XXXVI
Pasaron algunos días resguardadas en aquel departamento, Diana la enfermera y el chofer de Grecia eran los únicos extraños que se veían por el lugar.
Su relación era como antes, incluso ligeramente mejor sin la presión de los clubs y la agencia. Solo ellas dos, en una habitación, en su mundo.
—¿En serio cocinaste? —Danielle miraba el delicioso desayuno sobre su plato. Pan francés, tocineta, huevos perfectamente fritos junto a un delicioso aderezo que los cubría acompañado de jugo de naranja natural.
—¿Por qué te es tan difícil creerlo? Tengo mis talentos ocultos.
Danielle la miró fijamente, observó esa sonrisa traviesa y sencilla. Adoraba verla de esa forma. En pijama, sin maquillaje, con el cabello hecho un desastre siendo simplemente ella.
—No creo que la cocina sea uno de ellos.
—¿Quién crees que hizo la cena de acción de gracias en Pensilvania cuando papá no pudo llegar porque su vuelo se retrasó?
—Dijiste que la habías comprado.
—Bueno, no estaba segura de si quedaría bien así que te mentí.
Ambas comenzaron a reír, era extraño cómo la cotidianidad de los días y la tranquilidad del trabajo hacía las cosas distintas. Además, hacía tiempo que no recordaban anécdotas del pasado. Por un acuerdo tácito solían omitir aquellas experiencias, pero el ambiente propiciaba los recuerdos.
Danielle se decidió a cortar un pedazo del huevo frito y remojarlo sobre la salsa, lo hizo despacio mientras los ojos de Grecia la seguían expectante. Llevó ligeramente el bocado a su boca y una vez que estuvo ahí lo masticó despacio. Al inicio hizo una expresión de desagrado solo para molestarla. Los ojos grises de la joven se abrieron como platos dispuesta a contribuir a una nueva paliza.
—No puede ser, esto está delicioso —exclamó finalmente, notando un gesto de alivio y orgullo en su hermana—. Vamos, confiésalo, ¿dónde está la envoltura?
Grecia soltó una carcajada, dejando caer sus codos sobre la mesa con las manos en las mejillas mientras miraba a Danielle con una expresión que solo ella le provocaba.
—¿Recuerdas nuestra navidad en Oslo?
—Las mejores vacaciones de la vida. Esa cabaña era impresionante.
—Lo era, ojalá la vida pudiera ser así siempre. Solo nosotras dos, la chimenea, nada de negocios, ni teléfonos, ni nadie molestando.
Una de sus manos había llegado hasta la de Danielle, tomándola con delicadeza para llevársela al rostro.
—La vida no puede ser unas vacaciones permanentes, sería muy aburrido.
—Claro que sí, contigo todo es divertido —continuó, con esos mismos ojos chispeantes, aferrándose a esa mano para soltarle un tierno beso en los nudillos—. Hagámoslo. Volvamos a Noruega esta navidad.
Danielle, que hasta el momento había estado en una especie de trance, pensó en la realidad de las cosas. Nada de lo que Grecia había dicho volvería a pasar. Las cosas eran distintas. Ella no era la única dueña de su corazón ahora. Se quedó seria y su hermana se percató de ese repentino cambio de humor.
—Suena tentador, pero en realidad tengo otros planes.
La sonrisa se borró de su rostro, soltando poco a poco la mano de Danielle.
—¿Puedo saber cuáles son?
Danielle lanzó un largo suspiro, titubeando su mirada entre ella y su desayuno.
Grecia no era tonta, sabía perfectamente lo que pasaba por su mente, pero aun así quería escucharlo con sus propias palabras.
—Supongo que ese apodo que le has puesto no es en vano. —Su tranquilidad se había desvanecido, mientras ponía especial atención a su comida y a la taza de café que tenía a su lado.
—Me gustaría celebrar con ella.
—Por supuesto...
—Grecia...
