí. Es como si mi pasado, aunque difuso, aún tuviera el poder de moldear mi presente. Mi cuerpo parecía ser un barómetro de emociones, cada fibra, cada célula resonaba con la carga pesada del dolor acumulado. Podía sentir el nudo en mi garganta, la opresión en mi pecho.

Hubo momentos en mi vida en los que la insatisfacción no dominaban mi forma de vivir. Risas espontáneas y miradas sinceras eran testigos de mi humanidad, de mi deseo innato de conexión y pertenencia en un mundo que a menudo parecía hostil. Sin embargo, a pesar de esos momentos de felicidad, siempre había una sombra acechando. Una voz interior que sembraba dudas y alentaba a mi autodestrucción, convirtiéndome en mi propio enemigo. Estropeaba cada recuerdo feliz, como si mi mente estuviera empeñada en sabotear cualquier destello de alegría que se atreviera a irrumpir en mi realidad.

Fueron semanas en las que luché contra mi propio yo. Hubo momentos de triunfo, breves destellos de claridad en medio de la podredumbre, en los que logré encontrar un respiro temporal. Pero eran sólo eso, breves momentos de alivio. Quizás ese fue mi error: creer que podía escapar de mí misma, del sentimiento de desconfianza que me atormentaba. Pero la verdad era que siempre estaba ahí, esperando el momento oportuno para volver a atacar. Era una batalla interminable, una lucha constante por encontrar la paz interior en medio del caos que acosaba a mi mente. A pesar de todo, seguía aferrándome a la esperanza, a la creencia de que algún día encontraría la paz y la felicidad que tanto anhelaba. Porque a pesar de mis defectos y debilidades, seguía siendo humana, con la capacidad de amar, de reír y de encontrar belleza en el mundo que me rodeaba.

Me encontraba sumida en la sensación de ser un embrión en el seno materno, envuelta en una oscuridad reconfortante pero también sofocante. Me hallaba en un estado de letargo emocional, donde la dicha y la tristeza se entrelazaban. Sentía cómo cada partícula de mi piel era acariciada por la humedad del líquido que me rodeaba, una sensación que se fundía con mi ser y se convertía en una parte indisoluble de mi existencia. Nunca podré olvidarlo.

Entonces, una voz femenina se filtró a través del velo del agua, distorsionada y urgente, llamando mi nombre con desesperación:

—¡Carajo, Loha!

Reconocí al instante el tono exigente, incluso en medio de mi estado de confusión y asfixia. Micky estaba rompiendo el silencio de mi mundo interior, convirtiéndolo en un universo aparte, un agujero negro de inercia.

La luz volvió a inundar mi entorno, un resplandor blanco que orbitaba entre las estrellas de mi universo. Ardía con una intensidad que me deslumbraba, que me hacía sentir pequeña e insignificante ante su fulgor. Y de repente, una descarga eléctrica recorrió mi nuca, como un pinchazo fantasmal que me sacudió cada fibra muscular. Mis ojos se abrieron de par en par y mi cuerpo entró en un estado de alerta, impulsado por la adrenalina que inundaba mis venas. Era una lucha desesperada por recuperar el aliento, por aferrarme a la vida en medio del agujero negro que amenazaba con engullirme.

Emergí a la superficie de la bañera, que seguía rebosante de agua, ofreciendo poco respiro en su abrazo líquido. Mis manos se aferraron con fuerza a los bordes de mármol, mis dedos buscaban un punto de apoyo mientras luchaba por recuperar el control de mi respiración. Uno, dos, tres. El oxígeno parecía rehusarse a volver a mis pulmones, mientras el agua se mantenía en su lugar.

La sensibilidad de cada uno de los nervios de mi cuerpo volvían a tomar liderazgo. Fue una sensación horrible y a la vez maravillosa; se trataba de un humano aferrándose a una vida que no ama.

Mis ojos exploraban el mundo que se extendía a mi alrededor, como si fuera la primera vez que asomaba al exterior. Pensé que esta sensación era similar a la de un nacimiento, aunque esta vez me recibía un entorno helado en lugar de la calidez maternal que uno esperaría dentro del vientre materno.

Mi atención se centró en mi mamá en cuanto pude divisarla. Las lágrimas surcaban sus mejillas, como pequeñas perlas de miel que descendían hasta reposar en su mentón. Al otro lado de la bañera, con las facciones contraídas en un intento de disipar el llanto, estaba Mikaylah.

Micky era una de esas personas que, sin necesidad de premoniciones, tenía la certeza absoluta de que este momento volvería a repetirse en algún momento de nuestras vidas. Y ese día había llegado.

—Dios... —susurró mamá. Ella me rodeaba con sus brazos. Su camisón se iba empapando poco a poco por mi cuerpo semidesnudo. En ese abrazo volví a sentirme segura.

Micky, sin interrumpir nuestra intimidad, acariciaba mis brazos con delicadeza, intentando reconfortarme. Entre sollozos y susurros, las palabras de mamá se perdían en el aire.

Con manos temblorosas, me apoyé en los hombros de mamá, y salimos de la bañera con cautela.

—Lo siento, lo siento tanto —balbuceé, mi voz no podía expresar nada más que fatiga.

—Tranquila. Todo está bien. Estoy aquí, Loha. —Mamá masajeaba mi espalda con movimientos circulares, transmitiéndome una sensación de seguridad que intentaba calmar los latidos desbocados de mi corazón.

En un rincón de la habitación, Micky marcaba con prisa el número de emergencia, sus dedos tropezaban con las teclas del teléfono mientras su voz se quebraba al pedir ayuda. Pero yo me sentía desconectada del mundo, inmersa en una somnolencia que había sido inducida por las pastillas que ingerí.

Micky se levantó del suelo y buscó frenéticamente una toalla. Sus ojos desbordaban miedo, observándome mientras que envolvía mi cuerpo en el suave tejido. Sentí su abrazo. El latido de su corazón se sincronizaba con el mío en un intento desesperado por mantenerme despierta. Mamá acariciaba mi cabeza con ternura.

Mis párpados, pesados como plomo, luchaban por mantenerse abiertos mientras el sonido lejano de la ambulancia se filtraba en la habitación. La luz intermitente de la ambulancia, tintada con los colores rojo, blanco y azul, iluminaba el baño con destellos hipnóticos, dibujando sombras danzantes en las paredes mientras mi visión se desvanecía lentamente, arrastrándome hacia el agujero con una fuerza irresistible.

Este es el comienzo de un nuevo final.

Espero que les haya gustado éste comienzo, he de avisar que el primer capítulo me parece el más aburrido quizás. A partir del segundo ya todo cambia, así que espero seguirlos viendo durante la historia.

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