Pero esta se había puesto de pie súbitamente. No había tocado siquiera su desayuno mientras iba hacia el lavatrastos para arrojar su plato. Se sostuvo de él, como si necesitara algo que la mantuviera firme y tranquila. Suspiró, volviendo ligeramente su rostro a Danielle.
—Está bien. Es su primera navidad juntas.
Danielle hubiera esperado una reacción febril y explosiva, pero sus ojos revelaban algo peor: había dolor, sabía lo que Emilia significaba para ella a esas alturas. Y le dolía, tanto como a ella le dolía verla con Gastón. Pero era distinto, porque su amor por Emilia era verdadero y esta vez haría lo que fuera para que durara.
Grecia volvió a la silla, sentándose lentamente y con tranquilidad, como si intentara ordenar todas sus emociones y mantenerse controlada. Cruzó de nuevo su mirada con Danielle.
—Dany... ¿la amas?
Aquella pregunta era inesperada, pero la conocía, sabía que a Grecia no podía mentirle como a los demás. Decir un "te amo" eran palabras de mucho poder. No era fácil explicar lo que sentía. Su amor por Emilia era un hecho, pero era incapaz de romper el corazón de su hermana. Ella, su primer amor, la única persona que realmente la había amado en el mundo. No era sencillo dejarla ir.
—No lo sé —mintió.
Grecia hizo una mueca de agonía disfrazada de una sonrisa apenas. Cruzó los brazos a la altura de su pecho quedándose inmersa en un punto fijo.
—Yo sé que lo sabes.
—Yo... no la amo como te amo a ti. Es diferente.
Grecia asintió. Con una seriedad sepulcral que permaneció durante segundos.
—Iremos a ver a un médico extraordinario, le hablé de tu caso y me aseguró que puede quitarte esa horrible cicatriz. Llamé al chofer para que esté atento. —Se puso de pie, había dicho aquello para dejar de lado el tema, pero Danielle se interpuso en su camino antes de que pudiera salir de ahí. Cubrió la salida con su cuerpo y la obligó a mirar sus ojos llorosos. Grecia estaba sorprendida.
—¿Qué se supone que haga? Jamás podría dejar de amarte.
Los labios de Danielle llegaron a los de Grecia, un sentimiento de nostalgia le había llevado a besarla con dulzura. Era como si presintiera algo, como si supiera que podía perderla de un momento a otro. Descubrió que detrás de ese beso había también un sabor amargo. Abrió sus ojos y se alejó de ella. La imagen de Emilia había aparecido en su mente, su preciosa sonrisa, sus gestos mientras le hacía el amor...no continuaría engañándola ni engañándose. Ahora era ella quien estaba totalmente dentro de su corazón.
—Vas a lastimarte...—Grecia se había percatado de esa expresión arrepentida, pero no hizo alarde. La tomó de la mano y la dirigió hasta la cama para dejar de lado lo que acababa de pasar. Le ayudó a recostarse para después limpiar sus heridas tal y como la enfermera le había instruido.
Cuando terminó se recostó a su lado, Danielle estaba tan seria que por un instante imaginó que estaría durmiendo, pero la chica miraba al cielo de aquella habitación.
No dejaba de pensar en lo mucho que la extrañaba y las ganas que tenía de verla. Esta vez buscaría la forma de ser sincera y decirle todo lo relacionado con sus negocios, el peligro de Espinoza y su relación con Grecia. Aunque sabía que ponía mucho en riesgo, necesitaba practicar más eso de la sinceridad. Después de todo era lo que Emilia merecía. Cerró los ojos durante un instante, sabía que Gastón no era una amenaza ahora para ella porque Umberto estaba encargándose de su seguridad, pero no podía esperar el momento para estar a su lado y ser ella quien la protegiera contra cualquier amenaza.
Los dedos de Grecia empezaron a hacer surcos alrededor de su pecho y dejar besos tiernos en su cuello porque sabía cuánto la relajaban. Después de un rato cayó en un sueño profundo en el que no hubo más pesadillas.
Después de un par de días Danielle comenzaba a sentirse mejor, con el tratamiento del médico que se encargaba de borrar poco a poco la terrible marca que le había dejado Gastón, sentía que su salud empezaba a mejorar.
La navidad finalmente había llegado, las calles y establecimientos estaban llenos de personas que iban de un lado a otro repletos de bolsas y regalos con prisa por las compras de pánico.
Danielle se dio una ducha, estaba lista para encontrarse con Emilia después de un mes. Había comprado algo especial para ella, era su cumpleaños después de todo. No se habían comunicado desde hacía un par de días debido a la carga de trabajo, así que su visita sería una gran sorpresa. Tomó del cajón de su escritorio el regalo y observó el sobre debajo de él. Estaba impaciente por entregarle los documentos que Umberto le había confiado. Esa información sería el mejor regalo que Emilia podría recibir. Aun así, aunque se trataban de buenas noticias, era imposible no temer a su reacción. Después de todo, con eso al fin descubriría la verdad en torno a su vida, la verdad que siempre había añorado.
Su mente entonces la llevó hasta aquel recuerdo...
...
Umberto la había obligado a permanecer en su mansión mientras se recuperaba, el hombre se había comportado como todo un caballero y buen anfitrión. Pero Danielle no podía fiarse de él. Menos aún cuando le había confesado que tenía meses vigilándola y por eso había sido sencillo dar con ella. Pasó días esperando cualquier tipo de ataque, imaginando que quizá era un enemigo más, pero con el tiempo descubrió que eliminarla no estaba en sus planes.
En una ocasión bajó a comer por órdenes de este. Le echó un vistazo a todo, admirando el fino comedor de caoba pulida que se extendía por la amplia habitación. Navarro estaba justo al final de aquella mesa con corte virreinal y se puso de pie al verla entrar por la puerta.
—Danielle, te ves mejor. Ven, acompáñame. ¿Quieres algo de café o jugo natural? Pide lo que quieras.
Titubeó, pero finalmente el apetito y el delicioso menú la hizo sentarse con lentitud.
—Café está bien. Gracias.
Su mirada vacilaba hacia todos lados. Esa mansión le daba la sensación de estar en una especie de museo. Sus ojos se quedaron inmersos en uno de los cuadros: perros jugando póker, pero esta vez se trataba de la escena en donde entraban los perros policías durante la partida.
—¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor —contestó, llevándose una mano al vientre—. Quiero agradecerte lo que has hecho por mí. De verdad.
—Ya te lo dije, somos casi familia ahora. Nos unen mi hermana y el odio hacia ese imbécil.
Navarro no había dejado de repetir eso desde su llegada. Aquellas palabras eran confusas. El sujeto no se distinguía por ser el más unido a su familia, así que no sabía cómo interpretar esa repentina fraternidad con la que le trataba solo por salir con su hermana, a quien ni siquiera frecuentaba o procuraba en lo más mínimo.
—Sobre Emilia —continuó, observando su interesada atención— quiero pedirte algo, sé que después de todo lo que has hecho no debería, pero es importante para mí. Y estoy dispuesta a darte lo que sea.
El hombre dejó su comida de lado, en espera de tan delicada petición.
—Déjame adivinar, después de todo si te preocupa que Gastón pueda llegar hasta ella.
Danielle suspiró. No existía nada que le importara más que la seguridad de Emilia y Grecia, pero aún más de esta primera. Ella era inocente. Sabía cuánto se había esforzado para estar donde estaba, no merecía verse inmiscuida en ese mundo de criminales.
—Tienes que cuidar de ella, no puedo hacerlo sola. Tengo dinero de sobra, pero no soy un rufián.
—¿Y yo sí?
—Sabes cómo trabajar. Quiero que un profesional se encargue de su seguridad.
Una ligera sonrisa se dibujó en su inexpresivo rostro. Dejó los cubiertos de lado y se inclinó como si quisiera acercarse más a Danielle.
—Tienes suerte. Porque sí, efectivamente, soy un profesional y por supuesto que no voy a dejar que algo le pase.
—Voy a pagarte. Con lo que sea que desees.
Umberto se alejó. Se llevó las manos a la barbilla observando su increíble ingenuidad.
—No pensaba cobrarte el favor, pero si tanto te interesa compensarme hay una forma....
—Te dejaré entrar a todos y cada uno de mis establecimientos.
El hombre se había echado a reír, era la primera vez que lo escuchaba tener ese tipo de reacción. Lo miró fijamente, no encontraba el origen de su repentino buen humor.
—Perfecto. Creo que ese a todos me deja, al fin, el pase libre.
Danielle estaba confundida pero después de unos segundos pudo entenderlo. Era increíble lo que acababa de revelarse frente a ella.
—Eres el señor D.
—No voy a negar que me decepciona un poco que no lo hayas descubierto antes.
Estaba sorprendida, el sujeto había logrado colarse a lo más profundo de sus negocios. Nadie, ni un millón de años podría imaginar que Umberto era el misterioso señor D. Su forma de llevar ese bajo perfil era admirable.
Danielle se puso de pie, caminó hasta donde estaba el hombre y le extendió su mano.
—Es un trato, Navarro.
Le correspondió el gesto, fijando sus profundos ojos azules en ella. Danielle sintió un escalofrío. Era incapaz de darse cuenta si acababa de meterse directo a la boca del lobo. Pero su prioridad era salvar a Emilia. Nadie mejor que ese zorro astuto para cuidar de su pequeña flor, como le había llamado él. Ahora estaría más tranquila.
Duró una semana en aquella lujosa mansión, con ayuda de Diana, la enfermera que Navarro había contratado especialmente para ella, sus heridas fueron mejorando.
Esa mañana finalmente se marcharía. Se dirigió al despacho del sujeto para agradecerle su hospitalidad, pero Navarro le esperaba ya con una sorpresa.
—¿Qué es esto?
Danielle observó los documentos que Umberto le extendía. Intentó tomarlos, pero sus manos la detuvieron.
—Me gustaría contarte una historia antes de que leas esto.
....
Recibió una llamada por la mañana que la había tomado por sorpresa. Su casero le había dicho que tenía que abandonar el edificio porque debía tres meses de renta y ahora una oportunidad brillaba para ella aun y cuando imaginó que todo estaría perdido. Para una recién egresada, sin más familia que un viejo perro mestizo y un pez dorado, las buenas noticias no eran algo que llegaran todos los días. Su madre solía decirle que las oportunidades eran únicas y solamente pasaban una vez en la vida. Pero, jamás imaginó que esa oportunidad cambiaría toda su vida por completo.
—Buenos días, tengo una cita con el señor Navarro.
La recepcionista la miró de pies a cabeza. Era una joven linda. Ojos azules, melena rubia, piel blanca, labios delgados y un atuendo formal medianamente aceptable para el renombre de aquella empresa.
—El señor Navarro no tiene citas el día de hoy.
—Me llamaron para el puesto de asistente.
La recepcionista la analizó de pies a cabeza, hizo una llamada breve y descubrió que era cierto. Se disculpó de mala gana y la dejó pasar sin más remedio.
Mientras iba en el lujoso elevador aprovechó para retocar su maquillaje, había llegado corriendo y esperaba que el sudor no arruinara su presentación, bajó su falda intentando no verse muy atrevida y limpió la punta de sus tacones con un poco de saliva. Finalmente llegó al quinto piso de aquel enorme edificio. El departamento de recursos humanos estaba ahí. Una nueva recepcionista la inspeccionó mientras entraba con gran seguridad por su puerta.
—Buenos días, mi nombre es Dalia Talamantes, vengo por el puesto de asistente.
La mujer fue la primera en regalarle una sonrisa. La condujo hasta donde empezaría su semana de prueba: un alejado escritorio con una computadora vieja y una cafetera polvosa.
—El director vendrá en unos minutos. Espéralo, por favor.
Dalia asintió. No se atrevió a tomar asiento mientras admiraba la anticuada decoración del cubículo en el cual seguramente sería asignada. Era un espacio pequeño, con una vieja silla y un escritorio de madera cuando todos los demás eran de cristal.
—Buenos días.
Volvió sus ojos, le sorprendió darse cuenta de que el hombre que le dirigía la palabra era bastante joven, incluso podría decirse que más joven que ella. Llevaba un lujoso traje y tenía una expresión tan fría como intimidante.
—Buenos días —contestó, mientras sentía aquellos ojos fijos en ella— Mi nombre es...
—Dalia Talamantes —intervino, con un tono cortante. Miró el documento que llevaba en las manos dándole una breve hojeada sin detenerse a detalle—. Te graduaste en administración de empresas con honores, trabajaste en una de las cadenas hoteleras más prestigiosas como recepcionista y fuiste asistente de mercado en la Exportadora Duraznera del Norte. Increíble, para alguien de tu edad.
—Creo que somos de la misma edad.
El chico volvió sus ojos hacia ella. Dalia se percató de la imprudencia que había cometido así que se quedó en silencio esperando lo peor. Pero el joven caballero solamente le estrechó la mano.
—Soy Umberto Navarro, soy el director ejecutivo de Capital GN. Si tienes alguna duda házmela saber, no acepto errores, no me gusta lidiar con problemas de otros y sobre todo, nada de lágrimas. Evita llorar frente a mí, ¿entendido?
Dalia asintió. Estaba tan nerviosa que sentía que las piernas iban a fallarle en cualquier momento. Umberto inició su andar con dirección contraria al cubículo que la mujer de recursos humanos le había asignado. Volvió su mirada al notar que Dalia no le seguía.
—¿Qué haces? Ese no es tu lugar. Aquí solo ibas a encontrarme. Te llevaré a tu puesto.
Dalia apresuró el paso para poder alcanzarlo. Umberto era de ese tipo de personas que ella consideraba sin filtro, ajeno al sentir de los otros; alto, y aunque no era del todo bien parecido tenía un misticismo que encontró atractivo. Sin embargo era demasiado pronto como para pensar en ese tipo de cosas, debía concentrarse en su trabajo, ser la mejor y llegar tan alto como le fuera posible. Era la promesa que le había hecho a sus padres antes de su muerte. Ser la mejor en todo lo que se propusiera hacer.
Conforme caminaba por los pasillos sentía las miradas de todos. Se había convertido en la novedad del día. Revisó sus medias discretamente, esperaba no haberse confundido y llevar las rotas, sería vergonzoso dar esa impresión el primer día.
—Es aquí —indicó el chico, señalando un escritorio de cristal con una sofisticada computadora, teléfono y una elegante silla ejecutiva de piel.
Dalia leyó la placa colgada afuera de la oficina del ejecutivo para el cual trabajaría. Sintió que su cuerpo se helaba y su mente se ponía en blanco, no podía creerlo.
—¿Presidente? ¿Trabajaré con el presidente?
Umberto asintió. Dejando todos los archivos sobre el escritorio y dándole una breve pero intensa explicación sobre lo que tenía que hacer ahora.
—Le recomiendo que tome nota, señorita.
Dalia tomó un block de post it que había sobre el escritorio y comenzó a anotar cada una de las indicaciones. Eran demasiadas, era buena reteniendo información, pero estaba tan nerviosa que realmente no podía pensar en otra cosa que la posibilidad de arruinar aquella oportunidad.
—¿Entendiste?
Asintió. Aprendería con la práctica seguro.
—Otra cosa, el presidente es bastante estricto con la presentación de sus empleados. Trata de ser más... alineada.
Dalia miró con discreción su ropa. No era nada extraordinario, lo sabía, pero era todo lo que una recién egresada podía pagar.
—Por supuesto, señor.
Umberto dio la media vuelta antes de que aquellas palabras terminaran. Se alejó deprisa como si tuviera uno y mil pendientes más. Sin duda, debía tener una vida muy ajetreada. Dalia no pudo evitar cuestionarse si tenía tiempo siquiera para respirar.
Miró a su alrededor, era un lugar bastante solitario. Pero sabía que su trabajo era importante, ser asistente del presidente de una empresa era quizá el mejor puesto que había obtenido. Solo esperaba que su jefe no fuera tan pesado como el director Navarro.
Pasó medio día y permaneció en su escritorio sentada, recibiendo llamadas y agendando citas que no estaba del todo segura si el presidente aceptaría. Aún así, anotó cada una de ellas y elaboró un práctico calendario que seguro le serviría.
—Diles que me llamen luego.... No, no me interesa su oferta. Solo quiero salir de este problema.
Dalia observó al apuesto hombre que caminaba directo hacia ella. Sus ojos eran azules como los del director. Tenían una expresión similar, pero aquel sujeto tenía una mirada tierna y un porte tan elegante que paralizaba a cualquiera.
La miró durante un instante, imaginando de quién podría tratarse.
—Te llamaré luego —dijo, colgando su enorme teléfono celular—. ¿Eres mi asistente?
Dalia movió su cabeza de arriba hacia abajo. Intentó llegar rápido hasta él, pero en ese intento su mano había golpeado la pantalla de la computadora, que por poco se estrellaba en el suelo de no haber sido por la destreza de aquel hombre.
—Cuidado, ¿estás bien?
Dalia asintió, ¿a dónde demonios había ido su voz? Lo observó colocar la pantalla de la computadora en su lugar y descubrió una simpática sonrisa en los labios gruesos de aquel sujeto maduro pero innegablemente apuesto. Llevaba un elegante maletín negro y su traje azul marino. Era probable que le doblara la edad pero, evidentemente conservado.
—Supongo que Umberto ya te dijo cuáles serán tus funciones.
—Me dio unas instrucciones algo confusas. Pero aprendo rápido.
Una expresión divertida, y de asombro, se dibujó en aquel rostro luminoso.
—Eso espero. Porque realmente necesito una mano aquí.
Dalia asintió, seguramente se veía como una estúpida adolescente hablando con el chico que le gustaba. Pero no podía evitarlo. Era la primera vez que se sentía de esa manera.
—¡Oh, cierto! —exclamó, mientras se detenía en el marco de su puerta—. Mi nombre es Guillermo Navarro, ¿cómo te llamas?
—Dalia Talamantes, señor —contestó con alegría, estrechando nuevamente la mano del presidente.
Guillermo esbozó una resplandeciente sonrisa, pero en esa ocasión ambos la compartían. Al parecer no solamente ella había sentido esa inesperada conexión. En ese instante, Navarro hizo una expresión como si recordara algo de pronto.
—Dalia... —continuó, dirigiéndose de nuevo a ella—. ¿Podrías hacer un recordatorio por mí?
Tomó la libreta que estaba junto a su escritorio lista para anotar sobre ella.
—Recuérdame invitarte un café mañana, ¿de acuerdo?
***
Poco a poco fue acostumbrándose al extenuante ritmo laboral. El presidente siempre tenía la agenda llena, comidas con socios, visitas a otras empresas, reuniones y viajes. Acomodar su actividades siempre era un problema, pero Dalia se las había ingeniado organizando todo en una sofisticada PDA que podía sincronizar desde su computadora para él.
—Es una excelente idea, Dalia —le dijo, felicitando su increíble desempeño. Estaba impresionado de la facilidad con la que aprendía todo lo relacionado a su puesto.
—El director dijo que propondría mi idea —agregó con orgullo. Mientras que Guillermo la observaba desde su silla.
Dalia había cambiado considerablemente su look desde su primer día. Ahora usaba faldas elegantes y ajustadas, blusas de algodón y de colores vívidos, zapatos de tacón y eso realzaba aún más su innegable belleza.
En poco tiempo Guillermo había quedado cautivado. En ocasiones solamente la llamaba para poder apreciarla de cerca. Era extraño, jamás había sentido tanta curiosidad por una mujer. Menos por una tan joven como ella. Entre el sentimiento de lo prohibido y la inevitable conexión laboral podía ser fácil llegar a cruzar la línea que los dividía. Y él sabía lo peligroso que podía llegar a ser.
—El señor Roffiel llamó, dijo que prefería verlo el jueves y los socios quieren agendar una cita con usted en un billar.
Guillermo fingía mirar su agenda, pero en realidad sus ojos estaban puestos totalmente en ella.
—Quieren fiesta no reunión. Las reuniones no se hacen en billares.
El hombre refunfuñaba. Pasaba su mano por su barba creciente cuando descubrió que los ojos de Dalia lo observaban también. La había descubierto mirándolo con esos intensos ojos de cielo, no podía simplemente dejarlo pasar.
Cerró la carpeta que revisaba y le habló directamente.
—¿Ya comiste?
Dalia negó. Su nerviosismo aumentaba cada vez que el tema de conversación se convertía en algo más personal.
—Vamos a comer. Yo invito.
Estaba tentada a negarse, pero era una oportunidad única. Así podía acercarse a él y también hacerse notar. Aceptó. Terminaron comiendo en un increíble y famoso restaurante japonés. Les llevaron la carta y la chica miró los exorbitantes preciosos. Con un solo platillo podía pagar media renta de un mes.
—Ni siquiera tuve la decencia de preguntarte si te gustaba la comida japonesa.
Dalia sonrió sintiendo las mejillas sonrojadas. En realidad, no era quisquillosa con la comida. Además, era la primera vez que estaba en un lugar tan elegante.
—Como casi cualquier cosa. Digo casi porque no comería nada extravagante, ya sabe, como insectos y esas cosas.
Guillermo sonrió. Su espontaneidad y sinceridad eran abrazadoras. Jamás había visto tanta belleza y tanta inocencia en una sola persona.
—No tienes que dirigirte de usted en un lugar como este. Solo dime Guillermo.
Dalia aceptó, aun sintiendo el rostro caliente. No podía simplemente tutear a su jefe, estaba mal, pero poco a poco fue cayendo en una atmósfera de confianza.
Ordenaron y tuvieron una velada bastante amena. Por un instante Dalia imaginó que no terminaría su comida pero la verdad es que era deliciosa y demasiado costosa como para dejarla simplemente ahí. Hablaron durante un buen rato sobre su vida, jamás le había dado tanto detalle a una persona sobre ella.
Miraron el reloj y se percataron de que la hora de comida había terminado hacía un largo rato. Cuando regresaron a la oficina Umberto estaba en la recepción esperándolos.
—El teléfono no ha dejado de sonar, ¿dónde has estado? —cuestionó el chico, caminando hacia ella.
Dalia sintió temor. Intentó justificarse, pero la voz de Guillermo cruzó el lugar.
—Salimos porque tenía una cita de negocios y necesitaba que me ayudara, ¿puedes tranquilizarte, Umberto?
El joven negó. Miró el rostro de Dalia que parecía cabizbajo y luego a su padre. Conocía perfectamente la debilidad que tenía por las mujeres jóvenes y hermosas. Y Dalia no era la excepción.
—No me extraña que necesites una asistente nueva cada mes.
Los ojos de Guillermo se oscurecieron, tomó a Umberto del brazo y lo jaló con fuerza para que este le mirara.
—Soy tu padre, y aunque eres el director de esta empresa todavía trabajas para mí. Así que ten cuidado con lo que insinúas.
Dalia estaba a un lado. No quería intervenir en aquella discusión familiar. Pero al pasar junto a ella, Umberto le había lanzado una mirada fulminante. Sintió un escalofrío, pero después de que se hubiera marchado pudo volver a respirar.
Analizó el rostro de Guillermo, no parecía de humor. Apenas le regaló una sonrisa y entró deprisa a su oficina azotando la puerta. Se quedó de pie. No podía evitar sentirse culpable por esa discusión.
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